Categoría: Cultura
Bowie y el vampiro
Así se coló Nosferatu, versión Murnau, en la vida y en la obra de David Bowie.
Fotos de Moonage Daydream

Llamar a David Bowie vampiro se convirtió en cliché después de ‘Starman’, la biografía de Paul Trynka que en 2011 ya lo presentaba como “un profesional del espectáculo que explotaba a los desplazados como un auténtico vampiro mental”. Sin embargo, la identificación del gran creador como un chupasangre no es nada nueva. Los escritores de la era romántica solían utilizar el motivo del «artista como vampiro» y, además, tenemos a la Clarimonde, la vampira de ‘La muerte enamorada’ (1836) de Théophile Gautier. En relatos como ‘El retrato oval’ (1842) de Edgar Allan Poe y ‘La fuente sagrada’ (1901) de Henry James aparecen artistas que consumen a personas y las usan como material para su arte. En ‘Man and Superman’ (1903), Bernard Shaw describió al «verdadero artista» como «mitad vivisector, mitad vampiro».
“Es fácil ver por qué los hombres matan aquello que aman. Conocer a un ser vivo es matarlo… Tratar de conocer a un ser vivo es intentar absorberle la vida. Este conocimiento es la tentación del vampiro. La conciencia deseante, el espíritu, es un vampiro”, escribió D.H. Lawrence en el ensayo ‘Studies in Classic American Literature’ (1923). Un caso fascinante de posesión vampírica unió a Elizabeth Barrett Browning con su padre, un esclavista que consumió casi toda su vida a través del opio y el autoritarismo. Estaba enferma, débil y era físicamente incapaz de levantarse hasta que se alejó de él y se fue a Italia. En ‘La caída de la Casa Usher’ (1839), de Poe, el hermano y la hermana parecen consumirse el uno al otro. El sexo nunca está implicado, pero un amor espiritual excesivo puede devenir vampírico.

La interpretación junguiana de ‘Cumbres borrascosas’ (1847) sostiene un caso fascinante de vampirismo. De hecho, Cathy llega a manifestarse poseída por Heathcliff (“¡Soy Heathcliff! grita en el capítulo nueve), en un caso de conexión psíquica inconsciente que es frecuente en los relatos vampíricos. Siguiendo a Jung, Heathcliff sería una parte de la propia Cathy. Dice en el volumen VII de sus Obras Completas: «Cuando los contenidos inconscientes no se realizan dan lugar a actividades y personificaciones negativas, es decir, a la autonomía del Anima y del Animus. Entonces se dan anomalías psíquicas y estados de posesión. En tales estados la parte poseída de la psique suele desarrollarse como Anima o Animus. El íncubo de la mujer consiste en una multitud de demonios masculinos, mientras que el súcubo del hombre es un vampiro”.
Más magia de Jung, que abunda en lo que ocurre cuando esa parte descontrolada, negativa de la psique se rebela y vence a la razón: “El arquetipo se consuma, no solo psíquicamente en el individuo, sino también objetivamente.” Esto es: “La regla psicológica dice que, cuando una situación interna no se hace consciente, se desarrolla entonces en el exterior, a modo de un destino”. El suicidio, lento o rápido, suele terminar con el destino de aquel poseído por su vampiro.

La familia es el lugar favorito del vampiro, pues allí difícilmente puede disimularse la vulnerabilidad. Los relatos indican que los vampiros se alimentan primero de lo que más quieren: los miembros de su propia familia, de ahí la conexión del vampirismo con el incesto. La identificación sexual del vampiro suele tener al fondo un eco del padre o la madre. Si el vampiro es una mujer, añade a su hermenéutica incestuosa la carga política de la liberación sexual. Pero más que lo directamente sexual, una reducción libidinosa del cine ‘mainstream’ que redunda en la romantización de la heteronorma, lo vampiro conecta con la insaciabilidad. Como si este llevara dentro un pozo sin fondo. Un fundido a negro sin fin.
En ‘Moonage Daydream’, la película de Brett Morgen que recoge parte de la carrera de David Bowie, figura de Nosferatu tiene un papel especialmente relevante. Aparece muchas veces a lo largo del metraje, en su forma original (la del actor Max Shreck) o reinterpretado, acaso en un autorretrato. La película de Morgen parece refrendar la interpretación de Bowie como un vampiro succionador de talento ajeno, adecuado además a esa caballerosidad del monstruo que pide permiso para entrar en la casa de su víctima para someterla sin ejercer violencia. No solo le vemos vagar de una ciudad a otra como cualquier vampiro recorre océanos de tiempo por lo que sea. En una escena reveladora, le escuchamos telefonear a Brian Eno para rogarle humildemente que acuda a su estudio en Berlín y le ayude a crear “un sonido nuevo”.

