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Por qué las víctimas de violencia machista, de Ana Orantes a Rocío Carrasco, van a la televisión
Son dos casos que van a ejercer de hitos en la historia del tratamiento judicial y mediático de la violencia machista. En 1997, Ana Orantes acudió a la televisión a contar que, durante cuatro décadas de matrimonio, había sido maltratada por su marido con puntual regularidad: la agarraba del pelo para estrellarla contra una pared, le propinaba patadas en el estómago, puñetazos, puntapiés, bofetones, trataba de estrangularla y hasta llegaba a sentarla en una silla para sacudirle con un palo. Sus ocho hijos sobrevivientes, tres mujeres y cinco varones, crecieron entre hostigamientos, desprecios, palizas, tocamientos e intentos de agresión sexual. El menor de todos los hermanos intentó tirarse por la ventana cuando tenía 7 años.
Cuando su marido estallaba en cólera, Ana Orantes cogía a sus hijos y salía corriendo de casa sin destino conocido: nadie quería acogerlos pese a la violencia de aquel (o quizá debido precisamente a ella). Ni siquiera sus propios parientes les daban cobijo, optando también por no interferir en el problema. Alrededor de 1972, Orantes decidió querellarse contra su marido: quince veces se presentó en el cuartelillo. «Esas son peleas normales en la familia», le decían los agentes de la Guardia Civil que la atendían. Tras la aprobación de la ley del divorcio, trató de separarse en varias ocasiones, hasta que en 1996, lo logró.

¿Por qué fue a televisión a contar la mala vida que seguía sufriendo, ya que su ex marido vivía en la misma casa que ella y la persecución y los insultos continuaban? Años después de su asesinato, su hija Raquel contó que vio la oportunidad de desahogarse, de tener un altavoz en el que contar el sufrimiento que en ese momento solo conocían ella misma y sus hijos. En realidad lo conocían todos, todo su pueblo, toda su familia, las fuerzas del orden y el juez de paz, pero no lo reconocían. El 17 de diciembre, pocos días después de que el mundo se enterara del martirio al que había sido sometida, su ex marido acuchilló, la roció de gasolina y la quemó viva. Según dijeron algunos testigos, le indignó que Ana contara que había mantenido económicamente a la familia gracias a su tienda de comestibles.
«Nos preocupa que los estereotipos y prejuicios de género así como la ausencia de una perspectiva de género y de un análisis interseccional de la discriminación contra la mujer obstaculicen el acceso a la justicia por parte de las mujeres y niñas víctimas de delitos sexuales, impidiéndoles obtener un recurso efectivo». Dubravka Šimonovic, relatora especial sobre la violencia contra la mujer de Naciones Unidas, y Elizabeth Broderick, presidenta-relatora del grupo de trabajo sobre la discriminación contra las mujeres y las niñas de la misma institución, en carta al Gobierno de España,
¿Por qué ha acudido Rocío Carrasco a la televisión para contar, también, su caso de violencia machista? Lo ha confesado ella misma: por una necesidad de reconocimiento a su maltrato. Ni la sociedad ni las instancias judiciales ni gran parte de su propia familia han dado credibilidad a su relato de violencia. La denegación de reconocimiento por parte de los jueces no significa que no sea víctima de malos tratos, sino que estos no han sido probados. A los efectos de la calle, sin embargo, la conclusión que se sigue de una sentencia así es que ha acusado indebidamente un hombre inocente. Por tanto, miente. Se constata el relato de la parte contraria: que es mala, mala madre, mala mujer.
La declaración de Rocío Carrasco ante el juez ha sido central, como lo suele ser la de las víctimas de violencia machista, una violencia que se producen en la intimidad del hogar. De hecho, muchas veces su testimonio es la única prueba de cargo, de forma que las mujeres sobrellevan el doble papel de testigos y víctimas. Precisamente por esta doble condición, varios jueces se han pedido un estatuto jurídico específico, con distinciones respecto al testigo en sentido estricto en cuanto al deber y dispensa de declarar, entre otras cuestiones. Se trata de reclamar, un sistema probatorio que se adapte a las particularidades de los delitos relacionados con la violencia de género. De momento, solo se ha conseguido un plus de consideración para la víctima-testigo que se traduce en el que pueda declarar acompañada, pero sin ningún reflejo en sus derecho procesales.

