Ser perra, no ser perra

Lágrimas de SEO por la fallida polémica sobre las canciones pop que desean, animan o proponen a las mujeres «ser perras».

Yo nací para ser perra, por favor dejadme serlo

Rigoberta Bandini

Hace tiempo que las polémicas en los periódicos, un género en sí mismo que abundó en la muy idealista categoría de la deliberación de los asuntos públicos, pasa como si nada. Demasiados ladridos en el contexto, podría pensarse, para que la exposición de motivos en un artículo de opinión genere movimiento alguno en la sensibilidad. Pongamos, sin embargo, que la inoperancia de este viejo juego dialéctico abreva en más motivos, por ejemplo la inefectividad de la expresión misma del antagonismo. Un poco como cuando leemos esas críticas cinematográficas en las que Carlos Boyero dice que la película es mala porque no le ha gustado. Pongamos que, parafraseando a la gente de la era digital, ese tipo de discurso cae en la muy denostada categoría de lo básico.

Viene todo esto a cuento de dos artículos, uno en respuesta del otro, publicados en El País hace algunas semanas. Uno se titula ‘Todas perras’ y lo firma Najat el Hachmi, escritora de origen marroquí multipremiada el contexto catalán, ganadora del Nadal en 2021 y polémica por sus posiciones feministas. En los artículos que se refieren a estas, se apunta que se ha referido a las mujeres trans como “hombres que dicen ser mujeres” y que defiende la prohibición del velo islámico en las escuelas. Aquí le doy una chance a la sospecha de la banalización mediática y asumo que la escritora sostiene su posición desde una exposición más compleja y matizada.

El artículo de El Hachmi es una reacción a una entrevista de la escritora peruana Gabriela Wiener en la revista femenina ‘SModa’ y a la cantante dominicana Tokischa. Allí, la joven defiende una resignificación de la palabra perra, insulto inmemorial hacia las prostitutas y mujeres libres en general. Dice: “Pa mí ser perra va más allá del perreo, de lo sexual. Una mujer es bien perra cuando tiene pantalones, cuando sale a trabajar, a buscar su cuarto, cuando se faja para tener buena nota, una mujer segura de sí misma, esa es una bitch”. Convengamos en que la tradición de mujeres que expresan su jefatura a través de una exposición de su poderío sexual es larga, muy larga, en el pop comercial y en el indie.

La escritora reacciona a esta reapropiación de lo perra con un texto visceral, en el sentido más literal del término. Digamos que se lanza con un artículo al estilo Boyero, militante de las propias entretelas, que dice cosas como esta: “Si no quieres que te animalicen, que te zoofilicen rebajándote a la hembra que más asco y desprecio provoca en la mayoría de las culturas, es que odias el sexo”. También se dirige directamente a Wiener: “Gabriela Wiener, con toda su audacia periodística, con su saber literario, feminista y antirracista, no es capaz de imaginar un marco distinto en el que inscribir a Tokischa que no sea el de la esclavitud sexual, ahora dicen que escogida, y la degradación de la mujer, de la persona”.

La respuesta de Wiener desde el otro lado del espectro político se titula ‘Ser perra y apropiarse del insulto‘. Supone un ejemplo bello de cómo el lugar de enunciación hace discurso, algo que la catalana no sabe ver, obnubilada por la lógica de consumo de contenido deslocalizado que, sin embargo, adquiere su sentido más fuerte en su arraigo local. Pero, además, existe un posicionamiento político previo que otorga un guión determinado a la interpretación de las performances de contenido erótico o sexual en el mainstream y que pertenece al feminismo hegemónico que suscribe Najat el Hachmi. No de Gabriela Wiener, tan racializada, migrante y escritora como la marroquí. Y, desde luego, tampoco de Tokischa, exputa que se ha hecho un destino en la industria del pop tratando de no ser enteramente devorada por sus lógicas, esto es, sin aligerar para consumo fácil lo que primordialmente la alimenta: los cuerpos deseantes y disponibles de las mujeres. 