Podemos, sin embargo, tirar de otros hilos para especular con el sentido de la conexión vampírica de Bowie. Es sabido que era aún adolescente cuando se obsesionó por el expresionismo alemán y devoró las obras de Lang, Pabst o Murnau, incluido su ‘Nosferatu’. En ‘Scary Monsters’ (1980), el álbum que grabó tras dar por finalizada su etapa berlinesa, dedicó su canción más Joy Division a una relación vampírica de sus tiempos en la ciudad del Muro. “She asked me to stay and I stole her room / She asked for my love and I gave her a dangerous mind / Now she’s stupid in the street, and she can’t socialize”, canta en ‘Scary Monsters (and Super Creeps)’. ¿Es casualidad que el vampiro de la triste figura aparezca en el famosísimo vídeo de ‘Under Pressure’, el hitazo que grabó con Queen en 1982?
La segunda vez que Nosferatu aparece en el videoclip de ‘Under Pressure”, Bowie canta: “Keep coming up with love but it’s so slash and torn”. Y, sí, el amor del vampiro es puro despojo de muerte. Más adelante, en el crescendo final de la canción en pro del poder redentor del amor, vuelve a aparecer muy brevemente el rostro de Nosferatu, justo cuando Bowie dice: ‘Cause love’s such an old-fashioned word / And love dares you to care for / The people on the edge of the night”. No es empatía, sino entrega, lo que demanda el vampiro. Y cómo. En la biografía de Trynka, se detalla la afición del hombre-niño Bowie por conquistar y consumir cuerpos. Pero, de nuevo, no es el sexo sino la insaciabilidad lo que hace al vampiro. “En el fondo era un solitario y su mayor deseo era un estilo de vida nómada”, escribe Trynka del Bowie que aún no había cumplido 20.

“David era presa de constantes evasiones fantasiosas u obsesiones en las que atrapaba a sus amigos. En el fondo, parecía ser una técnica de control mental para borrar los detalles de la vida diaria en Bromley”. Bromley es su hogar familiar, aunque calificarlo de hogar sería pasarse de optimista: por la ausencia de afecto en la casa, se asemejaba más a un cementerio. Bowie prefería vagar de casa en sofá en coche en casa. De hecho, sus amigos envidiaban su carrusel de novias porque, además del sexo, “nunca tenía que pagar el alquiler”. Con Angie sí pasó por el aro de pagar casa, aunque siempre sostuvo que no se casó por amor con la hacedora de mucho de su Ziggy Stardust. “Ella era maternal y eso es lo que él necesitaba”, aventuró Ava Cherry, una de sus amantes fijas en aquel matrimonio juvenil y abierto, al biógrafo.
La madre. La madre del vampiro suele ser otro vampiro: ya sabemos que atacan primeramente a quienes están más cerca, a poder ser en casa. Millones de vampiros conectados por un fundido a negro constituyen el cementerio más grande del mundo. Dice Trynka: “La problemática relación de David con su madre recuerda la de contemporáneos suyos como John Lennon y Eric Clapton, que se criaron en hogares que hoy en día tendrían a los servicios sociales llamando a la puerta”. En otro momento añade: “David adoraba a su padre, de hecho sigue llevando una cruz de oro que le regaló Haywood cuando era un adolescente, pero cuando, en 2002, le preguntaron sobre la relación con su madre, citó el poema de Philip Larkin ‘This Be The Verse’.

They fuck you up, your mum and dad.
They may not mean to, but they do.
They fill you with the faults they had
And add some extra, just for you.
But they were fucked up in their turn
By fools in old-style hats and coats,
Who half the time were soppy-stern
And half at one another’s throats.
Man hands on misery to man.
It deepens like a coastal shelf.
Get out as early as you can,
And don’t have any kids yourself.
Meditación sobre el abrazo
¿Qué puede esta imagen de Los Bridgerton?
La cultura popular es siempre un problema, excepto cuando estás en ella hasta las cejas. El debate acerca de si estamos ante un dispositivo narcotizante, un agente del sistema más o menos todopoderoso, o si supone una instancia de negociación en la que los públicos tienen su agencia no cesa. Emanuele Coccia lo dice hoy de manera muy interesante: nos encontramos en un “invisible comercio con los medios”. Cualquiera que sepa de los tratos del comercio entiende las sutilezas de los intercambios y de cómo, lo queramos o no, desnudan lo ideológico de los implicados una manera fuerte. Si trabajas en los medios de comunicación para el periodismo blando es muy difícil no caer en cierta atracción por el elitismo de la (¿extinta?) alta cultura: el menoscabo de nuestros textos en el campo periodístico es tan fuerte, que supone una especie de compensación de la autoestima profesional. Y al contrario: por pura autodefensa existencial o por militancia corporativa, puedes extender un cheque en blanco a lo puramente entretenido que, probablemente, tampoco hace justicia.