Hasta marzo de 2019, las declaraciones de las víctimas que se presentaban como única prueba de cargo en un proceso penal de violencia de género eran examinadas en función de tres parámetros: falta de credibilidad intersubjetiva (por características físicas o psíquicas, dependencias de alcohol o estupefacientes, móviles espurios…); verosimilitud del testimonio (que sea lógico y coherente) y persistencia en la incriminación (que el testimonio sea detallado, consistente y no se contradiga, dentro de los límites de la afectación psicológica que sufren las víctimas). Sin embargo, la sentencia 119/2019 del 6 de marzo del Tribunal Supremo sienta una nueva jurisprudencia que cambia las reglas de consideración judicial de estos testimonios. Desde entonces, el juez ha de considerar los siguientes factores:
- Seguridad en la declaración ante el Tribunal
- Concreción en el relato de los hechos ocurridos objeto de la causa
- Claridad expositiva ante el Tribunal
- Lenguaje gestual de convicción. Este elemento es de gran importancia y se caracteriza por la forma en que la víctima se expresa desde el punto de vista de los “gestos” con los que se acompaña en su declaración ante el Tribunal
- Seriedad expositiva que aleja la creencia del Tribunal de unrelato figurado, con fabulaciones, o poco creíble
- Expresividad descriptiva en el relato de los hechos ocurridos
- Ausencia de contradicciones y concordancia del iter relatado de los hechos
- Ausencia de lagunas en el relato de exposición que pueda llevar a dudas de su credibilidad
- La declaración no debe ser fragmentada
- Debe desprenderse un relato íntegro de los hechos y no fraccionado acerca de lo que le interese declarar y ocultar lo que le beneficie acerca de lo ocurrido
- Debe contar tanto lo que a ella y su posición beneficia como lo que le perjudica
Alicia González Monje, profesora Ayudante de Derecho Procesal en la Universidad de Salamanca, ha investigado cómo ha impactado en las víctimas la nueva jurisprudencia que el Tribunal Supremo dispone en su sentencia 119/2019 de 6 de marzo. Para no extendernos, esto es lo que escribe en las conclusiones de su artículo «La declaración de la víctima de violencia de género como única prueba de cargo: últimas tendencias jurisprudenciales en España», publicado en la Revista Brasileña de Derecho Procesal Penal, en diciembre de 2020.
«Por lo que respecta específicamente a la víctima de un delito de violencia de género, a nuestro juicio, estos criterios colocan a la misma en una posición aún más difícil de la que ya de por sí tiene en el proceso penal. Pensamos en aquella mujer que ha sufrido malos tratos a manos de su pareja o ex pareja, y a la que ahora no le bastará con relatar lo ocurrido ante la autoridad judicial, sino que además, por mor de la mencionada sentencia, deberá hacerlo de una determinada manera para resultar creíble.
En definitiva, consideramos que el Tribunal Supremo español ha caído en el propio estereotipo que pretende evitar. Entendemos que los factores señalados no responden más que a lo que se espera de una mujer víctima de violencia de género, conformando así un estereotipo en sí mismo, obviando las peculiares características que concurren en este tipo de delitos, y que llevan a que las respuestas que dan las víctimas de los mismos no sean las que pudieran esperarse en la víctima de cualquier otro delito. Lo normal es que la víctima de violencia de género se sienta insegura y nerviosa al narrar los hechos; no sólo por la presencia, en la mayoría de los casos, del maltratador en la misma sala, sino por otros factores de sentido común, como la incertidumbre de ser creída, el hecho de llevar hasta la justicia al padre de sus hijos, o al hombre que ha amado y con el que ha compartido su vida, el tener que contar ante unos extraños detalles íntimos de su relación, etc.
