“I think that people who make stories out of their lives tend to repeat the stories over and over again. But it’s not easy to access the real deep stuff, the real memories. As you get older, those memories keep coming back to you and they can take you by surprise because you don’t know when they will come back. And, unlike stories, you can’t tie them up in a tidy ending.”
Así se coló Nosferatu, versión Murnau, en la vida y en la obra de David Bowie.
Fotos de Moonage Daydream
Llamar a David Bowie vampiro se convirtió en cliché después de ‘Starman’, la biografía de Paul Trynka que en 2011 ya lo presentaba como “un profesional del espectáculo que explotaba a los desplazados como un auténtico vampiro mental”. Sin embargo, la identificación del gran creador como un chupasangre no es nada nueva. Los escritores de la era romántica solían utilizar el motivo del «artista como vampiro» y, además, tenemos a la Clarimonde, la vampira de ‘La muerte enamorada’ (1836) de Théophile Gautier. En relatos como ‘El retrato oval’ (1842) de Edgar Allan Poe y ‘La fuente sagrada’ (1901) de Henry James aparecen artistas que consumen a personas y las usan como material para su arte. En ‘Man and Superman’ (1903), Bernard Shaw describió al «verdadero artista» como «mitad vivisector, mitad vampiro».
“Es fácil ver por qué los hombres matan aquello que aman. Conocer a un ser vivo es matarlo… Tratar de conocer a un ser vivo es intentar absorberle la vida. Este conocimiento es la tentación del vampiro. La conciencia deseante, el espíritu, es un vampiro”, escribió D.H. Lawrence en el ensayo ‘Studies in Classic American Literature’ (1923). Un caso fascinante de posesión vampírica unió a Elizabeth Barrett Browning con su padre, un esclavista que consumió casi toda su vida a través del opio y el autoritarismo. Estaba enferma, débil y era físicamente incapaz de levantarse hasta que se alejó de él y se fue a Italia. En ‘La caída de la Casa Usher’ (1839), de Poe, el hermano y la hermana parecen consumirse el uno al otro. El sexo nunca está implicado, pero un amor espiritual excesivo puede devenir vampírico.
La interpretación junguiana de ‘Cumbres borrascosas’ (1847) sostiene un caso fascinante de vampirismo. De hecho, Cathy llega a manifestarse poseída por Heathcliff (“¡Soy Heathcliff! grita en el capítulo nueve), en un caso de conexión psíquica inconsciente que es frecuente en los relatos vampíricos. Siguiendo a Jung, Heathcliff sería una parte de la propia Cathy. Dice en el volumen VII de sus Obras Completas: «Cuando los contenidos inconscientes no se realizan dan lugar a actividades y personificaciones negativas, es decir, a la autonomía del Anima y del Animus. Entonces se dan anomalías psíquicas y estados de posesión. En tales estados la parte poseída de la psique suele desarrollarse como Anima o Animus. El íncubo de la mujer consiste en una multitud de demonios masculinos, mientras que el súcubo del hombre es un vampiro”.
Más magia de Jung, que abunda en lo que ocurre cuando esa parte descontrolada, negativa de la psique se rebela y vence a la razón: “El arquetipo se consuma, no solo psíquicamente en el individuo, sino también objetivamente.” Esto es: “La regla psicológica dice que, cuando una situación interna no se hace consciente, se desarrolla entonces en el exterior, a modo de un destino”. El suicidio, lento o rápido, suele terminar con el destino de aquel poseído por su vampiro.
La familia es el lugar favorito del vampiro, pues allí difícilmente puede disimularse la vulnerabilidad. Los relatos indican que los vampiros se alimentan primero de lo que más quieren: los miembros de su propia familia, de ahí la conexión del vampirismo con el incesto. La identificación sexual del vampiro suele tener al fondo un eco del padre o la madre. Si el vampiro es una mujer, añade a su hermenéutica incestuosa la carga política de la liberación sexual. Pero más que lo directamente sexual, una reducción libidinosa del cine ‘mainstream’ que redunda en la romantización de la heteronorma, lo vampiro conecta con la insaciabilidad. Como si este llevara dentro un pozo sin fondo. Un fundido a negro sin fin.
En ‘Moonage Daydream’, la película de Brett Morgen que recoge parte de la carrera de David Bowie, figura de Nosferatu tiene un papel especialmente relevante. Aparece muchas veces a lo largo del metraje, en su forma original (la del actor Max Shreck) o reinterpretado, acaso en un autorretrato. La película de Morgen parece refrendar la interpretación de Bowie como un vampiro succionador de talento ajeno, adecuado además a esa caballerosidad del monstruo que pide permiso para entrar en la casa de su víctima para someterla sin ejercer violencia. No solo le vemos vagar de una ciudad a otra como cualquier vampiro recorre océanos de tiempo por lo que sea. En una escena reveladora, le escuchamos telefonear a Brian Eno para rogarle humildemente que acuda a su estudio en Berlín y le ayude a crear “un sonido nuevo”.
Podemos, sin embargo, tirar de otros hilos para especular con el sentido de la conexión vampírica de Bowie. Es sabido que era aún adolescente cuando se obsesionó por el expresionismo alemán y devoró las obras de Lang, Pabst o Murnau, incluido su ‘Nosferatu’. En ‘Scary Monsters’ (1980), el álbum que grabó tras dar por finalizada su etapa berlinesa, dedicó su canción más Joy Division a una relación vampírica de sus tiempos en la ciudad del Muro. “She asked me to stay and I stole her room / She asked for my love and I gave her a dangerous mind / Now she’s stupid in the street, and she can’t socialize”, canta en ‘Scary Monsters (and Super Creeps)’. ¿Es casualidad que el vampiro de la triste figura aparezca en el famosísimo vídeo de ‘Under Pressure’, el hitazo que grabó con Queen en 1982?
La segunda vez que Nosferatu aparece en el videoclip de ‘Under Pressure”, Bowie canta: “Keep coming up with love but it’s so slash and torn”. Y, sí, el amor del vampiro es puro despojo de muerte. Más adelante, en el crescendo final de la canción en pro del poder redentor del amor, vuelve a aparecer muy brevemente el rostro de Nosferatu, justo cuando Bowie dice: ‘Cause love’s such an old-fashioned word / And love dares you to care for / The people on the edge of the night”. No es empatía, sino entrega, lo que demanda el vampiro. Y cómo. En la biografía de Trynka, se detalla la afición del hombre-niño Bowie por conquistar y consumir cuerpos. Pero, de nuevo, no es el sexo sino la insaciabilidad lo que hace al vampiro. “En el fondo era un solitario y su mayor deseo era un estilo de vida nómada”, escribe Trynka del Bowie que aún no había cumplido 20.