Najat el Hachmi teme, lo dice en su artículo, por “nuestras hijas”, a las que habrá que contar que no, “que ser perra no está de moda”. Wiener señala cómo este terror a la sexualización absoluta, bestialización diría El Hachmi, no salió a relucir cuando Rigoberta Bandini cantó “yo nací para ser perra” en su canción, oh sorpresa, ‘Perra’. Esto sí es comprensible, pues Bandini pedía el estatus perruno para ser mantenida (“Que fuera él quien me sacara a pasear. Que me comprara pienso caro, sin complejos. Y en un cazo, me sirviera agua mineral”) y por salud mental («Porque si yo fuera una perra, todos estos miedos se disiparían, y viviría en armonía y libertad. Creo que toda mi existencia sería mucho más amable y liberal»). No es el caso de la canción ‘Perra’ de Tokischa, que repite: “Yo soy una perra en calor. ‘Toy buscando un perro pa’ quedarno’ pega’o”. Estas parecen ser las dos salidas que el paradigma de ‘lo perra’ ofrece hoy, nada nuevo bajo el sol de la teoría feminista, por otra parte.

Para entender este doble juego de subjetivación de las mujeres merece la pena leer a María Lugones, la filósofa argentina que trazó los contornos del género dentro de la teoría decolonial. Lugones teorizó la colonialidad del género como la frontera que se aplicó a la segmentación de las mujeres en función de ese otro invento llamado raza, aunque no hay que moverse demasiado para comprobar cómo las mujeres de clase obrera cayeron también al límite de la categoría mujer, diseñada para albergar a las niñas, jóvenes casaderas y esposas burguesas. Si estas fueron consideradas víctimas, débiles, incapacitadas para el placer y cautivas en salones y corsés guardianes del honor familiar, aquellas terminaron al borde de lo humano o directamente fuera, animalizadas, asalvajadas y, por ello, más capaces para trabajar, salir, sentir y recibir violencia. Es comprensible que las lógicas de resistencia y supervivencia que se elaboran dentro de un espacio difieran de las del otro. Escribe Lugones en “Colonialidad y género” (2008):

“Históricamente, la caracterización de las mujeres Europeas blancas como sexualmente pasivas y física y mentalmente frágiles las colocó en oposición a las mujeres colonizadas, no-blancas, incluidas las mujeres esclavas, quienes, en cambio, fueron caracterizadas a lo largo de una gama de perversión y agresión sexuales y, también, consideradas lo suficientemente fuertes como para acarrear cualquier tipo de trabajo”. 

“Borrando toda historia, incluyendo la historia oral, de la relación entre las mujeres blancas y las no-blancas, el feminismo hegemónico blanco equiparó mujer blanca y mujer. Pero es claro que las mujeres burguesas blancas, en todas las épocas de la historia, incluso la contemporánea, siempre han sabido orientarse lúcidamente en una organización de la vida que las colocó en una posición muy diferente a las mujeres trabajadoras o de color. La lucha de las feministas blancas y de la «segunda liberación de la mujer» de los años 70 en adelante pasó a ser una lucha contra las posiciones, los roles, los estereotipos, los rasgos, y los deseos impuestos con la subordinación de las mujeres burguesas blancas. No se ocuparon de la opresión de género de nadie más”. 

Lo que agota y se agota en el intercambio de pareceres entre Najat el Hachmi y Gabriela Wiener, concediendo a la peruana una aproximación infinitamente más nutritiva a la cuestión, es una asunción acrítica de la lógica banalizadora de la prensa mainstream hacia las cuestiones feministas y más allá. Descorazona comprobar cómo el feminismo continúa sirviendo contenido polarizador a la industria del clic de los periódicos, acaso como una manera de mantener la propia relevancia a cuenta de polémicas que jamás salen de la más básica confrontación. Aquí nadie mueve ficha para acercarse al territorio de nadie o, si ocurre, no lo sabemos, pues lo que interesa es que el antagonismo continúe produciendo únicamente bandos. Este pim-pam-pum es tan cansino, que no es de extrañar que el intercambio de artículos entre El Hachmi y Wiener haya quedado en humo, ruido, nada.