Los operadores jurídicos que trabajan y han trabajado en el campo de la violencia de género saben lo complicado que es conseguir que la víctima reviva lo sucedido en el acto del juicio, que se mantenga firme en su decisión de declarar, como para ahora tener que “instruirla” sobre una forma de contarlo o sobre los gestos que debe o no debe hacer para resultar creíble.
Sin duda, los parámetros introducidos por la sentencia del Tribunal Supremo 119/2019, de 6 de marzo, facilitan la labor del juzgador en la valoración de la declaración de las víctimas, pero también es cierto que colocan a estas en una incómoda posición al percibir que su declaración ha de alcanzar determinados estándares para resultar creíble, un temor, por otro lado, muy generalizado en la práctica entre las víctimas de violencia de género.
Tenemos que tener en cuenta que, si elevamos la presión sobre la víctima de violencia de género o, más concretamente, si la víctima percibe una mayor dificultad en la posición que ocupa en el proceso penal, habremos emprendido el camino contrario a su necesario empoderamiento, el cual se evidencia como imprescindible para conseguir que se mantenga en el proceso y que el mismo concluya con una sentencia condenatoria».
Las víctimas deben, hoy más que nunca, performar a una víctima-tipo. Si esto no se consigue, si el testimonio no se hace valer, se desvanece el reconocimiento y la legitimidad, un aspecto que forma parte de la reparación que merecen todas las víctimas. En el documento «Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones», la Oficina del Alto Comisionado en Derechos Humanos de las Naciones Unidas cita la necesidad de «una disculpa pública que incluya el reconocimiento de los hechos y la aceptación de responsabilidades» en los procesos de reparación de las víctimas. En la guía «Actuaciones locales para la reparación para las víctimas de violencia machista» de Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer y EUDEL-Asociación de Municipios Vascos, se explica que el derecho que tienen las víctimas-supervivientes de la violencia machista a contar con el apoyo y la atención integral de la administración pública incluye, al menos:
- Una indemnización proporcionada en un plazo razonable por los daños y perjuicios económicamente evaluables.
- El reconocimiento de la verdad o satisfacción, mediante acciones públicas de rechazo a la violencia y dando reconocimiento y voz a las supervivientes.
- La garantía de no repetición, poniendo la atención en quien ha causado el daño.
Y eso es lo que buscan las mujeres que van a la televisión a contar sus casos de violencia machista.
Vivir del cuerpo (retomando a Cristina Pedroche y sumando a María Pombo)
De todo lo que me ha enseñado el feminismo, me ha sorprendido muchísimo descubrir o, más bien, darme cuenta de que cuando hablamos, siempre hablamos del cuerpo. De un cuerpo situado en una edad, una raza, un género, un sexo, una clase, una ciudad, una nacionalidad, una capacitación, una ideología, una subjetividad, una sensibilidad, unos deseos… Incluso en el discurso más abstracto y descorporeizado que podamos imaginar, el de las matemáticas, el de los derechos humanos, el de las cláusulas de apertura de una cuenta bancaria, toparemos con un cuerpo de por medio. En realidad, con una serie de cuerpos que se topan entre sí produciendo las relaciones mismas en las que, precisamente, nos hacemos cuerpo. Surgimos en el fenómeno, como nos explica Karen Barad.
Más acá de estas cuestiones de ético-onto-epistemología (porque, como dice Donna Haraway, “importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué historias crean mundos, qué mundos crean historias”), el cuerpo es nuestro medio de vida. Tanto, que prácticas repetitivas como la profesión nos van disciplinando el cuerpo, desgastándolo tanto como la vida misma. Nuestra cultura, eso sí, impone una consideración distinta de las prácticas de trabajo en función de qué parte del cuerpo sea inequívocamente necesaria para la acción. Ahora mismo, vemos cómo trabajos artesanos que antaño apenas eran valorados se consideran (se pagan) cada vez más, sobre todo si entran en la cadena de valor del mercado neoliberal. El uso de las manos está al alza. Sin embargo, el trabajo cognitivo de los periodistas se paga a un precio ínfimo, síntoma de que el saber técnico del periodismo está dejando de ser útil a la sociedad. El uso del cerebro se va a resentir con la llegada de la inteligencia artificial, al menos en sus tareas más previsibles. Sin embargo, en Japón ya se paga más de 125 euros por una hora de conversación.