“David era presa de constantes evasiones fantasiosas u obsesiones en las que atrapaba a sus amigos. En el fondo, parecía ser una técnica de control mental para borrar los detalles de la vida diaria en Bromley”. Bromley es su hogar familiar, aunque calificarlo de hogar sería pasarse de optimista: por la ausencia de afecto en la casa, se asemejaba más a un cementerio. Bowie prefería vagar de casa en sofá en coche en casa. De hecho, sus amigos envidiaban su carrusel de novias porque, además del sexo, “nunca tenía que pagar el alquiler”. Con Angie sí pasó por el aro de pagar casa, aunque siempre sostuvo que no se casó por amor con la hacedora de mucho de su Ziggy Stardust. “Ella era maternal y eso es lo que él necesitaba”, aventuró Ava Cherry, una de sus amantes fijas en aquel matrimonio juvenil y abierto, al biógrafo.
La madre. La madre del vampiro suele ser otro vampiro: ya sabemos que atacan primeramente a quienes están más cerca, a poder ser en casa. Millones de vampiros conectados por un fundido a negro constituyen el cementerio más grande del mundo. Dice Trynka: “La problemática relación de David con su madre recuerda la de contemporáneos suyos como John Lennon y Eric Clapton, que se criaron en hogares que hoy en día tendrían a los servicios sociales llamando a la puerta”. En otro momento añade: “David adoraba a su padre, de hecho sigue llevando una cruz de oro que le regaló Haywood cuando era un adolescente, pero cuando, en 2002, le preguntaron sobre la relación con su madre, citó el poema de Philip Larkin ‘This Be The Verse’.
La cultura popular es siempre un problema, excepto cuando estás en ella hasta las cejas. El debate acerca de si estamos ante un dispositivo narcotizante, un agente del sistema más o menos todopoderoso, o si supone una instancia de negociación en la que los públicos tienen su agencia no cesa. Emanuele Coccia lo dice hoy de manera muy interesante: nos encontramos en un “invisible comercio con los medios”. Cualquiera que sepa de los tratos del comercio entiende las sutilezas de los intercambios y de cómo, lo queramos o no, desnudan lo ideológico de los implicados una manera fuerte. Si trabajas en los medios de comunicación para el periodismo blando es muy difícil no caer en cierta atracción por el elitismo de la (¿extinta?) alta cultura: el menoscabo de nuestros textos en el campo periodístico es tan fuerte, que supone una especie de compensación de la autoestima profesional. Y al contrario: por pura autodefensa existencial o por militancia corporativa, puedes extender un cheque en blanco a lo puramente entretenido que, probablemente, tampoco hace justicia.
Todo esto viene por ‘Los Bridgerton’, una serie celebrada por su reparto diverso, con actrices y actores racializados, y por ofrecer una versión supuestamente rebajada del romanticismo de toda la vida. Al escribir un personaje como Penelope Featherington, una chica gorda terriblemente vestida de amarillo y cotilla secreta de la corte de la reina Charlotte, era inevitable verla, aunque la trama de los cortejos y enamoramientos aburra terriblemente. Lo que suele capturar de estas ficciones es la reproducción del lujo de la época: los salones, los jardines, los vestidos, las danzas, las pelucas y los carruajes. Contra todo pronóstico, en esta ocasión también me impactó una escena. Una imagen: lady Violet Bridgerton y lady Agatha Danbury riéndose a mandíbula batiente, directamente dobladas de la risa. La cámara no se equivoca: este es un momento íntimo, al que solo tenemos acceso de manera furtiva, desde el quicio de una puerta. Ninguna mujer de la corte, ninguna mujer debidamente femenina aún hoy, puede permitirse el lujo de reírse así: rompiéndose en dos.
Pongámoslo así: esa imagen (me) vale más que toda la serie. Y me impacta terriblemente que me haya impactado así. Inexplicablemente, mi sensibilidad saturada de imágenes se ha dejado capturar por esta escena, que además proviene deun lugar tan devaluado como el contenido fabril Netflix. Es de este hilo del que tiro, partiendo de esa idea de despegue que señala la risa femenina como indeseable, inapropiada o incluso peligrosa (la frase de Margaret Atwood: “Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las maten”). En realidad, todo el hilo que necesito ya lo ha ovillado la filósofa Emma Ingala en “¿Qué es lo que puede una imagen? La inclinación como forma de resistencia”, su contribución en ‘Fuera de sí mismas’ (Herder, 2020), un inspirador cónclave de filósofas contemporáneas que escriben en español.
Al hilo de Ingala, porque me limito a repetir algunas ideas que ella trama en un texto maravilloso, entiendo la importancia de reclamar la importancia de las imágenes, de la misma manera que los estudios culturales han reclamado el valor de todo lo popular. “¿Qué puede una imagen?”, se pregunta la filósofa, que siguiendo a Deleuze/Spinoza hace de la relación (aquí de la relación con las imágenes) la categoría ontológica fundamental. Descartada la devaluación de la imagen como un modo bajo de conocimiento, empobrecedor y reduccionista (de nuevo, Spinoza/Deleuze), Ingala acude a ‘La vida sensible’ de Emmanuel Coccia, donde este defiende que las imágenes constituyen un tercer territorio, un mundo intermedio, un exilio o un lugar «fuera de lugar” tanto de los sujetos como de los objetos. La vida sensible que urden las imágenes, afirma Coccia:
“Es el modo en que nos damos al mundo, la forma en la que somos en el mundo (para nosotros mismos y para los demás) y, a la vez, el medio en el que el mundo se hace cognoscible, factible y vivible para nosotros. Solo en la vida sensible se da el mundo, y solo como vida sensible somos en el mundo”.
La producción de lo sensible es tan central en la propuesta de Coccia, que lo humano ya no se caracteriza por lo racional y la capacidad de abstracción, sino por su capacidad para “sensificar lo racional”, o sea, por el poder de “encontrar la imagen justa, el justo sentido que permite hacer real lo que se piensa y se experimenta y que permite también liberarse de ello”. Ingala lo explica así: “El reino sensible de las imágenes permite al viviente actuar sobre las cosas, construir un ambiente, interactuar con él, operar fuera de sí, sobre los objetos y sobre otros vivientes”.
Otra filósofa que le da dignidad política a las imágenes es Andrea Soto Calderón, autora de “La performatividad de las imágenes” (Metales pesados, 2020). Soto Calderón parte de una crítica que no habla contra las imágenes, sino que “pueda generar imágenes que tengan una función curativa, que articulen miradas que no pasen por el consumo de objetos o por nuestra empatía con las mercancías”. Si las imágenes pueden generar nuevas formas de relacionarnos con el mundo, ya no son solamente un instrumento de manipulación. También pueden ser emancipatorias, capaces de profanar “la religión cultural que es el capitalismo, ese culto sin descanso en donde toda transformación simbólica no es más que consumo”. Dice:
“Es necesario levantar imágenes que puedan componer un vínculo con aquellos que solo tienen una imagen de sí mismos a través de los objetos, es decir, que no tiene forma de hacerse reconocer en un campo social que consumiendo objetos que le dan una identidad. En donde el consumo de marcas se convierte en un marcador de identidad.