Todo esto viene por ‘Los Bridgerton’, una serie celebrada por su reparto diverso, con actrices y actores racializados, y por ofrecer una versión supuestamente rebajada del romanticismo de toda la vida. Al escribir un personaje como Penelope Featherington, una chica gorda terriblemente vestida de amarillo y cotilla secreta de la corte de la reina Charlotte, era inevitable verla, aunque la trama de los cortejos y enamoramientos aburra terriblemente. Lo que suele capturar de estas ficciones es la reproducción del lujo de la época: los salones, los jardines, los vestidos, las danzas, las pelucas y los carruajes. Contra todo pronóstico, en esta ocasión también me impactó una escena. Una imagen: lady Violet Bridgerton y lady Agatha Danbury riéndose a mandíbula batiente, directamente dobladas de la risa. La cámara no se equivoca: este es un momento íntimo, al que solo tenemos acceso de manera furtiva, desde el quicio de una puerta. Ninguna mujer de la corte, ninguna mujer debidamente femenina aún hoy, puede permitirse el lujo de reírse así: rompiéndose en dos.

Pongámoslo así: esa imagen (me) vale más que toda la serie. Y me impacta terriblemente que me haya impactado así. Inexplicablemente, mi sensibilidad saturada de imágenes se ha dejado capturar por esta escena, que además proviene deun lugar tan devaluado como el contenido fabril Netflix. Es de este hilo del que tiro, partiendo de esa idea de despegue que señala la risa femenina como indeseable, inapropiada o incluso peligrosa (la frase de Margaret Atwood: “Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las maten”). En realidad, todo el hilo que necesito ya lo ha ovillado la filósofa Emma Ingala en “¿Qué es lo que puede una imagen? La inclinación como forma de resistencia”, su contribución en ‘Fuera de sí mismas’ (Herder, 2020), un inspirador cónclave de filósofas contemporáneas que escriben en español.
Al hilo de Ingala, porque me limito a repetir algunas ideas que ella trama en un texto maravilloso, entiendo la importancia de reclamar la importancia de las imágenes, de la misma manera que los estudios culturales han reclamado el valor de todo lo popular. “¿Qué puede una imagen?”, se pregunta la filósofa, que siguiendo a Deleuze/Spinoza hace de la relación (aquí de la relación con las imágenes) la categoría ontológica fundamental. Descartada la devaluación de la imagen como un modo bajo de conocimiento, empobrecedor y reduccionista (de nuevo, Spinoza/Deleuze), Ingala acude a ‘La vida sensible’ de Emmanuel Coccia, donde este defiende que las imágenes constituyen un tercer territorio, un mundo intermedio, un exilio o un lugar «fuera de lugar” tanto de los sujetos como de los objetos. La vida sensible que urden las imágenes, afirma Coccia:
“Es el modo en que nos damos al mundo, la forma en la que somos en el mundo (para nosotros mismos y para los demás) y, a la vez, el medio en el que el mundo se hace cognoscible, factible y vivible para nosotros. Solo en la vida sensible se da el mundo, y solo como vida sensible somos en el mundo”.
La producción de lo sensible es tan central en la propuesta de Coccia, que lo humano ya no se caracteriza por lo racional y la capacidad de abstracción, sino por su capacidad para “sensificar lo racional”, o sea, por el poder de “encontrar la imagen justa, el justo sentido que permite hacer real lo que se piensa y se experimenta y que permite también liberarse de ello”. Ingala lo explica así: “El reino sensible de las imágenes permite al viviente actuar sobre las cosas, construir un ambiente, interactuar con él, operar fuera de sí, sobre los objetos y sobre otros vivientes”.
Otra filósofa que le da dignidad política a las imágenes es Andrea Soto Calderón, autora de “La performatividad de las imágenes” (Metales pesados, 2020). Soto Calderón parte de una crítica que no habla contra las imágenes, sino que “pueda generar imágenes que tengan una función curativa, que articulen miradas que no pasen por el consumo de objetos o por nuestra empatía con las mercancías”. Si las imágenes pueden generar nuevas formas de relacionarnos con el mundo, ya no son solamente un instrumento de manipulación. También pueden ser emancipatorias, capaces de profanar “la religión cultural que es el capitalismo, ese culto sin descanso en donde toda transformación simbólica no es más que consumo”. Dice:
“Es necesario levantar imágenes que puedan componer un vínculo con aquellos que solo tienen una imagen de sí mismos a través de los objetos, es decir, que no tiene forma de hacerse reconocer en un campo social que consumiendo objetos que le dan una identidad. En donde el consumo de marcas se convierte en un marcador de identidad.