El prestigio o desprestigio del cuerpo varía en función de qué uso le demos, eso es algo que vemos claramente en el trabajo sexual/prostitución. Su desprestigio es una constante desde el mundo griego y desde entonces viene funcionando una jerarquía que abarca desde las ‘pornai’ esclavizadas por un ‘pornoboscós’ o proxeneta hasta las cultas e independientes ‘heteras’ como Aspasia, muy cercanas a la figura de la geisha o de ciertas escorts de lujo que acompañan hoy a los más ricos. Se percibe, sin embargo, cierto movimiento en la consideración social de la prostitución/trabajo sexual en una doble dirección. Por abajo, por así decirlo, la organización sindical de la prostitución sitúa esta manera de ganarse la vida como una cuestión política, que se considera dentro del mismo marco liberal de autodeterminación que rige, por ejemplo, en el feminismo continental. La libertad para vivir del cuerpo en esta modalidad es un argumento principal, pero también otras consideraciones sociales como la falta de derechos o la relación de la prostitución con la Ley de Extranjería, como mecanismo de producción de cuerpos disponibles para los trabajos más forzados.
Por arriba, lo que parece producirse es una glamurización de la prostitución a través de uno de los canales masivos de producción de consenso cultural que aún tenemos en pie: la televisión. No me refiero a películas y series, aunque algo tiene que ver en todo esto que la ficción nos plantee tan insistentemente pensar sobre el asunto con productos más o menos estetizados (Harlots, The Deuce, The Girlfriend Experience, La Veneno o Secret Diary of a Call Girl, que yo recuerde). Me refiero a Telecinco, donde cada vez más insistentemente se cuenta con escorts como personajes de reality y se habla del trabajo sexual abiertamente y sin recurrir muchas veces al marco moralizante automatizado. También en espacios de prestigio audiovisual (?) como ‘La Resistencia’ hemos visto a escorts, hombres y mujeres. La televisión da entrada no a la prostituta de calle o proletaria, pero sí a la escort súper producida (siliconas, bótox, extensiones) con clientes en, por ejemplo, Dubai. Otro estrato de esta glamurización de la prostitución se realiza a través del fetichismo tecnológico: ahí está toda esa fuerza de trabajo corporal que se despliega en la plataforma Only Fans, mínimamente desprestigiada y máximamente publicitada.
El mecanismo capitalista de la glamurización, con ayuda de la magia digital, es capaz de prestigiar las expresiones lujosas de la prostitución y convertirlas en objetivo de lo aspiracional, como un trabajo que sí premia directamente la dedicación a las placenteras tecnologías de la belleza y el culto al cuerpo que tanto se han democratizado. Estaríamos ante un mercado de trabajo que gira en torno a un determinado tipo de cuerpo, demandado por igual en las redes sociales, los programas de Telecinco, los ‘reality shows’, los bolos de las discotecas, Only Fans y, seguramente, muchísimos negocios que busquen este tipo de reclamo. Este cuerpo, caracterizado por una exacerbación de los caracteres sexuales secundarios en hombres y mujeres, era una excepción en el espacio ‘mainstream’ hace un par de décadas, cuando Yola Berrocal era observada como una extravagancia o un fenómeno friki.