Entonces, ¿qué puede en mí esta imagen de Los Bridgerton? ¿Qué me hace decir? Sin duda, la escena posee unos valores estéticos estetizantes, en especial una luz que tiene más que ver con lo pictórico que con la habitual luminosidad plana de lo televisivo. Como hemos apuntado, conecta directamente con el imaginario subversivo de la risa y su veto a las mujeres: Freud sostuvo que no necesitábamos el humor por poseer una psique menos desarrollada que los hombres y esta ocurrencia llegó viva y coleando al siglo XXI, con aquel famoso artículo de Christopher Hitchens en ‘Vanity Fair?: ‘Why Women Aren’t Funny’ (2007). En realidad, la risa fue tan femenina como masculina antes de que se convirtiera en un nicho de mercado, desde el siglo XVIII. Entonces se impone un tipo de humor agresivo, centrado en ‘zascas’ y poco atento al ‘decoro’, que nada tenía que ver con el tipo de humor que era especialidad de las mujeres: el comentario ingenioso, muchas veces para convertir momentos de la rutina diaria en escenas cómicas.
Soto Calderon exhorta a los creadores a no anclarse en la representación a la hora de producir imágenes, pero seguramente no estaba pensando en una serie de Netflix cuando lo decía. Y, sin embargo, pese a todos los condicionamientos estético-políticos del streaming y las limitaciones de las narraciones que suministra, podríamos decir que esta imagen no hace imagen de la representación: hace realidad lo que pudo existir. Si pensamos en un momento de intimidad compartida entre una mujer blanca y una mujer negra en el siglo XVIII o XIX, no podremos ir mucho más allá de Escarlata O’Hara y Mammy en ‘Lo que el viento se llevó’. La jerarquía de la raza se rompe en la imagen que tenemos entre manos, aunque como suele ocurrir en los productos de entretenimiento la de la clase continúe inexpugnable.
Tenemos entra manos una imagen, poderosa como ahora sabemos, que retrata a sus protagonistas no en el apogeo de suhorizontalidad, sino totalmente inclinadas. Adriana Cavarero es la filósofa que ha explorado este desvío del ‘homo erectus’, independiente, autónomo y, por supuesto, ‘straight’ (en inglés, tanto recto como heterosexual). Explica Emma Ingala que inclinación remite a ‘kliné, ‘cama’, más cercana al instinto, a la naturaleza, las emociones y lo femenino. La rectitud no solo invisibiliza los vínculos y las dependencias (la vulnerabilidad), sino que “impone un patrón moral de oposición binaria entre lo recto y lo torcido”. ¿Qué pasaría si la imaginería de la rectitud no fuera hegemónica y pudiéramos figurar lo humano como inclinación? ¿Qué efecto tendría en nuestros deseos, compromisos éticos y posiciones políticas?
Cavarero evoca la imagen de la madre que se inclina para atender a su bebé, a la manera de las Madonnas de la pintura, para subrayar la cualidad de la vulnerabilidad que se inscribe en esta falta de rectitud. Sin embargo, vemos aquí otra versión de la inclinación que no subraya una relación vulnerable, al contrario: contemplamos una feminidad poderosa que rompe su verticalidad por el puro placer de la risa. Aquí, el desequilibrio de los sujetos no es tan problemático, pues aún pueden sostenerse la una a la otra para que la risa no las haga terminar por los suelos. Ese es otro sentido del poder que desprende esta imagen: la sugerencia de una corriente de solidaridad entre las dos mujeres que ríen juntas. Esa sororidad también es transgresora en una sociedad que aún nos empuja a competir las unas contra las otras.
Si la postura es productiva políticamente, reírse así es tan decisivo como cuidar. Acaso debemos preguntarnos por qué vivimos en un mundo en el que ambas cosas resultan tan difíciles de llevar a cabo. Sería una pregunta retórica, claro, porque lo sabemos demasiado bien: el individuo que se yergue para ser inexpugnable al mundo tiene mucho más miedo y resulta mucho más manejable que el que se entreteje con otros. “Fijar al Otro y a la relación en el reconocimiento comporta desposeer al sujeto de su flexibilidad y desconsiderarlo, por tanto, en calidad de sujeto dispuesto para lo ético, lo moral y lo político”, escribe en ‘El cuerpo en diálogo o de la inclinación’ la filósofa Begonya Saez Tajafuerce:
“Para Cavarero y Butler —así como para Arendt y Levinas—, esa desconsideración comporta una deshumanización por cuanto que omite el único reconocimiento posible, a saber, el reconocimiento de la asimetría, fundada en el carácter dependiente de todo sujeto y, por tanto, no solo de la imposibilidad sino de la impropiedad del reconocimiento en cuanto tal, es decir, en cuanto cancelación de la obligación moral —o responsabilidad— para con el Otro y para con su vida”.
Somos inscripciones de la materia que nos rodea, entes apasionadamente plásticos, entramados en un proceso continuo de mutación y reparación. Sinéad O’Connor tenía todas las papeletas para reducirse a piedra, como una estatua de ese jardín que aún le provoca pesadillas. Contra todo pronóstico neutralizó la esclerosis y continuó afectivamente abierta al mundo, aunque en un estado que osciló entre la rabia y la catarsis.
Para expulsar los demonios, para oponerse a las potencias reactivas que provocó el maltrato de su madre, contó a voz en grito (o gritó a canción pelada). Para impedir que la industria discográfica la convirtiera en otra muñequita, se rapó al cero. Para darle un sentido a su fama, denunció en directo y en el ‘prime time’ de la televisión imperial la pedofilia y el maltrato infantil instalado en el corazón de la iglesia católica. Una vez que te hace daño lo que más quieres, ya nadie puede hacerte daño. O eso creía ella.
En aquella lágrima, Sinéad tiene razón, el mundo encontró la manera de llorar sin dar cuentas de por qué lloraba. Lo dice, con su preciosa voz ronca en un off que pone los pelos de punta, en ‘Nothing compares’, el documental que empieza a devolver a Sinéad O’Connor un poquito de lo que nos dio.
[Transcripción de una conferencia dictada para la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey el 10 de marzo de 2021][Disculpas por los errores de transcripción que pueda haber cometido: it’s a labour of love].
I though today I might talk to you briefly about feminism, about the feminist movement for our times. And perhaps I should start with the simple fact that I believe we are lucky to find ways to stay in communication with each other, and our worlds, through platforms such as this. That our current isolation is not our permanent state. It is rather a new point of departure for thinking about our relations with one another: the social form that we are building as we expand networks of care, the world we will be repairing and the world that we are now tasked with imagining or reimagining. I think indeed we know that care has always been associated with women, with women’s work, but now in recent months or perhaps the entirety of the last year we see that networks of care move us out of the household, move us out of the family into de neighborhood, into de city, into de region, that our action in one part of the world affects people’s lives in another part of the world. So perhaps what this pandemic has to offer us is a more expansive sense of our interdependency, an interdependency not just between nations between or between cities or between households, but an interdependency that belongs to us by virtue as our status as living beings, embodied and living beings: what air do we breathe?,we share the air; what surfaces do we share? all of the surfaces; how do we each depend on the Earth and the survival and persistence of the Earth. So much is now our common responsibility, perhaps our global responsibility, that we have to think again about how to imagine ourselves as belonging to the same world, to a common world, and how that world is related to the Earth upon which we depend and the stoping of climate change and the destruction of ecosystems and biodiversity. I know that you know about this in Mexico even more acutely and knowledgeably that I do.
