Mira una señora, mira una señora
Nada molesta más que el avistamiento de una vieja. Te lo recuerda GG100, la nueva publicación de Joaquín Secall y Raquel Manchado para la editorial Antorcha.
Están por todas partes, especialmente donde hay películas, libros, teatro, música y jolgorio. Las señoras, mayoría estereotipada, vilipendiada e ignorada como pocas, siempre serán de Cuenca o de Murcia para los villanos de la película. En la prehistoria de las redes sociales, en aquel Facebook, veinteañeras y treintañeras bien lozanas reivindicamos nuestro yo futuro en el imaginario grupo Señoras que, una celebración extemporánea del vacío significante que nos ocupa, a través de clichés sobre una etapa de la vida de la que no teníamos, en realidad, ni idea. A aquella demanda responde quizá la actual oferta de rellenos significativos para una categoría elusiva. Ahora mismo, ser una señora tiene casi todo que ver con la menopausia, una circunstancia que nos están metiendo hasta por las orejas porque remolca una cantidad de productos farmacéuticos, médicos y estéticos espeluznantes.
Las señoras, ya lo digo, están por todas partes. En versión antiguo régimen o en plan moderno, muy cerca de eso que hoy la chavalería llama divorciada o incluso madre. A punto de pasodoble o como Kim Gordon. Donde no están ni se esperan es en los dispositivos, pues la textura afilada del pixel rechaza el pliegue incierto de la arruga y la lorza, por no hablar del molesto glitch de las manchas seniles o las canas no estetizadas. Los medios de incomunicación asesinan a las señoras al menos desde los años 70, cuando Gaye Tuchman diagnosticó una “aniquilación simbólica” de las mismas. Lo sustituyó el cliché de lo femenino que ha terminado en el conocido revoltijo de lugares comunes: misma melena, misma nariz, mismos ojos de gata y misma normotalla, con mucho aerógrafo y look de tendencia. En algunas calles de tu ciudad verás la extensión de este ejército de clones, gente aterrorizada que echa la vida en evadir la perspectiva de morirse.
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El colmo del mal gusto hoy es lucir señora y querer un sitio en el espacio público. De ahí la popularidad de la foto de juventud para referirse a mujeres que están vivas y coleando, pero fuera de los parámetros estéticos de la cárcel social actual. Periódicos y revistas evitan publicar fotos de mujeres viejas que puedan pinchar la burbuja de su negocio real: la eternidad de LO QUE HAY. Prácticamente todo el capitalismo se destina a sostener el andamiaje de dicha idea: no nos vamos a morir nunca. La señora no tiene valor estético, pero tampoco epistemológico, pues a todo lo que dice se le aplica la conveniente distancia del paternalismo o la conmiseración, la sucia balleta que limpia, fija y de esplendor a la desautorización en boca de los villanos. Se aniquila así la letalidad de sus bombas dialécticas, perlas al más puro estilo bocca della verità, y la legitimidad de su autoritas. No se entiende que, dadas como son a ofrecer titular tras titular a los periodistas de la viralidad, no estén los digitales llenos de señoras dando su opinión sobre esta vida y la posibilidad de otra.
La erradicación de las mujeres viejas del aparato simbólico está siendo tan efectiva como la quema de brujas: en cuanto una señora se ve incapaz o se niega a mantener la fachada exigida, es inmediatamente retirada de la circulación mediática. Hay excepciones, claro, pero responde a la mecánica de los guardianes de la diversidad: los hombres se reservan el derecho de admisión de unas pocas para justificar al aniquilación simbólica y la exclusión material de las muchas más. De ahí que el consentimiento ante la avalancha de procedimientos estéticos que nos salen al paso esté, en terminología actual, viciado. No es que perseguir la eterna juventud sea un entretenimiento placentero para el narcisismo de las mujeres, que también, es que se impone como una condición de visibilidad en el espacio público ampliamente considerado y, lo que es aún más grave, en la constitución del mismísimo eros social (del deseo sexual organizado por la heteronorma ya ni hablamos). Quizá no te lo digan así de claro, pero así es: después de la gorda, la vieja es la mujer que más ascopena da a hombres y mujeres.
