Mira una señora, mira una señora

Nada molesta más que el avistamiento de una vieja. Te lo recuerda GG100, la nueva publicación de Joaquín Secall y Raquel Manchado para la editorial Antorcha.

Están por todas partes, especialmente donde hay películas, libros, teatro, música y jolgorio. Las señoras, mayoría estereotipada, vilipendiada e ignorada como pocas, siempre serán de Cuenca o de Murcia para los villanos de la película. En la prehistoria de las redes sociales, en aquel Facebook, veinteañeras y treintañeras bien lozanas reivindicamos nuestro yo futuro en el imaginario grupo Señoras que, una celebración extemporánea del vacío significante que nos ocupa, a través de clichés sobre una etapa de la vida de la que no teníamos, en realidad, ni idea. A aquella demanda responde quizá la actual oferta de rellenos significativos para una categoría elusiva. Ahora mismo, ser una señora tiene casi todo que ver con la menopausia, una circunstancia que nos están metiendo hasta por las orejas porque remolca una cantidad de productos farmacéuticos, médicos y estéticos espeluznantes.

Las señoras, ya lo digo, están por todas partes. En versión antiguo régimen o en plan moderno, muy cerca de eso que hoy la chavalería llama divorciada o incluso madre. A punto de pasodoble o como Kim Gordon. Donde no están ni se esperan es en los dispositivos, pues la textura afilada del pixel rechaza el pliegue incierto de la arruga y la lorza, por no hablar del molesto glitch de las manchas seniles o las canas no estetizadas. Los medios de incomunicación asesinan a las señoras al menos desde los años 70, cuando Gaye Tuchman diagnosticó una “aniquilación simbólica” de las mismas. Lo sustituyó el cliché de lo femenino que ha terminado en el conocido revoltijo de lugares comunes: misma melena, misma nariz, mismos ojos de gata y misma normotalla, con mucho aerógrafo y look de tendencia. En algunas calles de tu ciudad verás la extensión de este ejército de clones, gente aterrorizada que echa la vida en evadir la perspectiva de morirse.

Louise Bourgeois. [En GG100, por cortesía de Antorcha Ediciones]

El colmo del mal gusto hoy es lucir señora y querer un sitio en el espacio público. De ahí la popularidad de la foto de juventud para referirse a mujeres que están vivas y coleando, pero fuera de los parámetros estéticos de la cárcel social actual. Periódicos y revistas evitan publicar fotos de mujeres viejas que puedan pinchar la burbuja de su negocio real: la eternidad de LO QUE HAY. Prácticamente todo el capitalismo se destina a sostener el andamiaje de dicha idea: no nos vamos a morir nunca. La señora no tiene valor estético, pero tampoco epistemológico, pues a todo lo que dice se le aplica la conveniente distancia del paternalismo o la conmiseración, la sucia balleta que limpia, fija y de esplendor a la desautorización en boca de los villanos. Se aniquila así la letalidad de sus bombas dialécticas, perlas al más puro estilo bocca della verità, y la legitimidad de su autoritas. No se entiende que, dadas como son a ofrecer titular tras titular a los periodistas de la viralidad, no estén los digitales llenos de señoras dando su opinión sobre esta vida y la posibilidad de otra. 

La erradicación de las mujeres viejas del aparato simbólico está siendo tan efectiva como la quema de brujas: en cuanto una señora se ve incapaz o se niega a mantener la fachada exigida, es inmediatamente retirada de la circulación mediática. Hay excepciones, claro, pero responde a la mecánica de los guardianes de la diversidad: los hombres se reservan el derecho de admisión de unas pocas para justificar al aniquilación simbólica y la exclusión material de las muchas más. De ahí que el consentimiento ante la avalancha de procedimientos estéticos que nos salen al paso esté, en terminología actual, viciado. No es que perseguir la eterna juventud sea un entretenimiento placentero para el narcisismo de las mujeres, que también, es que se impone como una condición de visibilidad en el espacio público ampliamente considerado y, lo que es aún más grave, en la constitución del mismísimo eros social (del deseo sexual organizado por la heteronorma ya ni hablamos). Quizá no te lo digan así de claro, pero así es: después de la gorda, la vieja es la mujer que más ascopena da a hombres y mujeres.