Podemos comprobar fácilmente la potencia de este mecanismo capitalista de la glamurización con acento ‘tech’ en el mundo de las influencers, una figura en principio denostada (recordemos: en 2007 era vulgares ‘mujeres anuncio’) que en tiempo récord se ha reposicionado como relevo de las actrices y famosas en el mundo de la publicidad y la moda. Fijémonos, por ejemplo, en María Pombo y su reciente maternidad, convertida en contenido mercantil en su perfil de Instagram, a través de una serie de publicaciones y vídeos que han rebasado los límites fijados hasta la fecha para la exhibición de la circunstancia postparto. El momento íntimo del encuentro entre madre y bebé, antaño fotografiado por las revistas en un posado calculado, se transforma hoy en un elemento más del show que no termina jamás. No llega a mostrar el parto como hicieron varias Kardashians, pero difunde unas escenas íntimas que cuesta contemplar en un espacio comercial. Estaríamos ante una exhibición de la intimidad que podría entrar en el territorio pornográfico de Only Fans, un tipo de porno en el que la contraparte masculina duerme en un sofá al fondo mientras la madre desgrana su felicidad con niño en pantalla. Mientras, los regalos de las marcas esperan su ‘unboxing’ en casa.
Paradójicamente, una mujer que debe entregar su cuerpo y su bebé al consumo de contenidos online disfruta de un prestigio considerable en nuestra sociedad, hasta el punto de figurar en la gama alta de las revistas que comercializan con la ideología de género, como ‘Hola’ o ‘Telva’. Sin embargo, la posición de María Pombo y otras influencers no es tan distante de las desprestigiadas ‘cam girls’ que se dejan ver previo pago. Pensemos en cuál es la visibilidad de mujeres jóvenes con fortuna y apellido que también salen en ‘Hola’ o ‘Telva’: ¿qué sabemos de Ana Cristina Portillo Domecq, Victoria López-Quesada y de Borbón o Isabella Ruiz de Rato? Cuanta menos visibilidad o más anonimato, mayor poder. Pareciera como si el prestigio aspiracional y la popularidad de las mujeres no tuviera ya que ver con méritos dignos de universalizarse, sino que funcionan como factores llamados a disciplinar la entrada del cuerpo femenino en el mercado de los contenidos virales. Cuantos más, mejor.
A la vista de lo que está sucediendo en los perfiles de Instagram y TikTok de algunas de estas mujeres, la aparición anual de Cristina Pedroche al frente de las campanadas sin vestido resulta ya viejísima. Como un resabio extemporáneo de aquel “¡que vienen las suecas!” que hacía arremolinarse a los señores españoles frente a los biquinis de las rubias veraneantes en el final del franquismo. De tan siglo XX, hasta resulta enternecedor. Quién pillara el destape. Lo de ahora es infinitamente más perverso.
Sobre el d(D)erecho
Adan y Eva reloaded
Dwayne ‘The Rock’ Johnson es el actor mejor pagado de Hollywood y también el que más gana en Instagram. De hecho, ha destronado a Kylie Jenner del número 1 de la lista con los más ricos de la red social que elabora Hopper HG: es la única persona del mundo que cobra más de 1 millón de dólares por post. El coste por post de Johnson ha incrementado su valor un 15% en el último año.
Anne Carson
[Una buena imagen para hablar de: el régimen de la sensibilidad, el deseo, el valor, la legitimidad, la masculinidad, la feminidad, la influencia, los modelos de conducta, la norma hegemónica, el consumo de uno mismo, la performance paródica del género, el paroxismo histérico del genero, los mecanismos compensatorios de las sociedades].
Tú chita
Sobre la epistemología del punto de vista y la captura del trabajo como sentido de la vida en la subjetividad burguesa
Semana Santa 2020
Los hombres me cuentan a Rosalía
SI entendemos nuestro tiempo a través de sus manifestaciones culturales o, al contrario, las estrellas de la cultura expresan para todos los públicos las claves de un tiempo, ¿quiénes son los intérpretes, los llamados a desencriptar esos sentidos, los que nos guían en la tarea de entender y entendernos? La figura que nos interesa, por su vinculación con lo sacerdotal, nos impele a emanciparnos y a elaborar nuestra propia vía de acceso a «lo divino cultural». Sin embargo, ni estamos tan emancipados de las interpretaciones ni aún en el caso de máxima desvinculación están estas libres de una metainterpretación que las ponga a vivir.