Evidentemente, este tipo de polarización resulta de lo más conveniente para nuestro aparato sensible, pues apela a una simplificación inmediata de las cuestiones, a un nosotros vs. ellos que exige la ley del mínimo esfuerzo. Y es que no estamos para mucho más. La sobrecarga del sistema capitalista, la pobreza de tiempo y la explotación de las psiques nos deja hechos trizas, incapaces de recibir aún más tarea cognitiva de los medios de comunicación. Vincularnos a estas polémicas frentistas nos produce, además, la falsa satisfacción de creer que estamos entendiendo y resolviendo, ergo, conjurando la impotencia que late al fondo de casi todos nuestros contactos con las instancias de mediación. 

En realidad, nada es claro y distinto bajo el capitalismo, sino enmarañado y complejo. Los ideales universales saltan por los aires ante nuestras narices, explotados como armas de destrucción masiva allá y acá. “El camino al infierno está empedrado de buenas abstracciones”, dice Antoinette Rouvroy. La sobrecarga sexual que soportan los cuerpos feminizados (no solo los de las mujeres) es una realidad a la que se responde de manera situada, desde unas coordenadas geográficas, económicas, históricas, psicológicas concretas. Eso es algo que forma parte del ADN del feminismo tal y como lo entendemos hoy y la imposición de marcos epistemológicos decimonónicos queda en un recurso retórico tan básico que hasta resulta insultante. Nada ayudan ya esos marcos para ejercitar las psiques en la asunción de la ambivalencia a la que nos aboca el capital, capaz de hacernos gozar con lo mismo que nos arruina. La pregunta es si el feminismo puede contribuir a darle sentido a la experiencia de ser un cuerpo en la máquina hoy, no una proyección moralista desacoplada de los tiempos. La respuesta no está ni estará en el periódico. Porque ya no cuenta apenas nada sobre nuestras vidas. 

Entonces, ¿ser perra o no ser perra? ¿Wiener o El Hachmi? Ojalá el mundo permitiera despachar las cuestiones que nos afectan como los romanos salvaban o condenaban a los gladiadores en su circo. Lo cierto es que el feminismo ya no se puede entender sin el trabajo de reapropiación del deseo sexual, que por fin se entiende como una manera de desmantelar la jerarquía que tanto alimenta la violencia. Cuando las ídolas del pop, llámense Tokischa o Aitana, se expresan desde la agencia sexual están reclamando para sí la gestión de esta poderosa fuerza y mostrando a sus seguidora que, efectivamente, no son una actriz sin frase en el guión del deseo sexual. No es nada nuevo, pues Madonna ya hizo en su momento lo que tantas cantantes de R&B habían avanzado en los 70 y 80. Algo de la moralidad religiosa se duele cuando choca contemplar a estas mujeres hablando a las claras de sexo, mostrándose como seres sexuales y apropiándose de la sobrecarga sexual que se aplica a su cuerpo por el mero hecho de existir. El objeto debería ser mudo e inerme. Si el objeto se expresa, habla y dice, puede afirmar y negar. Puede modular con palabras, ladridos o maullidos el acceso a su cuerpo, ese que tantas veces se da por sentado en el silencio. 

Otra cuestión, no menos importante, es el guión que presenta esta expresión del deseo femenino. Ahí sí se puede discutir hasta qué punto asume la mirada masculina, ofrece un clon especular o toma algún desvío interesante. Pero, sobre todo, se puede calibrar la multitud de efectos que pueden darse en su recepción, en función de los públicos. Habrá quien esté equipada para asumir la jefatura que se propone para aventurarse en ella y habrá quien se quede en la repetición hueca del guión como una manera de ajustarse a un modelo de feminidad deseante que, efectivamente, es la gasolina de moda. ¿Debemos cargar esa cuestión en el haber de las artistas? No parece sensato. En todo caso, a la concreta relación con la dimensión sexual que cada una cargue en su experiencia. El Hachmi dice temer por las niñas que escuchan a Tokischa, pero nada habría que temer si esas niñas tuvieran acceso a una suficiente educación no solo sexual y encontraran interlocutores de confianza con los que hablar de su deseo. 