Entonces, ¿qué puede en mí esta imagen de Los Bridgerton? ¿Qué me hace decir? Sin duda, la escena posee unos valores estéticos estetizantes, en especial una luz que tiene más que ver con lo pictórico que con la habitual luminosidad plana de lo televisivo. Como hemos apuntado, conecta directamente con el imaginario subversivo de la risa y su veto a las mujeres: Freud sostuvo que no necesitábamos el humor por poseer una psique menos desarrollada que los hombres y esta ocurrencia llegó viva y coleando al siglo XXI, con aquel famoso artículo de Christopher Hitchens en ‘Vanity Fair?: ‘Why Women Aren’t Funny’ (2007). En realidad, la risa fue tan femenina como masculina antes de que se convirtiera en un nicho de mercado, desde el siglo XVIII. Entonces se impone un tipo de humor agresivo, centrado en ‘zascas’ y poco atento al ‘decoro’, que nada tenía que ver con el tipo de humor que era especialidad de las mujeres: el comentario ingenioso, muchas veces para convertir momentos de la rutina diaria en escenas cómicas.
Soto Calderon exhorta a los creadores a no anclarse en la representación a la hora de producir imágenes, pero seguramente no estaba pensando en una serie de Netflix cuando lo decía. Y, sin embargo, pese a todos los condicionamientos estético-políticos del streaming y las limitaciones de las narraciones que suministra, podríamos decir que esta imagen no hace imagen de la representación: hace realidad lo que pudo existir. Si pensamos en un momento de intimidad compartida entre una mujer blanca y una mujer negra en el siglo XVIII o XIX, no podremos ir mucho más allá de Escarlata O’Hara y Mammy en ‘Lo que el viento se llevó’. La jerarquía de la raza se rompe en la imagen que tenemos entre manos, aunque como suele ocurrir en los productos de entretenimiento la de la clase continúe inexpugnable.

Tenemos entra manos una imagen, poderosa como ahora sabemos, que retrata a sus protagonistas no en el apogeo de suhorizontalidad, sino totalmente inclinadas. Adriana Cavarero es la filósofa que ha explorado este desvío del ‘homo erectus’, independiente, autónomo y, por supuesto, ‘straight’ (en inglés, tanto recto como heterosexual). Explica Emma Ingala que inclinación remite a ‘kliné, ‘cama’, más cercana al instinto, a la naturaleza, las emociones y lo femenino. La rectitud no solo invisibiliza los vínculos y las dependencias (la vulnerabilidad), sino que “impone un patrón moral de oposición binaria entre lo recto y lo torcido”. ¿Qué pasaría si la imaginería de la rectitud no fuera hegemónica y pudiéramos figurar lo humano como inclinación? ¿Qué efecto tendría en nuestros deseos, compromisos éticos y posiciones políticas?
Cavarero evoca la imagen de la madre que se inclina para atender a su bebé, a la manera de las Madonnas de la pintura, para subrayar la cualidad de la vulnerabilidad que se inscribe en esta falta de rectitud. Sin embargo, vemos aquí otra versión de la inclinación que no subraya una relación vulnerable, al contrario: contemplamos una feminidad poderosa que rompe su verticalidad por el puro placer de la risa. Aquí, el desequilibrio de los sujetos no es tan problemático, pues aún pueden sostenerse la una a la otra para que la risa no las haga terminar por los suelos. Ese es otro sentido del poder que desprende esta imagen: la sugerencia de una corriente de solidaridad entre las dos mujeres que ríen juntas. Esa sororidad también es transgresora en una sociedad que aún nos empuja a competir las unas contra las otras.
Si la postura es productiva políticamente, reírse así es tan decisivo como cuidar. Acaso debemos preguntarnos por qué vivimos en un mundo en el que ambas cosas resultan tan difíciles de llevar a cabo. Sería una pregunta retórica, claro, porque lo sabemos demasiado bien: el individuo que se yergue para ser inexpugnable al mundo tiene mucho más miedo y resulta mucho más manejable que el que se entreteje con otros. “Fijar al Otro y a la relación en el reconocimiento comporta desposeer al sujeto de su flexibilidad y desconsiderarlo, por tanto, en calidad de sujeto dispuesto para lo ético, lo moral y lo político”, escribe en ‘El cuerpo en diálogo o de la inclinación’ la filósofa Begonya Saez Tajafuerce:
“Para Cavarero y Butler —así como para Arendt y Levinas—, esa desconsideración comporta una deshumanización por cuanto que omite el único reconocimiento posible, a saber, el reconocimiento de la asimetría, fundada en el carácter dependiente de todo sujeto y, por tanto, no solo de la imposibilidad sino de la impropiedad del reconocimiento en cuanto tal, es decir, en cuanto cancelación de la obligación moral —o responsabilidad— para con el Otro y para con su vida”.
Cuando Sinéad lloró para que lloráramos

Somos inscripciones de la materia que nos rodea, entes apasionadamente plásticos, entramados en un proceso continuo de mutación y reparación. Sinéad O’Connor tenía todas las papeletas para reducirse a piedra, como una estatua de ese jardín que aún le provoca pesadillas. Contra todo pronóstico neutralizó la esclerosis y continuó afectivamente abierta al mundo, aunque en un estado que osciló entre la rabia y la catarsis.