Hoy viene al caso Rosalía, esa artista en la que ya hay quien quiere ver la otra España, la que consuela de la ranciedad tradicionalista con su vistoso collage de sonidos. Rosalía es ahora mismo un lugar de poder para la interpretación, pues su nombre excita la lectura y todo intérprete es un poco parásito de su objeto. La disputa por el objeto Rosalía en las secciones de cultura de los medios de comunicación marca la posición de poder del crítico: no es lo mismos escribir la crónica del Sporting de Gijón que la del Real Madrid. Nótese la comparación de la cultura con el fútbol, dos campos de la información igualmente misóginos.
No se trata de impugnar las crónicas que leemos hoy, aunque salta a la vista que todas repiten ciertos lugares comunes y solo dos alcanzan a compensar el tiempo que se echa en leerlas, sino de darnos cuenta de que fijan y dan esplendor a la interpretación única fijada por el hombre que lo hace todo en el periodismo cultural y que replican sus clones en toda la cadena de producción de contenidos bajo coste. Lo que hoy leemos sobre Rosalía es una especie de acuerdo interpretativo avalado por cierta élite sacerdotal. La narración de un tipo de relación que se desvela, en la repetición machacona de ciertos valores y percepciones por parte de distintos autores, como un relato atado y bien atado a lo ya dicho y escrito. Los textos sobre Rosalía son expresión de una única subjetividad, esa que los defensores del periodismo sin géneros creen universal. Textos aparentemente inocuos que son esencialmente políticos, pues producen mirada, mundo, sentido, valores. ¿Los valores de quién?
Hay un periodista cultural que lo escribe todo.
Nos ponemos sus gafas, aprendemos sus definiciones.
Dentro de nosotras vive este señor con sus interpretaciones.
Ni el cuerpo es nuestro, ni termina donde suponemos
[Esta es la versión primera de un texto que se publicó el pasado 20 de julio en la revista Mujer Hoy]
Cómo en las buenas novelas de detectives, las pistas están a la vista, no se esconden. Basta con fijarse en las noticias virales. El Dalai Lama confiesa a una periodista de la BBC que podría sucederle una mujer siempre que esta fuera atractiva, porque de lo contrario “no tendría demasiada utilidad”. En general, el Dalai Lama opina las mujeres “deberían gastar más en maquillaje” para ocultar su fealdad. Billie Eilish, la estrella pop de 17 años que admitió usar ropa ancha para evitar juicios de valor sobre su cuerpo, aparece públicamente con una camiseta de tirantes y los comentarios sobre el tamaño de su pecho por poco echan abajo Twitter. Cierra DeepNude, una aplicación que “causa terror entre las mujeres” al servirse de la inteligencia artificial y una base de datos de 10.000 desnudos para generar a partir de cualquier retrato vestido una imagen realista del cuerpo desnudo. Amaia saca disco y es noticia que aparezca sin nada de ropa en la portada, que no se depile o que no use sujetador.
La evidencia es abrumadora. El cuerpo de las mujeres es noticia sí o sí, por lo uno o por lo otro, todos los días, prueba de la fiscalización pública y el control al que se le somete. Resulta paradójico que nuestra cultura máximamente individualista consienta aún este tipo de colectivización simbólica. Así, se considera de mal gusto abundar en la riqueza de la propiedad privada de los hombres ricos, pero no se censuran los comentarios calificativos sobre las hechuras corporales de famosas o desconocidas. Cualquiera puede puede opinar, juzgar y legislar sobre nuestros cuerpos, con el resultado de miedo interiorizado y alerta extrema ante cualquier transgresión de la norma corporal socialmente más valorada. Por eso la frase “me da miedo engordar” desvela mucho más de lo que dice. Claramente, el patético objetivo de los creadores de DeepNude no era imaginar desnudos de mujeres “reales”. Pretendían valerse del miedo que produce el control del cuerpo femenino, de la vergüenza y el pudor que infiltra la norma corporal, para amedrentarlas. Lo mismo que los que violentan y chantajean haciendo circular vídeos e imágenes de desnudos obtenidos en confianza. ¿Cómo hemos llegado a convertir el cuerpo de las mujeres en un crimen?