Yubaba, en ‘El viaje de Chihiro’ (2001). [En GG100, por cortesía de Antorcha Ediciones]

La desaparición de las imágenes de las viejas de los dispositivos abreva un concepto al que Sigmund Freud dedicó un popular ensayo en 1910: ‘Lo siniestro’. Lo unheimlich (léase unjéimlig) se refiere a lo no familiar, a lo extraño, a lo que nos asusta. Eso de nuestra fantasía infantil que no nos reconforta con su familiaridad, sino que nos aterroriza por su irracionalidad. Antes de Freud, Schelling definió la noción de «extrañeza inquietante» (o sea, unheimlich en alemán) como «lo que debía de haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado». Alguna psicoanalista lo ha nombrado como “lo innombrable” y, también, como “un hueco negro de desinformación”. Imaginaréis lo que sugiero: las viejas son el unheimlich de la feminidad contemporánea, eso ausente, reprimido, de la ya de por sí terrible feminidad que Julia Kristeva señaló como inherentemente abyecta. Por eso hoy las viejas producen entre repulsión y terror, miedo y asco, cuando aparecen. Por eso las Greta Garbo de ayer, hoy y siempre se confinaron en sus apartamentos.

Cada persona debe encontrar su señora interior, para cuando la energía libidinal, física, psíquica, intelectual y espiritual ya no llega para alimentar la credulidad que requiere estar en el mundo. Ayudaría que, además de un animal espiritual, un ángel de la guarda y un familiar lejano o cercano que aparece en las ouijas, los adolescentes del mundo recibieran la asignación de una señora mítica con la ingesta de su primer gin tonic. Para que se fueran familiarizando con el cambio de guión que, si tienen suerte, les espera a la vuelta de la esquina. Si tienen suerte, insisto, pues son legión los que no llegan a desfamiliarizarse, desidentificarse y descapitalizarse. No hay que dejar nada, mucho menos niños, a la posteridad. Miranda July, musa indie que ya ve en lontananza la temida decrepitud, ha abundado en ‘The New Yorker’ (con perdón) cosas interesantes sobre la irrupción a los 50 de lo unheimlich, al hilo de su nueva novela, ‘All Fours’. En una de sus notas previas a la escritura de su libro que desvela a la revista escribe: 

“Thinking about what aging means for the trans child, the need for hormones and blockers, and how the physical changes of middle age/old age out anyone who is living as more feminine than they were born, which most women do. We find that makeup and cute clothes don’t work anymore. It’s not that one wants to be masculine, but the femininity we were instructed in was actually youth. It peters out. For any kind of woman, especially a trans woman, but all of us. So you find yourself having to invent a new kind of femininity. From thin air. Not based on anything you’ve seen—or if you’ve seen it it’s so rare as to be part of an exquisite and obscure collection”. 

En ‘Orphan Black’, temporada 5.

Sorpresa: el drama no es ya que las drogas dejen de funcionar (“All this talk of getting old // It’s getting me down, my love”), es que maquillaje y lookazos ya no hacen su trabajo. Eso sí que es un problemón, pues el capitalismo se ha encargado de que el narcisismo estético consuma el trabajo de sublimación que otros más libres y más listos destinan a su creatividad, su pasión vital, su entramado social y su red de afectos. Pero, cuidado, que esto no significa replegarnos en la intimidad y relegar allí la vida que merece ser vivida. Cojo una cita de Jorge Alemán de un coloquio sobre su libro ‘Soledad Común’ (Ned Ediciones) que quisiera leer, aunque desde hace tiempo apenas alcanzo a vislumbrar ideas desde los parlamentos de YouTube.

“Freud demuestra que las categorías del aparato psíquico pueden ser trasladadas a lo colectivo y de ahí psicología de las masas. Pero ese no es el único rostro de lo colectivo. Hay experiencias colectivas que no solo no bloquean lo más singular de cada uno, sino que permiten experimentarlo de manera radical. Hay en ciertas experiencias colectivas una oportunidad de encontrarse con lo más singular de cada uno”.

Cuando la máquina de producir feminidad ya no nos quiere, cuando el capital y las hormonas abandonan nuestros cuerpos, urge encontrar nuevas experiencias sociales a las que entregarnos en calidad de señoras. Una revolución de la socialidad que no será patrocinada, con lo que apunta a la parasitación de lo que quede de lo público y común: bibliotecas, centros sociales, asociaciones de vecinas, plazas, parques, fiestas patronales. Quizá por eso en los clubes de lectura no hay hombres: sencillamente, ellos tienen otros espacios para socializar. Además, el sistema asigna poco o nulo valor a las viejas, sean señoras, maricas, travestis u hombres blandengues, y a los espacios en los que se reúnen. ¿Qué hombre que se vista por los pies echaría su valioso tiempo en un lugar desvalorizado? Persistir en los desvalorizado supone una tarea tan feminista como infiltrarse allí donde mana el dinero. Hacerlo a través de las imágenes implica reconocerlas como lugares de poder, o sea, un campo de batalla donde se construye o se aniquila la consistencia social, política y material de la vida toda. Si la realidad la constituyen hoy las imágenes, como sostiene Hito Steyerl debidamente postproducidas, guionizadas y renderizadas, estamos en guerra, pues solo puede adquirir estatuto de realidad quien puede y quiere ser postproducido, guionizado y renderizado a la manera que dictan los flujos de la globalidad.