At the same time that I think there is a chance to think about a new form of relationality, an interdependency that exceeds internationalism, that can not be properly described by internationalism alone, I am very aware that in the last years the attacks on feminism have become quite public and quite intense. On the one hand this is a continuation of the misogyny that has been with patriarchal cultures for the longest time; on the other hand, I think there is something very contemporary about the attacks on feminism, they are attacks as well to LGTBIQ+ and trans people in particular, and the attacks on feminism have I think been a response to our success to the various ways we have fought against sexual violence. We ha fought for equal wages, we have fought to give women reproductive freedom; we have also fought for trans rights and for the rights of all people no matter how gender conforming or gender non conforming to walk on the street, to breathe easily in their worlds without fear of violence, without fear of stigmatization, without fear of discrimination.
So when people ask me ‘Oh, why be a feminist these days?’ Hasn’t everything been accomplished, that what feminism wants to achieve?’. I always, of course, say no. It can not be denied that women are disproportionally expose to violence and hunger. Than women are much more likely to be illiterate than men and to suffer with the thread and reality of sexual violence agains them more than most men do, not all men but most men. Similarly some have criticize the ecological movement, the movement against ecological destruction, the movement against extractivism as anti-market or as exaggerated or perhaps as naive. And yet the various movements that seek to save our planet from environmental destruction, especially those driven by youth have become indisputably urgent. If we can not save the Earth from destruction, then we loose the conditions we required to live, to love, to struggle for justice, freedom and equality. So I bring up the environmental movement because I believe that all social movements, including feminism, depends upon the movement to combat climate change and the destruction of habitats an ecosystems throughout the world. If we can not be sustained by the planet, if we can not sustain the planet, we will not have our struggles for justice, for equality and for freedom.
And of course feminism is a strong movement, it’s an incredible movement. But I think we also have to ask: Is it a movement that is just for women? Or is it a movement to change the landscape of our gendered world, that is, to battle all forms of gender discrimination, including the discrimination against women? And I say this because it’s very important to remember that feminism has always been involved in thinking about gender as a political category and as an historical category. In other words, what it meant to be a women in 1910 is very different from what it means to be a woman now and that depends on time and place, culture and language. But we track the shifts in the meaning of what it is to become or to be a woman. We are aware that women were not suitable for academic life at one point in time, and yet they are now exactly suitable and in fact in leadership positions everywhere. What has happened? The social category, the historical category of woman has change so did it permits different meanings than what it permitted in the past.
So we have depended on gender being an open category, subject to redefinition, which is why trans women are also women, they belong to the category of women, they must belong. And those who have assumed that women are only those assigned female at birth, who live out their social and historical life as women, that they are the only women I thing they close the category instead of opening it into something that might be hospitable, generous, capacious, open to the future meanings of what gender can be.
I want also to say this, that, perhaps as we think about interdependency, we think about the open and historical shifting character of the category of women, that we also ask ourselves what kind of idea of solidarity is implied by the concept of feminism. For instance, we say and we are right to say that feminism is a social movement and feminist theory is an academic inquiry: the two are linked but not exactly the same. But when we talk about feminism that of course includes the insistence that the women’s lives have dignity and that trans lives bear dignity. That violence on the streets or in the home, from internet men o strangers or even from women or the police is a radical injustice and must be opposed.
Feminism is, in my view, not just a movement for women but for all those who wants to live in a world of radical equality, where we saver the interdependent character of our lives. And that means changing life in the family, the workplace, the street, the factory, the field and the square. Although we are told by some that the feminist movement will destroy civilization or the family or culture as we know it, we know that is not a fair conclusion. To demand the transformation of all these sites of living, the house, the street, the place of employment, to demand that change so that all of these sites, these institutions, embodied principles of radical equality, to do that we need to seek to support a wide number of social movement and to show them that it is in their interest to accept the equality of women, the openness of gender and the interdependency of our lives.
So here I would just want to say that academic work is also important, as we think about these concepts. When we say we are against violence, we also need to be able to say what is violence, where do we find it, what form does it takes, is it always physical, can it be symbolic, can it be linguistic. When we say we are for gender justice, do we have a concept of justice from what texts from what social movements from what histories do we derive our idea of justice. And when we think about equality, are we thinking about the equality of every individual to one another or are we perhaps saying that we are equally dependent upon each other, that we are equally interdependent. That we are in fact characterized by our dependency of a wide range of life systems, environments and ecologies without which our live would not be possible. Perhaps now is the time of rethink equality in terms of these fundamental relations. What does it means not to have access to food or air, good air, or health conditions that are livable and that support people specially in times of pandemic. We’ve seen how social inequality works to distribute the fundamentals of live unequally. But what that tells us is that we are all equally dependen on those requirements for life and that we need to think about ourselves not as abstract individuals but as embodied creatures who require each other and to flourish most clearly under a conditions of equality.
So to my critics or my skeptics who say why still feminism, why feminism now. Well, as we know, the struggle is not over. Literacy, I mentioned; violence, discrimination, poverty, right to health care, political rights including reproductive freedom… In order for us to struggle we must ask ourselves what kind of power do we wield, what kind of power do we want. Well, I would suggest perhaps reflecting briefly on the work of Ni una menos, the work of Veronica Gago in particular, on the concept of feminist potencia. Potencia in Spanish is not the same as potential in English. It is a difficult word to translate. It is movement, it is force, it is collectivity, and when we speak about potential we are dealing with a form of power, or perhaps a form of counter-power, that is a process, one that does not come to and end, through a specific realization of its aims in a time o place; it is an open ending process and as an open ended process it is also, potencia, of form of desire. A form of desire, yes, but also a form of thought that is linked to the body, to desire, to bodies in the colectivity. One could say, ‘oh, it is a life force’. But maybe it is a force that emerges between bodies or in the middle of collectivities, as we act together. We might think ‘oh, we need to have a force in order to act. We need to have power in order to act’. But sometimes in the very a process of collective action we fin our force or we produce it for one another. It is created by bodies as they act together. This is why Gago writes that desire is a force and already a form of power, one that is generally not included in the typologies of power that we learn in political science classes, but that can change. That can change.