Tenemos mal cuerpo. Es un mensaje que recibimos desde niñas hasta que nos morimos. Y en vez de aprender a amarlo como lo que nos constituye, como la materialización de lo que somos o lo que nos permite aventurarnos y conocer, nos enseñan a cuestionarlo (por estar siempre por debajo de la perfección) y a considerarlo únicamente en su vertiente sexual. La reducción de todo al sexo, lo sexi y la seducción explica absurdos como que las tenistas, a diferencia de sus compañeros, no puedan cambiarse la camiseta sudada en la pista. Nuestra cultura le da toda la cancha a los cuerpos hipersexualizados de las mujeres jóvenes en los anuncios de publicidad o los videoclips, pero reacciona con repugnancia cuando el pecho que se expone no es sexi. Increíblemente, la visión de un cuerpo de mujer que no se ofrece para el consumo sexual (por ejemplo, el de una madre que amamanta en público) resulta hoy un escándalo. Rosa Cobo, socióloga y directora del Centro de Estudios de Género de la Universidad de A Coruña, diagnostica una ampliación de la sobrecarga de sexualidad que tiene nuestro cuerpo desde los años 80: “Existe una poderosa presión normativa para que las mujeres hagan de su cuerpo y de su sexualidad el centro de su existencia vital”.
Por suerte, lo que muchas generaciones de mujeres naturalizamos y normalizamos se vive hoy con incomodidad y rebeldía. Muchas jóvenes tratan de escapar a este régimen de control como pueden: reapropiándose de su cuerpo y liberándolo del miedo a ser mostrado (como Amaia) o sacándolo del escaparate en el que es expuesto (como Billie Eilish). Aún así, es tan prolija la legislación que nos vigila que difícilmente pueden estas rebeldías trascender de lo puntual al alivio consistente. La mirada valorativa y sexualizante atrapa tanto a la diputada que se sube al estrado como a las Kellys. Esa mirada, la conocemos todas, produce la ficción de un juego de poder falso, envuelto en el caramelo de la vanidad. John Berger lo escribió así en “Formas de ver”: “Los hombres examinan a las mujeres antes de tratarlas. En consecuencia, el aspecto o apariencia que tenga una mujer para un hombre puede determinar el modo en que este la trate. Para adquirir cierto control sobre este proceso, la mujer debe abarcarlo e interiorizarlo”.
Instaladas en el fetiche, tenemos dificultades para elaborar una autoimagen que esté a la altura de nuestro potencial real. Y a los ojos del que nos mira como tal, nuestro proyecto gira fundamentalmente en torno al cumplimiento de este rol. En “La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres”, Siri Hustvedt escribe lo siguiente: “Los hombres ignoran o suprimen a todas las mujeres porque la idea de que puedan ser rivales en términos de logros humanos resulta impensable. Verse frente a frente con una mujer, cualquier mujer, es necesariamente castrante”. Es tan antiguo este orden de cosas, que no es extraño que haya quien lo asuma como natural. Desde los orígenes griegos del pensamiento occidental, nuestra cultura destina a los hombres (la mente) –el reino de lo racional, del pensamiento, de la inteligencia– y a las mujeres (el cuerpo), lo emocional, el placer, lo intuitivo, pasivo y engañoso. Por eso nuestro valor, como el de cualquier objeto, reside en su belleza y capacidad para seducir al que la mira. Somos por ello responsables de las respuestas corporales que provocamos, sean violentas o silentes. Así lo repiten hasta sentencias.