Donde terminan las políticas de la identidad. [En GG100, por cortesía de Antorcha Ediciones]

Conviene dejar de ver las imágenes como algo inerte o incapaz de agencia. Hoy, son las imágenes las que utilizan a la gente como yacimiento de datos, de afectos, de información. Son el virus, el parásito, la reluciente peste del audiovisual global. Y promueven una infantilización de la subjetividad que solo se satisface en la cultura de lo inmediato: el consumo. «Lo quiero, lo tengo», dicen Amador Fernández Savater y José Luis Moreno Pestaña en este acercamiento a Marcuse, plagado de pistas para un mejor vivir.

A.F.S.– El deseo se satisface en lo imaginario con la sublimación. Sublimamos con el lenguaje: la promesa de que en el futuro será satisfecho, calma el deseo para que no pida satisfacción hoy. Se bloquea el deseo y se satisface en lo imaginario, sin efectos reales. Se puede pensar que lo subversivo es desublimar, ir directo a la cosa: la fiesta permanente, la vida sin trabajo, realizar todos los deseos. Marcuse dice: NO. Porque en este desvío del deseo que es la sublimación puede darse una compensación que nos engañe, lo que Marcuse llama sublimación represiva, o puede haber una sublimación emancipadora, creadora, no represiva. Esta es por la que apuesta Marcuse y es una cuestión más importante que nunca. La cultura del desvío frente a una cultura de lo directo: lo quiero, lo tengo.

J.L.M.P.– Sí, es la cultura de lo directo y de la expresividad constante de las emociones y de todo lo que se te pase por la cabeza. «Yo quiero sacar mi interior», dicen. Sí, pero igual lo que tienes en tu interior es una especie de cáncer mental. Lo que tienes igual es una chorrada, por mucho que sea íntima. O bilis. Elabóralo un poco. Estamos en una cultura de la hiperexpresividad y de la no elaboración. Frente a ella Marcuse propone la sublimación no represiva, que son formas de organización de la libido y de la primera pulsión que permite que adquiera más intensidad, más riqueza y sea compartible con otras personas. Eso es lo fundamental.

A.F.S.– Puede ser, por ejemplo, leer. Ahí hay una sublimación de la pulsión: permite al deseo que se satisfaga con algo no inmediato, sino a largo plazo; algo que conlleva un esfuerzo y que se puede compartir con otros. Es todo un trabajo de la civilización. Se trata de no reprimir la pulsión ni hacer que se satisfaga en lo inmediato con una descarga brutal, sino a través de algo que puede llevar un trabajo o un esfuerzo de elaboración. Y que eso te produzca una vibración física tan fuerte como pueda ser el acto sexual.

J.L.M.P.– Y no decir ni hacer lo que sientes. Porque si fijas muchos de los estados de sentimientos que tienes a lo largo del día expresándolos, terminas generando una situación objetiva desagradable. Esto tiene que ver con la violencia ambiente constante: la gente se insulta, los amigos se dejan de hablar, las parejas se hinchan a viagra en vez de hablar de su sexualidad… Todo se hace, menos elaborar. Lo comentábamos sobre la serie de los Sex Pistols que tanto nos ha gustado tanto a los dos. Cuando ven que se han convertido en un grupo mediocre, sumiso a las exigencias de la moda, y se separan, John Lydon dice: «Pero hubo un momento en que estuvimos bien». Se refiere a un concierto que hicieron en favor de unos bomberos en huelga una Nochevieja. «Ahí hicimos los que tuvimos que hacer», dice. «Ahí nos elaboramos», quiere decir. Esto es importante. Frente al solucionismo tecnológico y al expresivismo, hay formas de sublimación no represiva que hoy son vitales.