Para expulsar los demonios, para oponerse a las potencias reactivas que provocó el maltrato de su madre, contó a voz en grito (o gritó a canción pelada). Para impedir que la industria discográfica la convirtiera en otra muñequita, se rapó al cero. Para darle un sentido a su fama, denunció en directo y en el ‘prime time’ de la televisión imperial la pedofilia y el maltrato infantil instalado en el corazón de la iglesia católica. Una vez que te hace daño lo que más quieres, ya nadie puede hacerte daño. O eso creía ella.

En aquella lágrima, Sinéad tiene razón, el mundo encontró la manera de llorar sin dar cuentas de por qué lloraba. Lo dice, con su preciosa voz ronca en un off que pone los pelos de punta, en ‘Nothing compares’, el documental que empieza a devolver a Sinéad O’Connor un poquito de lo que nos dio.
#Nosinmujeres (una propuesta troll para hackear los machopaneles y demás actividades machocentradas)
Pese a campañas en #Nosinmujeres que denuncian una y otra vez las iniciativas que cuentan únicamente con hombres, una expulsión de la autoridad que redunda en la desautorización de todas, las machoactividades continúan. La última, además, con twist de guión lamentable. La Fundación La Caixa ha abierto su ciclo «Jóvenes Precarios» en el Palacio de Macaya con un machopanel de libro: Francesc Torralba, filósofo, teólogo y coordinación de todo; Miquel Seguró, filósofo y escritor; Antonio Gómez, profesor de Filosofía de la UB y de la UAB (qué decepción ver a esta persona en un embolado macho, la verdad) y Oriol Pujol Humet, director general de la Fundación Pere Tarrés. Pero esto no es todo. Por si a alguien extrañaba tanto señor junto, se solventó la cuestión femenina con una idea genial: invitar a dos estudiantes mujeres. Qué mejor que mujeres para hablar de la experiencia personal de la vida privada. Qué mejor que hombres para dotar todo eso de un marco analítico adecuado.
Este tirarse la pelota los unos a los otros, este admirarse y regodearse en sus discursos machoncentrados sin que una mínima diferencia venga a poner un pero a sus análisis, me ha recordado a un párrafo genial de ‘El infinito en un junto’, el homenaje al libro y la lectura de Irene Vallejo, que os invito a copiar y pegar en los anuncios de las redes sociales de los machopaneles que nos invaden. Trata sobre la pederastia como facilitadora del aprendizaje y la transmisión de conocimientos en la Grecia antigua.
“El alfabeto empezó a echar raíces en un mundo de guerreros. Solo recibían enseanza –militar, deportiva y musical– los hijos de la aristocracia. Durante la niñez, les educaban sus ayos en palacio. Cuando llegaban a la adolescencia, entre los 13 y los 18 años, aprendían el arte de la guerra de sus amantes adultos –la pederastia griega tenía una función pedagógica–. Aquella sociedad consentía el mor entre los combatientes maduros y sus jóvenes elegidos, siempre de alto rango. Los griegos creían que la tensión erótica incrementaba el valor de ambos: el guerrero veterano deseaba brillar ante su joven favorito, y el amado intentaba estar a la altura del prestigioso guerrero que lo había seducido. Con las mujeres relegadas a los gineceos, las ciudades-estado eran clubs de hombres que se observan unos a otros, emulándose y enamorándose, obsesionados por el heroísmo bélico”.
¿Podemos afirmar que en las reuniones de hombres sabios late una pulsión homoerótica que arraiga en la génesis misma de la cultura europea? En otras palabras: ¿son los machopaneles una sublimación de lo más oportuna del deseo de los unos por los otros? ¿Son sus competitivas discusiones y aceradas críticas una versión discursiva de aquel tomase la medida en el sexo y en la guerra? Cuando estos hombres conferenciantes se riegan con sus sabios discursos, ¿se están rozando, tocando, follando? A ver si estos señores con ‘autoritas’ han encontrado una vía de salida a la heteronorma del falologocentrismo en su día a día laboral, y no tienen que limitarse al carrusel deportivo…
En fin, podemos llevar la cuestión de los machofestivales y las machoactividades hasta la caricatura. Sin embargo, algo en la órbita del deseo resuena en esas reuniones de catedráticos, filósofos, profesores, sabios, genios, conferenciantes, artistas todos hombres, cuando ninguno se extraña de la ausencia de catedráticas, filósofas, profesoras, sabias, genios, conferenciantes, artistas mujeres. ¿Y si esta cerrazón a la entrada de mujeres entroncara, además, con un deseo erótico de lo mismo? A nadie que se dedique a la teoría se le escapa que existe un orden erótico del saber y hasta cierto fetichismo.