I want also to suggest that what many Latin American feminist movement have taught the north, and taught Europe and other countries as we watch you, and your powerful, powerful movements, is that a feminist movement needs to be linked to the struggle against colonialism and continuing colonial power. It needs to be linked to the struggle against old and new forms of dispossession including colonial extractivism, the displacement of indigenous people and the extraction of minerals for the marketplace at the expense of the Earth. So I would suggest that we also, as a feminist movement, must be concerned about labour unions or to have our place in those unions or to produce forms of solidarity and collectivity that can struggle to make sure women are protected on the jobs that they have rights and entitlements including the pension and that their health is protected and that they themselves are paid equally to men. And of course that both men and women make a livable wage. It won’t do to be paid equally to men if nobody is making a good wage. It must be a livable wage.
I want to suggest maybe that as feminism becomes involved in the critique of neoliberalism, the long and violent history of colonial dispossession, patriarchy forms of state terrorism, the present industrial complex, as feminism seeks to care for precarious workers and the indigenous, that all of these means that feminism is a way of linking with other groups or showing that those links and those relationships are essential to what it is. It’s not that feminism is over here and then there is labour rights, and then there is the critique and opposition of continuing colonial violence, it is rather that the links between among all of those movements is feminism. FEMINISM IS A THEORY OF SOLIDARITY AND I WOULD SUGGEST ALONG WITH NI UNA MENOS A PRACTICE OF SOLIDARITY.
Now of course we don’t say the entire left is feminism, and yet feminism must be part of the left for the left to be legitimate. The left that rejects feminism is not legitimate. Feminism must be there. How must if be there? Just represented as a single identity category or group among groups or is it a movement that has the power to illuminate our interdependency and formulate a practice of solidarity among groups? So this is where I believe that the concept of interdependency can lead to an understanding of feminism as a theory and practice of solidarity and can also brings us to understand how feminism works throughout the left.
Finally, I would just say that, you know, it has always been the task of women to mourn. After war, women mourn; after the horrible dictatorships and the terrible killing, women mourn; as far back as Greek tragedy it is women who are mourning. But I don’t believe that it is the natural task of women to mourn. I think that we all, all of us, regardless of gender, must learn to practice a certain kind of mourning. In the United States when the Black Lives Matter movement became so visible and so powerful, over the summer months, we saw that everyone on the street was mourning, because black lives should not be destroyed so quickly and so brutally by the police. We also saw that all of those who were mourning were also demanding justice. So then the question for us, for feminist, for feminist theory, is what is the relation between mourning and justice. How is it that when we know what we have lost, and we know that we are not to have lost it, that is was unjust that it was lost, that our ideas of justice can move from there, can emerge from there, because, why, because a just world would be a world in which all lives will be considered equally valuable, the lost of any life through police violence would be absolutely unacceptable and that that radical equality of the living will be expressed both in our mourning and in our calls to justice.
Son dos casos que van a ejercer de hitos en la historia del tratamiento judicial y mediático de la violencia machista. En 1997, Ana Orantes acudió a la televisión a contar que, durante cuatro décadas de matrimonio, había sido maltratada por su marido con puntual regularidad: la agarraba del pelo para estrellarla contra una pared, le propinaba patadas en el estómago, puñetazos, puntapiés, bofetones, trataba de estrangularla y hasta llegaba a sentarla en una silla para sacudirle con un palo. Sus ocho hijos sobrevivientes, tres mujeres y cinco varones, crecieron entre hostigamientos, desprecios, palizas, tocamientos e intentos de agresión sexual. El menor de todos los hermanos intentó tirarse por la ventana cuando tenía 7 años.
Cuando su marido estallaba en cólera, Ana Orantes cogía a sus hijos y salía corriendo de casa sin destino conocido: nadie quería acogerlos pese a la violencia de aquel (o quizá debido precisamente a ella). Ni siquiera sus propios parientes les daban cobijo, optando también por no interferir en el problema. Alrededor de 1972, Orantes decidió querellarse contra su marido: quince veces se presentó en el cuartelillo. «Esas son peleas normales en la familia», le decían los agentes de la Guardia Civil que la atendían. Tras la aprobación de la ley del divorcio, trató de separarse en varias ocasiones, hasta que en 1996, lo logró.
¿Por qué fue a televisión a contar la mala vida que seguía sufriendo, ya que su ex marido vivía en la misma casa que ella y la persecución y los insultos continuaban? Años después de su asesinato, su hija Raquel contó que vio la oportunidad de desahogarse, de tener un altavoz en el que contar el sufrimiento que en ese momento solo conocían ella misma y sus hijos. En realidad lo conocían todos, todo su pueblo, toda su familia, las fuerzas del orden y el juez de paz, pero no lo reconocían. El 17 de diciembre, pocos días después de que el mundo se enterara del martirio al que había sido sometida, su ex marido acuchilló, la roció de gasolina y la quemó viva. Según dijeron algunos testigos, le indignó que Ana contara que había mantenido económicamente a la familia gracias a su tienda de comestibles.
«Nos preocupa que los estereotipos y prejuicios de género así como la ausencia de una perspectiva de género y de un análisis interseccional de la discriminación contra la mujer obstaculicen el acceso a la justicia por parte de las mujeres y niñas víctimas de delitos sexuales, impidiéndoles obtener un recurso efectivo». Dubravka Šimonovic, relatora especial sobre la violencia contra la mujer de Naciones Unidas, y Elizabeth Broderick, presidenta-relatora del grupo de trabajo sobre la discriminación contra las mujeres y las niñas de la misma institución, en carta al Gobierno de España,
¿Por qué ha acudido Rocío Carrasco a la televisión para contar, también, su caso de violencia machista? Lo ha confesado ella misma: por una necesidad de reconocimiento a su maltrato. Ni la sociedad ni las instancias judiciales ni gran parte de su propia familia han dado credibilidad a su relato de violencia. La denegación de reconocimiento por parte de los jueces no significa que no sea víctima de malos tratos, sino que estos no han sido probados. A los efectos de la calle, sin embargo, la conclusión que se sigue de una sentencia así es que ha acusado indebidamente un hombre inocente. Por tanto, miente. Se constata el relato de la parte contraria: que es mala, mala madre, mala mujer.
La declaración de Rocío Carrasco ante el juez ha sido central, como lo suele ser la de las víctimas de violencia machista, una violencia que se producen en la intimidad del hogar. De hecho, muchas veces su testimonio es la única prueba de cargo, de forma que las mujeres sobrellevan el doble papel de testigos y víctimas. Precisamente por esta doble condición, varios jueces se han pedido un estatuto jurídico específico, con distinciones respecto al testigo en sentido estricto en cuanto al deber y dispensa de declarar, entre otras cuestiones. Se trata de reclamar, un sistema probatorio que se adapte a las particularidades de los delitos relacionados con la violencia de género. De momento, solo se ha conseguido un plus de consideración para la víctima-testigo que se traduce en el que pueda declarar acompañada, pero sin ningún reflejo en sus derecho procesales.