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La desaparición de las imágenes de las viejas de los dispositivos abreva un concepto al que Sigmund Freud dedicó un popular ensayo en 1910: ‘Lo siniestro’. Lo unheimlich (léase unjéimlig) se refiere a lo no familiar, a lo extraño, a lo que nos asusta. Eso de nuestra fantasía infantil que no nos reconforta con su familiaridad, sino que nos aterroriza por su irracionalidad. Antes de Freud, Schelling definió la noción de «extrañeza inquietante» (o sea, unheimlich en alemán) como «lo que debía de haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado». Alguna psicoanalista lo ha nombrado como “lo innombrable” y, también, como “un hueco negro de desinformación”. Imaginaréis lo que sugiero: las viejas son el unheimlich de la feminidad contemporánea, eso ausente, reprimido, de la ya de por sí terrible feminidad que Julia Kristeva señaló como inherentemente abyecta. Por eso hoy las viejas producen entre repulsión y terror, miedo y asco, cuando aparecen. Por eso las Greta Garbo de ayer, hoy y siempre se confinaron en sus apartamentos.
Cada persona debe encontrar su señora interior, para cuando la energía libidinal, física, psíquica, intelectual y espiritual ya no llega para alimentar la credulidad que requiere estar en el mundo. Ayudaría que, además de un animal espiritual, un ángel de la guarda y un familiar lejano o cercano que aparece en las ouijas, los adolescentes del mundo recibieran la asignación de una señora mítica con la ingesta de su primer gin tonic. Para que se fueran familiarizando con el cambio de guión que, si tienen suerte, les espera a la vuelta de la esquina. Si tienen suerte, insisto, pues son legión los que no llegan a desfamiliarizarse, desidentificarse y descapitalizarse. No hay que dejar nada, mucho menos niños, a la posteridad. Miranda July, musa indie que ya ve en lontananza la temida decrepitud, ha abundado en ‘The New Yorker’ (con perdón) cosas interesantes sobre la irrupción a los 50 de lo unheimlich, al hilo de su nueva novela, ‘All Fours’. En una de sus notas previas a la escritura de su libro que desvela a la revista escribe:
“Thinking about what aging means for the trans child, the need for hormones and blockers, and how the physical changes of middle age/old age out anyone who is living as more feminine than they were born, which most women do. We find that makeup and cute clothes don’t work anymore. It’s not that one wants to be masculine, but the femininity we were instructed in was actually youth. It peters out. For any kind of woman, especially a trans woman, but all of us. So you find yourself having to invent a new kind of femininity. From thin air. Not based on anything you’ve seen—or if you’ve seen it it’s so rare as to be part of an exquisite and obscure collection”.
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Sorpresa: el drama no es ya que las drogas dejen de funcionar (“All this talk of getting old // It’s getting me down, my love”), es que maquillaje y lookazos ya no hacen su trabajo. Eso sí que es un problemón, pues el capitalismo se ha encargado de que el narcisismo estético consuma el trabajo de sublimación que otros más libres y más listos destinan a su creatividad, su pasión vital, su entramado social y su red de afectos. Pero, cuidado, que esto no significa replegarnos en la intimidad y relegar allí la vida que merece ser vivida. Cojo una cita de Jorge Alemán de un coloquio sobre su libro ‘Soledad Común’ (Ned Ediciones) que quisiera leer, aunque desde hace tiempo apenas alcanzo a vislumbrar ideas desde los parlamentos de YouTube.
“Freud demuestra que las categorías del aparato psíquico pueden ser trasladadas a lo colectivo y de ahí psicología de las masas. Pero ese no es el único rostro de lo colectivo. Hay experiencias colectivas que no solo no bloquean lo más singular de cada uno, sino que permiten experimentarlo de manera radical. Hay en ciertas experiencias colectivas una oportunidad de encontrarse con lo más singular de cada uno”.
Cuando la máquina de producir feminidad ya no nos quiere, cuando el capital y las hormonas abandonan nuestros cuerpos, urge encontrar nuevas experiencias sociales a las que entregarnos en calidad de señoras. Una revolución de la socialidad que no será patrocinada, con lo que apunta a la parasitación de lo que quede de lo público y común: bibliotecas, centros sociales, asociaciones de vecinas, plazas, parques, fiestas patronales. Quizá por eso en los clubes de lectura no hay hombres: sencillamente, ellos tienen otros espacios para socializar. Además, el sistema asigna poco o nulo valor a las viejas, sean señoras, maricas, travestis u hombres blandengues, y a los espacios en los que se reúnen. ¿Qué hombre que se vista por los pies echaría su valioso tiempo en un lugar desvalorizado? Persistir en los desvalorizado supone una tarea tan feminista como infiltrarse allí donde mana el dinero. Hacerlo a través de las imágenes implica reconocerlas como lugares de poder, o sea, un campo de batalla donde se construye o se aniquila la consistencia social, política y material de la vida toda. Si la realidad la constituyen hoy las imágenes, como sostiene Hito Steyerl debidamente postproducidas, guionizadas y renderizadas, estamos en guerra, pues solo puede adquirir estatuto de realidad quien puede y quiere ser postproducido, guionizado y renderizado a la manera que dictan los flujos de la globalidad.