El desmantelamiento de los guiones del deseo sexual es tarea prioritaria de la educación sexual hoy. En ‘El derecho al sexo’ (Anagrama), la filósofa Amia Srinivasan lo subraya en su abordaje de la pornografía con una cita de Andrea Dworkin.

«Si bien el sexo filmado parecer abrir todo un mundo de posibilidades sexuales, con demasiada frecuencia desactiva la imaginación sexual, la vuelve débil, dependiente, perezosa, codificada. La imaginación sexual se transforma en una máquina mimética, incapaz de generar su propia innovación. En ‘Intercourse’, Andrea Dworkin advertía justamente de ello. Imaginación no es sinónimo de fantasía sexual, pues esta no es más –patéticamente– que un bucle de vídeo programado para repetirse y repetirse en la mente neuroléptica. La imaginación encuentra nuevos significados, nuevas formas; valores y actos complejos y empáticos. La persona con imaginación se ve impulsada por ella a un mundo de posibilidades y riesgo, a un mundo distinto de significados y elecciones; no a un mísero desguace de símbolos manipulados para suscitar respuestas mecánicas”. 

Efectivamente, la educación sexual puede ofrecer herramientas de interpretación y autodefensa en una sociedad en la que se utiliza en sexo para todo, en la que el sexo es el aglutinante más potente. Tal es su efectividad como agente de captura, que la resistencia de la industria cultural a la subversión sexual de Madonna se ha vuelto hoy un cultivo constante del cuerpo como objeto sexual. El trabajo de asunción de la propia agencia sexual que realiza Tokischa, una reapropiación que ajusta cuentas con su historia personal y devuelve la injuria a quien injurió, no se produce en el vacío, sino que circula por la industria cultura viralizado por la cosificación de los cuerpos, estandarizados en una configuración de medidas prefijadas y movidos por un guión más o menos único de verosimilitud del deseo. ¿Acaso no se produce de esta manera, modulada sutil o abiertamente, todo aquel que aspira a una audiencia en los canales del mainstream? ¿Acaso no viven las niñas en una sociedad en la que el éxito social y personal no pasa por ajustarse a estos parámetros corporales y deseantes?

No, no es la perra de Tokischa la que debe espantarnos, sino la apisonadora de subjetividad en la que nacemos, aprendemos y vivimos de acuerdo a un guión en el que, admitámoslo, lo cánido supone cierto alivio. Un alivio espectral, pues el sistema rápidamente lo ha convertido en otro guión en el que cobijarse. Dice Srinivasan:

“Si al educación sexual tuviera intención de dotar a los jóvenes no solo de respuestas mecánicas mejores, sino de una imaginación sexual envalentonada –con la capacidad de crear nuevos significados, nuevas formas–, debería ser, creo yo, una especie de educación negativa. No afirmaría su autoridad para explicar la verdad sobre el sexo, sino que les recordaría a los jóvenes que la autoridad sobre lo que es y sobre lo que podría ser el sexo radica en ellos. El sexo puede seguir siendo, si así lo eligen, como decidieron las generaciones anteriores: violento, egoísta, desigual. O puede ser, si así lo eligen, algo más alegre, más igualitario, más libre. No está claro cómo podría lograrse una educación negativa como esta. No hay leyes que redactar, ningún sencillo currículum que implementar. En lugar de añadir más discursos, más imágenes, es su arremetida constante lo que habría que detener. Quizás así podríamos persuadir a la imaginación sexual, siquiera brevemente, de reclamar su poder perdido”. 