Podemos dejarlo todo en sospecha, aunque sospecho que habrá líneas y libros aclarando todo este asunto. O, mejor, al albur del paradigma indicial. Se trata de una maravilla epistemológica que encuentro en ‘El círculo secreto del Estado’, el libro de Luciana Cadahia. El paradigma indicial es defendido por el historiador Carlos Ginzburg como «un método interpretativo basado en lo secundario, en los datos marginales considerados reveladores». Atención, porque se trata de un método basado en los hallazgos del investigador del arte Giovanni Morelli que también inspiraron la teoría psicoanalítica de Freud, con lo que de alguna manera la cosa del falo y del deseo sigue anudándose. Escribe Luciana Cadahia:
«Podríamos decir que tanto en Morelli como en Freud y [Conan] Doyle –a través de su personaje Sherlock Holmes– habría una desconfianza en cómo se nos presentan las cosas, la sospecha de que la legibilidad de lo dado encierra una serie de aspectos que tienden a torcer su armonía y apuntar hacia algo distinto, algo que no se deja asir fácilmente y que pareciera cobrar fuerza con su propia ausencia. (…) A diferencia del paradigma positivista, donde las cosas son lo que son y cada objeto coincidiría consigo mismo en un juego de verdad por correspondencia, el paradigma indiciario pareciera sugerirnos que las cosas no son lo que son, la cosa no puede coincidir consigo misma porque la realidad se encuentra estructurada metonímicamente. Y solo podemos referirnos a ella a través de sus efectos: los síntomas, los indicios, las huellas».
Por suerte, tenemos huellas de una alternativa a la elevación de la violencia y la muerte a través del sexo que establecían los hombres-guerreros en la Grecia arcaica. Tenemos a Safo, la poeta insólita que le dio la espalda a este arraigo de la cultura bélica en el máximo placer. La poeta de Mitilene, admirada por Platón, Ovidio y Horacio, detestada por Aristóteles y los Padres de la Iglesia, se atrevió a contradecir a la ‘Iliada’ y su épica heroica en este poema reconstruido por Anne Carson en ‘Si no, el invierno’ (Ed. Vaso Roto). No, lo más bello no es lo militar, sino lo que cada cual ama. Como he robado la traducción de Carson de una lectura de Aurora Luque, no puedo colocar los corchetes que indican la fragmentación. Aquí se puede escuchar la charla de Aurora sobre Safo y su lectura de este poema como acaso el primer poema pacifista de la historia.
Unos hombres dicen que una tropa a caballo
Y unos hombres dicen que una tropa de a pie
Y unos hombres dicen que una escuadra de naves
Es la cosa más bella
Sobre la negra tierra
Más yo digo que es lo que tú amas
Bien fácil es hacerlo comprensible por todos
Porque ella, que a todo ser humano sobrepasó en belleza
Helena
Dejó a su bello esposo atrás
Y marchó en barco a Troya
No tuvo un pensamiento ni para hijos ni para amados padres, no
La descarrió
Porque, levemente, me hizo recordar ahora, a Anactoria, que ya no está
Preferiría ver su deseable andar y el juego de la luz sobre su rostro
Antes que carros livios o filas de soldados con ganas de guerrear
No es posible que ocurra
Rogar por compartir
Hacia
Inesperadamente
Tiempo // erosión
El joven detective y el viejo detective. [Un remix de subtítulos de «Endeavour»].
De quién hablan las actrices de Hollywood cuando hablan de las mujeres

Un intento de utilizar las herramientas del feminismo decolonial para observar el feminismo de las actrices de Hollywood. Se puede leer aquí.
Mi página favorita de «Seguir con el problema», de Donna Haraway
Un exorcismo del final de los Soprano
Esto es un intento de exorcismo del final de los Soprano (que me gusta la rabiosa actualidad). Hace más de seis meses que vi el último capítulo, un final al que jamás pensé que llegaría, pues en principio las seis temporadas de la serie me daban más pereza que la discografía de Bob Dylan. Y, sin embargo, la escena final me ha seguido rondando todos estos meses en un caso de retorno insistente que no es nada propio de mi memoria, inexistente. Me arrepiento de no haber visto la serie en su momento, probablemente por la misma razón que no he visto “Breaking Bad” ni tantas otras ficciones alrededor de la figura del mafioso: tengo un prejuicio muy instalado con las ficciones androcentradas o sobre universos necesariamente machistas. En honor a “Los Soprano” he visto “El irlandés” de Scorsese y me he aburrido como una ostra. Pero vuelvo a la escena final de “Los Soprano”, cuatro minutos que siguen en discusión una década después de su emisión (¿pero Toni muere o no muere?) y que terminan con un fundido a negro repentino de 10 segundos.