Hasta marzo de 2019, las declaraciones de las víctimas que se presentaban como única prueba de cargo en un proceso penal de violencia de género eran examinadas en función de tres parámetros: falta de credibilidad intersubjetiva (por características físicas o psíquicas, dependencias de alcohol o estupefacientes, móviles espurios…); verosimilitud del testimonio (que sea lógico y coherente) y persistencia en la incriminación (que el testimonio sea detallado, consistente y no se contradiga, dentro de los límites de la afectación psicológica que sufren las víctimas). Sin embargo, la sentencia 119/2019 del 6 de marzo del Tribunal Supremo sienta una nueva jurisprudencia que cambia las reglas de consideración judicial de estos testimonios. Desde entonces, el juez ha de considerar los siguientes factores:
Seguridad en la declaración ante el Tribunal
Concreción en el relato de los hechos ocurridos objeto de la causa
Claridad expositiva ante el Tribunal
Lenguaje gestual de convicción. Este elemento es de gran importancia y se caracteriza por la forma en que la víctima se expresa desde el punto de vista de los “gestos” con los que se acompaña en su declaración ante el Tribunal
Seriedad expositiva que aleja la creencia del Tribunal de unrelato figurado, con fabulaciones, o poco creíble
Expresividad descriptiva en el relato de los hechos ocurridos
Ausencia de contradicciones y concordancia del iter relatado de los hechos
Ausencia de lagunas en el relato de exposición que pueda llevar a dudas de su credibilidad
La declaración no debe ser fragmentada
Debe desprenderse un relato íntegro de los hechos y no fraccionado acerca de lo que le interese declarar y ocultar lo que le beneficie acerca de lo ocurrido
Debe contar tanto lo que a ella y su posición beneficia como lo que le perjudica
Alicia González Monje, profesora Ayudante de Derecho Procesal en la Universidad de Salamanca, ha investigado cómo ha impactado en las víctimas la nueva jurisprudencia que el Tribunal Supremo dispone en su sentencia 119/2019 de 6 de marzo. Para no extendernos, esto es lo que escribe en las conclusiones de su artículo «La declaración de la víctima de violencia de género como única prueba de cargo: últimas tendencias jurisprudenciales en España», publicado en la Revista Brasileña de Derecho Procesal Penal, en diciembre de 2020.
«Por lo que respecta específicamente a la víctima de un delito de violencia de género, a nuestro juicio, estos criterios colocan a la misma en una posición aún más difícil de la que ya de por sí tiene en el proceso penal. Pensamos en aquella mujer que ha sufrido malos tratos a manos de su pareja o ex pareja, y a la que ahora no le bastará con relatar lo ocurrido ante la autoridad judicial, sino que además, por mor de la mencionada sentencia, deberá hacerlo de una determinada manera para resultar creíble.
En definitiva, consideramos que el Tribunal Supremo español ha caído en el propio estereotipo que pretende evitar. Entendemos que los factores señalados no responden más que a lo que se espera de una mujer víctima de violencia de género, conformando así un estereotipo en sí mismo, obviando las peculiares características que concurren en este tipo de delitos, y que llevan a que las respuestas que dan las víctimas de los mismos no sean las que pudieran esperarse en la víctima de cualquier otro delito. Lo normal es que la víctima de violencia de género se sienta insegura y nerviosa al narrar los hechos; no sólo por la presencia, en la mayoría de los casos, del maltratador en la misma sala, sino por otros factores de sentido común, como la incertidumbre de ser creída, el hecho de llevar hasta la justicia al padre de sus hijos, o al hombre que ha amado y con el que ha compartido su vida, el tener que contar ante unos extraños detalles íntimos de su relación, etc.
Los operadores jurídicos que trabajan y han trabajado en el campo de la violencia de género saben lo complicado que es conseguir que la víctima reviva lo sucedido en el acto del juicio, que se mantenga firme en su decisión de declarar, como para ahora tener que “instruirla” sobre una forma de contarlo o sobre los gestos que debe o no debe hacer para resultar creíble.
Sin duda, los parámetros introducidos por la sentencia del Tribunal Supremo 119/2019, de 6 de marzo, facilitan la labor del juzgador en la valoración de la declaración de las víctimas, pero también es cierto que colocan a estas en una incómoda posición al percibir que su declaración ha de alcanzar determinados estándares para resultar creíble, un temor, por otro lado, muy generalizado en la práctica entre las víctimas de violencia de género.
Tenemos que tener en cuenta que, si elevamos la presión sobre la víctima de violencia de género o, más concretamente, si la víctima percibe una mayor dificultad en la posición que ocupa en el proceso penal, habremos emprendido el camino contrario a su necesario empoderamiento, el cual se evidencia como imprescindible para conseguir que se mantenga en el proceso y que el mismo concluya con una sentencia condenatoria».
Las víctimas deben, hoy más que nunca, performar a una víctima-tipo. Si esto no se consigue, si el testimonio no se hace valer, se desvanece el reconocimiento y la legitimidad, un aspecto que forma parte de la reparación que merecen todas las víctimas. En el documento «Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones», la Oficina del Alto Comisionado en Derechos Humanos de las Naciones Unidas cita la necesidad de «una disculpa pública que incluya el reconocimiento de los hechos y la aceptación de responsabilidades» en los procesos de reparación de las víctimas. En la guía «Actuaciones locales para la reparación para las víctimas de violencia machista» de Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer y EUDEL-Asociación de Municipios Vascos, se explica que el derecho que tienen las víctimas-supervivientes de la violencia machista a contar con el apoyo y la atención integral de la administración pública incluye, al menos:
Una indemnización proporcionada en un plazo razonable por los daños y perjuicios económicamente evaluables.
El reconocimiento de la verdad o satisfacción, mediante acciones públicas de rechazo a la violencia y dando reconocimiento y voz a las supervivientes.
La garantía de no repetición, poniendo la atención en quien ha causado el daño.
Y eso es lo que buscan las mujeres que van a la televisión a contar sus casos de violencia machista.
Pese a campañas en #Nosinmujeres que denuncian una y otra vez las iniciativas que cuentan únicamente con hombres, una expulsión de la autoridad que redunda en la desautorización de todas, las machoactividades continúan. La última, además, con twist de guión lamentable. La Fundación La Caixa ha abierto su ciclo «Jóvenes Precarios» en el Palacio de Macaya con un machopanel de libro: Francesc Torralba, filósofo, teólogo y coordinación de todo; Miquel Seguró, filósofo y escritor; Antonio Gómez, profesor de Filosofía de la UB y de la UAB (qué decepción ver a esta persona en un embolado macho, la verdad) y Oriol Pujol Humet, director general de la Fundación Pere Tarrés. Pero esto no es todo. Por si a alguien extrañaba tanto señor junto, se solventó la cuestión femenina con una idea genial: invitar a dos estudiantes mujeres. Qué mejor que mujeres para hablar de la experiencia personal de la vida privada. Qué mejor que hombres para dotar todo eso de un marco analítico adecuado.