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Conviene dejar de ver las imágenes como algo inerte o incapaz de agencia. Hoy, son las imágenes las que utilizan a la gente como yacimiento de datos, de afectos, de información. Son el virus, el parásito, la reluciente peste del audiovisual global. Y promueven una infantilización de la subjetividad que solo se satisface en la cultura de lo inmediato: el consumo. «Lo quiero, lo tengo», dicen Amador Fernández Savater y José Luis Moreno Pestaña en este acercamiento a Marcuse, plagado de pistas para un mejor vivir.
A.F.S.– El deseo se satisface en lo imaginario con la sublimación. Sublimamos con el lenguaje: la promesa de que en el futuro será satisfecho, calma el deseo para que no pida satisfacción hoy. Se bloquea el deseo y se satisface en lo imaginario, sin efectos reales. Se puede pensar que lo subversivo es desublimar, ir directo a la cosa: la fiesta permanente, la vida sin trabajo, realizar todos los deseos. Marcuse dice: NO. Porque en este desvío del deseo que es la sublimación puede darse una compensación que nos engañe, lo que Marcuse llama sublimación represiva, o puede haber una sublimación emancipadora, creadora, no represiva. Esta es por la que apuesta Marcuse y es una cuestión más importante que nunca. La cultura del desvío frente a una cultura de lo directo: lo quiero, lo tengo.
J.L.M.P.– Sí, es la cultura de lo directo y de la expresividad constante de las emociones y de todo lo que se te pase por la cabeza. «Yo quiero sacar mi interior», dicen. Sí, pero igual lo que tienes en tu interior es una especie de cáncer mental. Lo que tienes igual es una chorrada, por mucho que sea íntima. O bilis. Elabóralo un poco. Estamos en una cultura de la hiperexpresividad y de la no elaboración. Frente a ella Marcuse propone la sublimación no represiva, que son formas de organización de la libido y de la primera pulsión que permite que adquiera más intensidad, más riqueza y sea compartible con otras personas. Eso es lo fundamental.
A.F.S.– Puede ser, por ejemplo, leer. Ahí hay una sublimación de la pulsión: permite al deseo que se satisfaga con algo no inmediato, sino a largo plazo; algo que conlleva un esfuerzo y que se puede compartir con otros. Es todo un trabajo de la civilización. Se trata de no reprimir la pulsión ni hacer que se satisfaga en lo inmediato con una descarga brutal, sino a través de algo que puede llevar un trabajo o un esfuerzo de elaboración. Y que eso te produzca una vibración física tan fuerte como pueda ser el acto sexual.
J.L.M.P.– Y no decir ni hacer lo que sientes. Porque si fijas muchos de los estados de sentimientos que tienes a lo largo del día expresándolos, terminas generando una situación objetiva desagradable. Esto tiene que ver con la violencia ambiente constante: la gente se insulta, los amigos se dejan de hablar, las parejas se hinchan a viagra en vez de hablar de su sexualidad… Todo se hace, menos elaborar. Lo comentábamos sobre la serie de los Sex Pistols que tanto nos ha gustado tanto a los dos. Cuando ven que se han convertido en un grupo mediocre, sumiso a las exigencias de la moda, y se separan, John Lydon dice: «Pero hubo un momento en que estuvimos bien». Se refiere a un concierto que hicieron en favor de unos bomberos en huelga una Nochevieja. «Ahí hicimos los que tuvimos que hacer», dice. «Ahí nos elaboramos», quiere decir. Esto es importante. Frente al solucionismo tecnológico y al expresivismo, hay formas de sublimación no represiva que hoy son vitales.
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En GG100, Joaquín Secall y Raquel Manchado reúnen algunas de esas viejas que tanto molestan al régimen estético (al régimen político) del capital. La publicación es una auténtica cura de la retina, si se consume con asiduidad. Al final de cada día de scroll, streaming y anuncios, basta una pasadita de las 1000 páginas de esta publicación para recuperar el foco de la realidad. Y la amplitud de la sensibilidad. La puedes comprar aquí