¿Qué poder tiene este final para volver a mi cabeza, forzándome a encontrarle un sentido no ya a la narración, sino a su insistente retorno? Parece como si la mente necesitara llenar ese vacío (ghosting) que impide cerrar debidamente una relación de muchas horas (son 86 capítulos de 60 minutos cada uno), en la que se ha producido una inversión emocional que requiere clausura. Sin ese alivio final aparece el fantasma y surge el desconcierto, la incertidumbre, la incomodidad, la inquietud que impide lo normal en el ficción de consumo habitual: pasar página y seguir con la siguiente. Con cada aparición, el fantasma de Toni Soprano reactiva el misterio de su existencia y de esta intensa relación que sostengo con él. ¿Qué es lo que no termina de llegar que me impide cerrarle la puerta?
La tranquilidad mental ante lo inacabado es, seguramente, síntoma de cierta complejidad o sofisticación en la educación narrativa. Las asilvestradas en la cultura mainstream, televisiva, hollywoodiense, probablemente tenemos incrustado en el cerebelo esta necesidad imperiosa de ponerle un “the end” aristotélico (planteamiento, nudo, desenlace) a todo. De hecho, las periodistas que trabajamos en las revistas y colorines varios sabemos que los reportajes que mejor prosperan (los que nos compran) son los que ofrecen determinados momentos de desolación, descubrimiento, satisfacción y cierre. Es la «tiranía de la trama» de la que habla Jacques Rancière en «El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna» (Casus Belli, 2015). Dice en la página 70:
«En el siglo XX, el periodismo es el gran arte aristotélico. Construye la realidad según un esquema de verosimilitud o de necesidad o, más precisamente, según un esquema que identifique la verosimilitud con la necesidad. Los reporteros enviados en busca de los habitantes pobres en las profundidades del país deben combinar, pues, los marcadores de la realidad individual que dan por cierto el relato con los significantes de la generalidad estadística que muestran esa realidad tal y como ya sabemos que es, conforme a lo que no puede no ser. Es esta identidad de lo verosímil y lo necesario lo que constituye el corazón de lo que se llama consenso».
En un informe elaborado por el equipo de investigación de The New York Times para averiguar qué tipo de periodismo funciona hoy se afirma que «la gente quiere historias con un comienzo claro, un desarrollo y, lo más importante, un final». Se trata de coger la masa informe de la experiencia y plantear un hilo narrativo que, mediante la herramienta de la adición y la sustracción (la selección), le dé un sentido a la cosa. «En un momento en que encender las noticias o desplazarse por Twitter se siente como un fuente inacabable de información, el deseo de leer historias que empiezan y acaban es particularmente agudo. En lo que parece un ciclo de noticias incesante e interminable, las personas quieren sentir que han llegado al final de una historia o que se han puesto al día con un tema. Buscan contenidos que tengan un punto final. Esto es particularmente importante con el desarrollo de historias de noticias: las personas sienten que a menudo son arrojadas a la mitad de la historia, sin contexto de lo que ya sucedió. (…) A través de nuestra investigación, escuchamos que las personas acuden a historias de sucesos por esta misma razón. Las personas dicen que disfrutan de la naturaleza contenida del contenido: saben que el misterio se resolverá al final. Cuando se trata de noticias, la gente también quiere ese sentimiento de que hay un final».
“La gente también quiere ese sentimiento”. No se puede explicar mejor el giro emocional de la política y los medios de comunicación, desesperados por encontrarle una argamasa a la desintegración neoliberal.
La satisfacción emocional de un punto y final no me basta, sin embargo, para explicar porqué el fantasma de Toni resucita tan insistentemente en mi cabeza. Hay algo más que queda no dicho, una expectativa que no se resuelve, un vacío a la espera. Y confieso que he leído cuanto artículo he encontrado en la red sobre el final de marras. La mayoría de ellos elucubra con posibles pistas dejadas por David Chase a lo largo de la serie y que explicarían el fundido a negro como la muerte del patriarca Soprano. Pero, claro, a mí lo que me inquieta no es saber si Toni muere o vive, sino porqué ahora vive en mis pensamientos y en los de mucha otra gente, por ejemplo todos esos articulistas que tratan de buscar una sutura narrativa a un personaje que se queda, aparentemente, en el aire. ¿Qué pasa con ese fundido a negro? ¿Cuál es su función? ¿Qué significa?
Ese telón a traición, sin prolegómenos ni contemplaciones, me parece la genialidad definitiva, ya se trate de una metáfora de la muerte o un mero recurso audiovisual para quitarse de encima la responsabilidad de inventar un final. Me interesan más sus efectos en el plano material: la manera en la que interrumpe el flujo anestésico de la narración es brutal. Logra que experimentemos en propia carne el nivel de sugestión y de ensoñamiento que puede alcanzar un cerebro y cómo funciona el dispositivo de captura que ponen en juego las series de televisión, sobre todo si has sucumbido a la tentación de la sesión continua (el atracón). Da vértigo pensar la cantidad de operaciones mentales que el cerebro va realizando mientras te sumerges completa y pasivamente en las series. ¿Qué negociaciones, renuncias y conquistas se firman en el backstage de la evasión?