Más allá o más acá de nuestro deseo, opera el medio ambiente capitalista en el que se desenvuelve sin pizca de imaginación. Por eso, si aceptamos la tarea de descodificar el deseo que propone Srinivasan no podemos ignorar las fuerzas disuasorias, disolventes se diría, que nos zarandean en nuestra deambular por los mundos del capital y que nos constituyen. Es fácil engancharse al placer inmediato pero jamás satisfecho de la mercancía. Sin darnos cuenta, nos convertimos en la ratita que pulsa sin cesar el interruptor que dispara una descarga eléctrica a sus correspondientes zonas cerebrales. Es, la pandemia nos lo mostró claramente, un placer que a fuerza de su compulsión nos destruye, pero no solo por estar entramados en un ecosistema. También se cobra una factura en el sistema psíquico, por encerrarnos en un bucle de trabajo y consumo sin fin que produce seres agotados, deprimidos y sin esperanza. ¿Por qué, si somos racionales, nos mantenemos en la rueda infinita del consumo de objetos (incluidas nosotras mismas como objeto jamás perfeccionado) y el trabajo? 

Ha de haber múltiples explicaciones desde variados saberes y escuelas. Apunto aquí, sin alcanzar a comprender toda su complejidad pero sí un sentido suficiente, lo que apunta el filósofo José Luis Villacañas en la conclusión de esta conferencia, que me limitaré a extractar, reorganizar y aligerar (espero no dañar demasiado el sentido). Este parte del freudiano descubrimiento de la pulsión de muerte1 como el hecho diferencial de lo humano, una lógica trágica (destruimos y nos autodestruimos) que forma parte de nosotros como una estructura psíquica. Pero la pulsión de muerte no significa que busquemos nuestra desaparición o la desaparición de los demás necesariamente: no estamos abocados a realizar la pulsión de muerte a través de un objeto, al contrario. “El objeto verdadero de la pulsión es justo lo que impide que la pulsión se realice, porque esta lo que quiere es eternizarse, por eso la pulsión de muerte sirve a la vida”, clara Villacañas.

La pulsión de muerte sirve a la vida: solo la vida, Eros, permite que la pulsión de muerte, Tánatos siga activa. Es la energía del organismo la que mantiene funcionando a la pulsión de muerte que, desde lugares poco accesibles de nuestro ser, nos anima. Se trata de vivir postergando la muerte todo cuando sea posible. La pulsión de muerte que impulsa el Eros reclama satisfacción a todos los seres, necesita resarcirse, desviarse hacia algún lugar, y el capitalismo lo sabe. Nos ha facilitado como alivio rápido y puntual de la pulsión de muerte la posibilidad de la guionizada mercancía. Nos ha convertido en yonquis de la mercancía. El panorama del sujeto que limita sus modos de relación al repertorio que ofrece el capitalismo queda descrito de esta inquietante manera en cualquier paper interesado en lo psicoanalítico:

“El sujeto bajo la perspectiva capitalista actual es un desecho, un objeto a2 del que se puede obtener una plusvalía-goce, el cual es parcialmente recuperado en migajas mediante el mísero pago de sus salarios y los menudos objetos a manufacturados, taponando la falta en gozar por un instante en la circulación-consumo de mercancías”.

Hasta sin conocer al detalle los conceptos de Lacan se entiende la captura de algo íntimo y consustancial al ser para convertirlo en un siervo de la acumulación. ¿Qué propone Villacañas como objeto adecuado de la pulsión de muerte? Algo que también requiere de su propia educación por fuera de las capturas compensatorias que ofrece el capitalismo: el sublime psíquico. “Un objeto que bloquea el sadismo y el masoquismo porque vincula la energía específica del organismo a un objeto interno que hace que no tengamos que gastar una energía reprimida, violentamente insatisfactoria, en dañar o en ser dañado. Porque cuando la pulsión de muerte encuentra su objeto, está en condiciones de mantener (…) un equilibrio que no acepta el sufrimiento ni lo produce”.