En “El mito de la belleza”, Naomi Wolf desgrana los mecanismos que nos llevan a valorarnos sobre todo en cuanto a cuerpo y las implicaciones que esto tiene.»Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de éstas”, escribe. “La dieta es el sedante político más potente en la historia de las mujeres: una población tranquilamente loca es una población dócil» insiste. En realidad, la atención desmedida que destinamos a la moda, la belleza, las dietas, el fitness y, en general, a gestionar la ansiedad que nos produce no alcanzar la perfección corporal, es tiempo que le quitamos a nuestros proyectos de vida. Hemos cambiado unas servidumbres por otras. “La mujer victoriana se redujo a los ovarios de la misma manera que hoy se ha reducido a la belleza”, concluye Wolf.
No es una exageración. Un reciente artículo de The Guardian realiza una consistente comparación entre la globalmente deseada estética de las Kardashians y la de las mujeres del XIX: el esfuerzo y dedicación que supone a ambas la consecución de la belleza es un trabajo a plena jornada. Alexis Karl, especialista en aquella época, relata cómo la obsesión de la socialité Virginie Gautreau (Madame X en el maravilloso retrato de John Singer Sargent) por parecer apenas viva (imperaba el look de extrema debilidad de la tuberculosis) se pintaba con tinta azul las venas de los brazos, el cuello y hasta por encima del maquillaje facial, una especie de lacado que podía romperse en mil pedazos ante cualquier gesticulación. Kim Kardashian también tiene que cubrir gran parte de su cuerpo debido a una psoriasis y, gracias a su última colección de maquillajes para el cuerpo con seductores brillos irisados, también podremos hacerlo todas nosotras. Tengamos psoriasis o no.
Lo que nos jugamos es la confianza y, por el camino, nuestro proyecto de vida. Terminar colgadas del espejo (o del selfie) como la madrastra de Blancanieves. Las investigaciones confirman desde hace décadas que sumergirse en las revistas de moda y redes sociales que sostienen la ficción inalcanzable del cuerpo único no solo nos lleva a tener un peor concepto de nosotras mismas, sino que puede llegar a enfermarnos. Según datos de la organización británica Social Issues Research Centre, en 1917 la belleza femenina ideal alcanzaba los 64 kilos y medía 1,64 metros. Hace 25 años, las tops pesaban alrededor de un 8% menos que la media. Hoy ya es un 23% menos. Solo un 5% de la población femenina posee las condiciones genéticas necesarias para alcanzar tal objetivo. Si sumamos el requisito de la belleza, probablemente no llegaría al 1%. No nos extrañe que, como asegura Sara Bujalance, directora de la Fundación Imagen y Autoestima, el malestar de las niñas con su propio cuerpo comience alrededor de los seis años.
Rosalind Gill, socióloga y profesora de la Universidad de Londres, ha detectado cómo están evolucionando las estrategias de control sobre nuestros cuerpos gracias a su investigación del fenómeno del “body positive”, ese mensaje global que nos anima a querernos a nosotras mismas en todo tipo de anuncios. Para Gill, esas exhortaciones a que logremos autoconfianza contra el viento y marea de un mundo a la contra no solo termina invalidando nuestros malestares, ansiedades e inseguridades, sino que nos disuade de la tarea de desmontar esa dominación que interiorizamos y naturalizamos. Y lo que es peor: nos hace creer que somos responsables a título individual de esta insuficiencia perpetua que nos afecta, “exculpando instancias sociales, políticas, económicas, culturales y corporativas de su papel a la hora de mantener y reproducir la desigualdad y la injusticia”. Solo nosotras tenemos, una vez más, la culpa.
¿Quién puede hablar de la sentencia de ‘la manada’?
[Comparto una observación acerca del acceso de las mujeres expertas y con autoridad, en este caso de las juristas, a los medios de comunicación, los días posteriores a la publicación de la sentencia a la manada en abril de 2018. Se puede leer entera y verdadera aquí, pero cuelgo el powerpoint que me acompañó en su presentación porque resume lo esencial].