Este tirarse la pelota los unos a los otros, este admirarse y regodearse en sus discursos machoncentrados sin que una mínima diferencia venga a poner un pero a sus análisis, me ha recordado a un párrafo genial de ‘El infinito en un junto’, el homenaje al libro y la lectura de Irene Vallejo, que os invito a copiar y pegar en los anuncios de las redes sociales de los machopaneles que nos invaden. Trata sobre la pederastia como facilitadora del aprendizaje y la transmisión de conocimientos en la Grecia antigua.
“El alfabeto empezó a echar raíces en un mundo de guerreros. Solo recibían enseanza –militar, deportiva y musical– los hijos de la aristocracia. Durante la niñez, les educaban sus ayos en palacio. Cuando llegaban a la adolescencia, entre los 13 y los 18 años, aprendían el arte de la guerra de sus amantes adultos –la pederastia griega tenía una función pedagógica–. Aquella sociedad consentía el mor entre los combatientes maduros y sus jóvenes elegidos, siempre de alto rango. Los griegos creían que la tensión erótica incrementaba el valor de ambos: el guerrero veterano deseaba brillar ante su joven favorito, y el amado intentaba estar a la altura del prestigioso guerrero que lo había seducido. Con las mujeres relegadas a los gineceos, las ciudades-estado eran clubs de hombres que se observan unos a otros, emulándose y enamorándose, obsesionados por el heroísmo bélico”.
¿Podemos afirmar que en las reuniones de hombres sabios late una pulsión homoerótica que arraiga en la génesis misma de la cultura europea? En otras palabras: ¿son los machopaneles una sublimación de lo más oportuna del deseo de los unos por los otros? ¿Son sus competitivas discusiones y aceradas críticas una versión discursiva de aquel tomase la medida en el sexo y en la guerra? Cuando estos hombres conferenciantes se riegan con sus sabios discursos, ¿se están rozando, tocando, follando? A ver si estos señores con ‘autoritas’ han encontrado una vía de salida a la heteronorma del falologocentrismo en su día a día laboral, y no tienen que limitarse al carrusel deportivo…
En fin, podemos llevar la cuestión de los machofestivales y las machoactividades hasta la caricatura. Sin embargo, algo en la órbita del deseo resuena en esas reuniones de catedráticos, filósofos, profesores, sabios, genios, conferenciantes, artistas todos hombres, cuando ninguno se extraña de la ausencia de catedráticas, filósofas, profesoras, sabias, genios, conferenciantes, artistas mujeres. ¿Y si esta cerrazón a la entrada de mujeres entroncara, además, con un deseo erótico de lo mismo? A nadie que se dedique a la teoría se le escapa que existe un orden erótico del saber y hasta cierto fetichismo.
Safo, imaginada por el pintor inglés Simeon Solomon.
Podemos dejarlo todo en sospecha, aunque sospecho que habrá líneas y libros aclarando todo este asunto. O, mejor, al albur del paradigma indicial. Se trata de una maravilla epistemológica que encuentro en ‘El círculo secreto del Estado’, el libro de Luciana Cadahia. El paradigma indicial es defendido por el historiador Carlos Ginzburg como «un método interpretativo basado en lo secundario, en los datos marginales considerados reveladores». Atención, porque se trata de un método basado en los hallazgos del investigador del arte Giovanni Morelli que también inspiraron la teoría psicoanalítica de Freud, con lo que de alguna manera la cosa del falo y del deseo sigue anudándose. Escribe Luciana Cadahia:
«Podríamos decir que tanto en Morelli como en Freud y [Conan] Doyle –a través de su personaje Sherlock Holmes– habría una desconfianza en cómo se nos presentan las cosas, la sospecha de que la legibilidad de lo dado encierra una serie de aspectos que tienden a torcer su armonía y apuntar hacia algo distinto, algo que no se deja asir fácilmente y que pareciera cobrar fuerza con su propia ausencia. (…) A diferencia del paradigma positivista, donde las cosas son lo que son y cada objeto coincidiría consigo mismo en un juego de verdad por correspondencia, el paradigma indiciario pareciera sugerirnos que las cosas no son lo que son, la cosa no puede coincidir consigo misma porque la realidad se encuentra estructurada metonímicamente. Y solo podemos referirnos a ella a través de sus efectos: los síntomas, los indicios, las huellas».
Safo, imaginada por Auguste Charles Mengin en 1877.
Por suerte, tenemos huellas de una alternativa a la elevación de la violencia y la muerte a través del sexo que establecían los hombres-guerreros en la Grecia arcaica. Tenemos a Safo, la poeta insólita que le dio la espalda a este arraigo de la cultura bélica en el máximo placer. La poeta de Mitilene, admirada por Platón, Ovidio y Horacio, detestada por Aristóteles y los Padres de la Iglesia, se atrevió a contradecir a la ‘Iliada’ y su épica heroica en este poema reconstruido por Anne Carson en ‘Si no, el invierno’ (Ed. Vaso Roto). No, lo más bello no es lo militar, sino lo que cada cual ama. Como he robado la traducción de Carson de una lectura de Aurora Luque, no puedo colocar los corchetes que indican la fragmentación. Aquí se puede escuchar la charla de Aurora sobre Safo y su lectura de este poema como acaso el primer poema pacifista de la historia.
Unos hombres dicen que una tropa a caballo
Y unos hombres dicen que una tropa de a pie
Y unos hombres dicen que una escuadra de naves
Es la cosa más bella
Sobre la negra tierra
Más yo digo que es lo que tú amas
Bien fácil es hacerlo comprensible por todos
Porque ella, que a todo ser humano sobrepasó en belleza
Helena
Dejó a su bello esposo atrás
Y marchó en barco a Troya
No tuvo un pensamiento ni para hijos ni para amados padres, no
La descarrió
Porque, levemente, me hizo recordar ahora, a Anactoria, que ya no está
Preferiría ver su deseable andar y el juego de la luz sobre su rostro
Antes que carros livios o filas de soldados con ganas de guerrear
De todo lo que me ha enseñado el feminismo, me ha sorprendido muchísimo descubrir o, más bien, darme cuenta de que cuando hablamos, siempre hablamos del cuerpo. De un cuerpo situado en una edad, una raza, un género, un sexo, una clase, una ciudad, una nacionalidad, una capacitación, una ideología, una subjetividad, una sensibilidad, unos deseos… Incluso en el discurso más abstracto y descorporeizado que podamos imaginar, el de las matemáticas, el de los derechos humanos, el de las cláusulas de apertura de una cuenta bancaria, toparemos con un cuerpo de por medio. En realidad, con una serie de cuerpos que se topan entre sí produciendo las relaciones mismas en las que, precisamente, nos hacemos cuerpo. Surgimos en el fenómeno, como nos explica Karen Barad.