Este objeto que llama sublime psíquico no puede ser algo finito, un objeto o un ente, sino un objeto infinito que no es natural, sino cultural. Y que solo existe “si un aparato psíquico lo incluye, le encarna, lo asume, lo acoge”. Jamás puede imponerlo el Estado, pues ese sería “el espacio del totalitarismo: una forma pública a la que los psiquismos se adhieren de modo masivo”. El sublime psíquico “se hace de uno en uno y se tiene que incorporar de uno en uno”, no en un “proceso solipsista de sublimación”, una especie de magia mental autoadmistrada en plan autoayuda. Por eso, vincularse a un sublime psíquico “debiera tener su propia educación que mostrara su dimensión común: solo prende cuando comparte estructuras comunitarias”. Villacañas pone un ejemplo de sublime psíquico que permite comprenderlo a las que no alcanzamos la hondura filosófica:

“Somos universitarios.Tenemos un objeto infinito que es la realidad. Nuestro ethos es conocer esa realidad, conocer sus infinitas variaciones. Y conocerlas de tal manera que en el pianissimo de las relaciones personales, de uno a uno, de profesor a estudiante, de profesora a estudiante, estemos en condiciones de sentir el sublime psíquico de pertenecer a esa obra en común de conocer la realidad. Y esto es lo que permite entender que si queremos saber si estamos en disposición de tener un sublime psíquico tenemos que, hegelianamente, nietzscheanamente, weberianamente, saber si esto produce pasión en nosotros. Porque la experiencia psíquica de lo sublime psíquico es (…) la de un objeto sentido en común que nos afecta, que nos produce pasión, que nos produce esa receptividad que es la pasionalidad. Y creo que tenemos que disponer de una educación estética para identificar eso sublime psíquico, porque esto nos permite integrar la gran aspiración última de la Deconstrucción: que eso no cristalice en una obra coactiva, autoritaria, total y compacta. Porque en el fondo será praxis pura, vida pura”.

Cómo no desear la altura de esta experiencia sublime para todos los seres humanos. Porque lo que ofrece nuestro modo actual de existencia, exacerbado en esas niñas amenazadas por Tokischa (ironía on), es el espejismo del consumo de objetos y del consumo de ellas mismas como objeto en las redes sociales y fuera de ellas. Así explica Villacañas lo que sucede cuando adiestramos a las empleadas del futuro a gozar únicamente en el sentido de la mercancía. “No se pueden sublimar objetos que no son infinitos”, explica el filósofo al abundar acerca del sublime psíquico. “Si se sublima un objeto tenemos un fetiche y entonces tenemos una mercancía. Y nos encontramos con una incapacidad para administrar la pulsión de muerte mediante las mercancías porque aparece el consumo compulsivo. Entonces, lo que tenemos en el capitalismo es una mala administración de la pulsión de muerte porque genera sujetos que están en condiciones de ser sádicos y/o masoquistas. Pero, atención, cuando se acabe el sadismo del maltrato a la mercancía, que es lo propio de nuestra cultura de consumo, cuando esto ya no produzca goce, veremos aflorar a los sádicos que solo se sienten bien al maltratar a los seres vivos. Por eso Adorno decía que quien no quiere hablar de capitalismo no debería hablar de fascismo: en el fondo se trata de la misma universalización de las formas sádicas”. 

  1. El psicoanálisis se ocupa del sujeto en cuanto está regido por sus pulsaciones. Simplificando para las no iniciadas como yo: las pulsaciones, a diferencia de los instintos, carecen de objetos concretos predeterminados. De esta forma, los deseos conformados por pulsiones no se satisfacen: cada vez que el ser humano llega a cumplir un objeto deseado, se ve compelido hacia otro objeto de deseo.
    ↩︎

Un Comentario

  1. Sara Moros

    Como siempre, es un gusto y una fuente de inspiración leerte, siempre invitando a ir un poco, o bastante, más allá, dar no solo una, sino varias vueltas en la espiral de la reflexión que de tanto ir llega a cansarse de sí misma y queda en suspenso en la propia conciencia abarcadora donde descansa y ES.
    Gracias!!!

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