Estos meses de encuentros con el fantasma de Toni Soprano me han servido para racionalizar lo que «Los Soprano» ha hecho en mí o lo que yo he hecho de «Los Soprano», finalmente convertido en el dispositivo que ha desactivado uno de los mecanismos mentales más perversos de todos los que implanta la educación católica: el juicio moral. No solo por comprobar su grandiosa inconsistencia frente al carisma de un personaje que seduce mi subjetividad desde todos los frentes posibles, sino por expresar de una manera tan fuerte la conexión entre la imperiosa necesidad de cierre en la narración y la cuestión moral. Las espectadoras de andar por casa nos esperábamos salvación o ajusticiamiento final, como es habitual, pero no aparece el juez ni ruedan cabezas. ¿Por qué nos aferramos tanto a esta mecánica circo romano?
«Los Soprano» supone mucho más que una incursión narrativa en el universo cerrado de la mafia neoyorquina. Más bien se sirve de su potencial estético e histórico para que veamos cómo se producen los sujetos, sujetos sujetados a subjetividades fabricadas a partir de un molde que aquí pasa de padres a hijos, hasta que tiene lugar algún tipo de cuestionamiento provocando por los cambios en el contexto. La masculinidad de los mafiosos es imprescindible para llevar adelante el negocio de la extorsión sobre el que gira su medio de vida, pero no es un destino inexorable: en cualquier momento puede producirse una interrupción o sobrevenir un malestar que lleve a atrincherarse aún más en la sujeción o a replantearse lo aprendido. El margen de deriva, si existe tiempo y acomodo para ese trabajo, es enorme. Y probablemente supone darle la buhardilla al juicio moral y pasar al salón a lo político.
Soy consciente de que esta puede ser otra ingenuidad. Aún no me resigno a la vida que se centra en evitar el sufrimiento y perseguir el goce. Aún creo en la transformación, aunque sospecho que este impulso tiene más que ver con el catolicismo misionero que con el idealismo (el autoanálisis de la subjetividad no termina nunca). En «La compasión difícil» (Galaxia Gutenberg, 2019), Chantal Maillard escribe:
“Ni el perdón ni la compasión tienen ya sentido. Este es el lugar del Hambre. No hay actos, ni decisiones, ni causas, ni efectos. Tan sólo un agujero blanco que ha de colmarse y gime. Y el batiente, arriba, batiendo sobre la nada”.
Los hombres me cuentan a Rosalía
SI entendemos nuestro tiempo a través de sus manifestaciones culturales o, al contrario, las estrellas de la cultura expresan para todos los públicos las claves de un tiempo, ¿quiénes son los intérpretes, los llamados a desencriptar esos sentidos, los que nos guían en la tarea de entender y entendernos? La figura que nos interesa, por su vinculación con lo sacerdotal, nos impele a emanciparnos y a elaborar nuestra propia vía de acceso a «lo divino cultural». Sin embargo, ni estamos tan emancipados de las interpretaciones ni aún en el caso de máxima desvinculación están estas libres de una metainterpretación que las ponga a vivir.
Hoy viene al caso Rosalía, esa artista en la que ya hay quien quiere ver la otra España, la que consuela de la ranciedad tradicionalista con su vistoso collage de sonidos. Rosalía es ahora mismo un lugar de poder para la interpretación, pues su nombre excita la lectura y todo intérprete es un poco parásito de su objeto. La disputa por el objeto Rosalía en las secciones de cultura de los medios de comunicación marca la posición de poder del crítico: no es lo mismos escribir la crónica del Sporting de Gijón que la del Real Madrid. Nótese la comparación de la cultura con el fútbol, dos campos de la información igualmente misóginos.
No se trata de impugnar las crónicas que leemos hoy, aunque salta a la vista que todas repiten ciertos lugares comunes y solo dos alcanzan a compensar el tiempo que se echa en leerlas, sino de darnos cuenta de que fijan y dan esplendor a la interpretación única fijada por el hombre que lo hace todo en el periodismo cultural y que replican sus clones en toda la cadena de producción de contenidos bajo coste. Lo que hoy leemos sobre Rosalía es una especie de acuerdo interpretativo avalado por cierta élite sacerdotal. La narración de un tipo de relación que se desvela, en la repetición machacona de ciertos valores y percepciones por parte de distintos autores, como un relato atado y bien atado a lo ya dicho y escrito. Los textos sobre Rosalía son expresión de una única subjetividad, esa que los defensores del periodismo sin géneros creen universal. Textos aparentemente inocuos que son esencialmente políticos, pues producen mirada, mundo, sentido, valores. ¿Los valores de quién?
Hay un periodista cultural que lo escribe todo.
Nos ponemos sus gafas, aprendemos sus definiciones.
Dentro de nosotras vive este señor con sus interpretaciones.