Más acá de estas cuestiones de ético-onto-epistemología (porque, como dice Donna Haraway, “importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué historias crean mundos, qué mundos crean historias”), el cuerpo es nuestro medio de vida. Tanto, que prácticas repetitivas como la profesión nos van disciplinando el cuerpo, desgastándolo tanto como la vida misma. Nuestra cultura, eso sí, impone una consideración distinta de las prácticas de trabajo en función de qué parte del cuerpo sea inequívocamente necesaria para la acción. Ahora mismo, vemos cómo trabajos artesanos que antaño apenas eran valorados se consideran (se pagan) cada vez más, sobre todo si entran en la cadena de valor del mercado neoliberal. El uso de las manos está al alza. Sin embargo, el trabajo cognitivo de los periodistas se paga a un precio ínfimo, síntoma de que el saber técnico del periodismo está dejando de ser útil a la sociedad. El uso del cerebro se va a resentir con la llegada de la inteligencia artificial, al menos en sus tareas más previsibles. Sin embargo, en Japón ya se paga más de 125 euros por una hora de conversación.
El prestigio o desprestigio del cuerpo varía en función de qué uso le demos, eso es algo que vemos claramente en el trabajo sexual/prostitución. Su desprestigio es una constante desde el mundo griego y desde entonces viene funcionando una jerarquía que abarca desde las ‘pornai’ esclavizadas por un ‘pornoboscós’ o proxeneta hasta las cultas e independientes ‘heteras’ como Aspasia, muy cercanas a la figura de la geisha o de ciertas escorts de lujo que acompañan hoy a los más ricos. Se percibe, sin embargo, cierto movimiento en la consideración social de la prostitución/trabajo sexual en una doble dirección. Por abajo, por así decirlo, la organización sindical de la prostitución sitúa esta manera de ganarse la vida como una cuestión política, que se considera dentro del mismo marco liberal de autodeterminación que rige, por ejemplo, en el feminismo continental. La libertad para vivir del cuerpo en esta modalidad es un argumento principal, pero también otras consideraciones sociales como la falta de derechos o la relación de la prostitución con la Ley de Extranjería, como mecanismo de producción de cuerpos disponibles para los trabajos más forzados.
El debate entre Sócrates y Aspasia, de Nicolas André Monsiaux.
Por arriba, lo que parece producirse es una glamurización de la prostitución a través de uno de los canales masivos de producción de consenso cultural que aún tenemos en pie: la televisión. No me refiero a películas y series, aunque algo tiene que ver en todo esto que la ficción nos plantee tan insistentemente pensar sobre el asunto con productos más o menos estetizados (Harlots, The Deuce, The Girlfriend Experience, La Veneno o Secret Diary of a Call Girl, que yo recuerde). Me refiero a Telecinco, donde cada vez más insistentemente se cuenta con escorts como personajes de reality y se habla del trabajo sexual abiertamentey sin recurrir muchas veces al marco moralizante automatizado. También en espacios de prestigio audiovisual (?) como ‘La Resistencia’ hemos visto a escorts, hombres y mujeres. La televisión da entrada no a la prostituta de calle o proletaria, pero sí a la escort súper producida (siliconas, bótox, extensiones) con clientes en, por ejemplo, Dubai. Otro estrato de esta glamurización de la prostitución se realiza a través del fetichismo tecnológico: ahí está toda esa fuerza de trabajo corporal que se despliega en la plataforma Only Fans, mínimamente desprestigiada y máximamente publicitada.
El mecanismo capitalista de la glamurización, con ayuda de la magia digital, es capaz de prestigiar las expresiones lujosas de la prostitución y convertirlas en objetivo de lo aspiracional, como un trabajo que sí premia directamente la dedicación a las placenteras tecnologías de la belleza y el culto al cuerpo que tanto se han democratizado. Estaríamos ante un mercado de trabajo que gira en torno a un determinado tipo de cuerpo, demandado por igual en las redes sociales, los programas de Telecinco, los ‘reality shows’, los bolos de las discotecas, Only Fans y, seguramente, muchísimos negocios que busquen este tipo de reclamo. Este cuerpo, caracterizado por una exacerbación de los caracteres sexuales secundarios en hombres y mujeres, era una excepción en el espacio ‘mainstream’ hace un par de décadas, cuando Yola Berrocal era observada como una extravagancia o un fenómeno friki.
Podemos comprobar fácilmente la potencia de este mecanismo capitalista de la glamurización con acento ‘tech’ en el mundo de las influencers, una figura en principio denostada (recordemos: en 2007 era vulgares ‘mujeres anuncio’) que en tiempo récord se ha reposicionado como relevo de las actrices y famosas en el mundo de la publicidad y la moda. Fijémonos, por ejemplo, en María Pombo y su reciente maternidad, convertida en contenido mercantil en su perfil de Instagram, a través de una serie de publicaciones y vídeos que han rebasado los límites fijados hasta la fecha para la exhibición de la circunstancia postparto. El momento íntimo del encuentro entre madre y bebé, antaño fotografiado por las revistas en un posado calculado, se transforma hoy en un elemento más del show que no termina jamás. No llega a mostrar el parto como hicieron varias Kardashians, pero difunde unas escenas íntimas que cuesta contemplar en un espacio comercial. Estaríamos ante una exhibición de la intimidad que podría entrar en el territorio pornográfico de Only Fans, un tipo de porno en el que la contraparte masculina duerme en un sofá al fondo mientras la madre desgrana su felicidad con niño en pantalla. Mientras, los regalos de las marcas esperan su ‘unboxing’ en casa.
Paradójicamente, una mujer que debe entregar su cuerpo y su bebé al consumo de contenidos online disfruta de un prestigio considerable en nuestra sociedad, hasta el punto de figurar en la gama alta de las revistas que comercializan con la ideología de género, como ‘Hola’ o ‘Telva’. Sin embargo, la posición de María Pombo y otras influencers no es tan distante de las desprestigiadas ‘cam girls’ que se dejan ver previo pago. Pensemos en cuál es la visibilidad de mujeres jóvenes con fortuna y apellido que también salen en ‘Hola’ o ‘Telva’: ¿qué sabemos de Ana Cristina Portillo Domecq, Victoria López-Quesada y de Borbón o Isabella Ruiz de Rato? Cuanta menos visibilidad o más anonimato, mayor poder. Pareciera como si el prestigio aspiracional y la popularidad de las mujeres no tuviera ya que ver con méritos dignos de universalizarse, sino que funcionan como factores llamados a disciplinar la entrada del cuerpo femenino en el mercado de los contenidos virales. Cuantos más, mejor.
A la vista de lo que está sucediendo en los perfiles de Instagram y TikTok de algunas de estas mujeres, la aparición anual de Cristina Pedroche al frente de las campanadas sin vestido resulta ya viejísima. Como un resabio extemporáneo de aquel “¡que vienen las suecas!” que hacía arremolinarse a los señores españoles frente a los biquinis de las rubias veraneantes en el final del franquismo. De tan siglo XX, hasta resulta enternecedor. Quién pillara el destape. Lo de ahora es infinitamente más perverso.