En GG100, Joaquín Secall y Raquel Manchado reúnen algunas de esas viejas que tanto molestan al régimen estético (al régimen político) del capital. La publicación es una auténtica cura de la retina, si se consume con asiduidad. Al final de cada día de scroll, streaming y anuncios, basta una pasadita de las 1000 páginas de esta publicación para recuperar el foco de la realidad. Y la amplitud de la sensibilidad. La puedes comprar aquí

Es preciso que, en última instancia, solo tengan relación con lo que aman

Encuentren lo que les gusta. No pasen jamás un segundo criticando algo o a alguien. Nunca, nunca, nunca critiquen. Y si los critican a ustedes, digan: «De acuerdo» y sigan, no hay nada que hacer. Encuentren sus moléculas. Si no las encuentran, ni siquiera pueden leer. Leer es eso, es encontrar sus propias moléculas. Están en los libros. Vuestras moléculas cerebrales están en los libros. Yo creo que nada es más triste en los jóvenes en principio dotados que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amando. Y generalmente no encontrar los libros que uno ama, o no amar finalmente ninguno, da un temperamento… De golpe, uno se hace sabio sobre todos los libros. Es una cosa rara. Nos volvemos amargos. Ustedes conocen la especie de amargura de ese intelectual que se venga contra los autores por no haber sabido encontrar a aquellos que amaba… El aire de superioridad que tiene a fuerza de ser tonto. Todo eso es muy enojoso. Es preciso que, en última instancia, solo tengan relación con lo que aman.

En medio de Spinoza, Gilles Deleuze

La gordura como fantasma: el elefante en la habitación de la filosofía 

«Una de mis amigas filósofas recuerda que escuchó a una colega decir sobre ella: ‘Si no es disciplinada con la comida, ¿cómo va a serlo a la hora de pensar?'».

Kate Manne

Es la gran ironía o, mejor, la gran broma de este tiempo. El cuerpo se ha convertido en el eje por excelencia del pensamiento filosófico que nos llega desde las instancias de la divulgación. La “Enciclopedia crítica del género” (Ed. Arpa), explicada como “una cartografía contemporánea de los principales saberes y debates de los estudios de género”, lo asume como el primer eje que vertebra sus más de 600 páginas. Está dirigida por Luis Alegre Zahonero, Eulalia Pérez Sedeño y Nuria Sánchez Madrid. Esta última dirige un proyecto que sigo desde sus inicios gracias a la difusión de sus actividades en YouTube: Precarity Lab. Como su nombre indica, explora la dimensión de lo precario, de la pobreza, en la contemporaneidad desde el punto de vista de la filosofía social. Pero no nos despistemos: vayamos a la ironía.

El eje cuerpo/cuerpos cuenta con múltiples entradas a cargo de distintas filósofas, quince para ser precisas: Belleza y feminidad, Cuerpo letrado, Cuerpo relacional, Cuerpo y deporte, Cuerpo y ecofeminismo, Cuerpo y emoción, Cuerpos normales y diversidad funcional Cuerpos prostituidos, Cuerpos sexuados, Cuerpos transformados Cuerpos y sexualidades en la teología cristiana reciente, Edadismo, Enajenación de cuerpos y sexualidades, Racialización y anticolonialismo, Violencias feminicidas. Leo con sorpresa que la gordura, el cuerpo gordo, no ha merecido una entrada, como sí ha sucedido con el edadismo. La imposición de delgadez y juventud van de la mano en nuestras sociedades. ¿Por qué la discriminación en razón de la edad se percibe como tema filosófico pero la discriminación en razón del peso no?

La palabra ‘gorda’ solo se menciona una vez en todo el texto, al hablar del tatuaje cuir como aquel que “apesta por la salvaguarda de la diferencia y el respeto a todos los cuerpos, con especial atención al colectivo LGTBIQ+, las personas racializadas o las personas gordas”. No se menciona ningún sinónimo habitual: sobrepeso, obesidad, gordura. Su antónimo, ‘delgadez’, aparece en la entrada dedicada a la Belleza y feminidad tres veces. Me sorprendo, pues Nuria Sánchez Madrid parece muy seriamente vinculada al fenómeno del sufrimiento social de la precariedad, en el que la gordura funciona como marca de clase. Busco la foto de las filósofas que escriben este importante volumen: digamos, con Umberto Eco, que todas se sirven para pensar de un cuerpo nada apocalíptico.

Trato de rescatar de mi memoria visual el avistamiento de alguna filósofa gorda en mis múltiples visionados de congresos, ponencias y seminarios en YouTube, Zoom y todo tipo de plataformas institucionales. Imposible: la gordura es un fantasma en la filosofía académica. Solo puedo rememorar a una joven filósofa que recién inicia su camino. Llamémosla Pitufina. Una joven y brillante mujer que, por descontado, no va a acometer la circunstancia de su propio cuerpo como matera filosófica. Sería un suicidio profesional, pues no tendría interlocutoras de prestigio en la Academia, ni seminarios ni congresos ni grupos de investigación a los que sumarse. El cuerpo interesa, sí, pero no todas sus marcas están invitadas al festín de la investigación filosófica financiada. 

«Queridos doctorandos gordos: si no tenéis fuerza de voluntad suficiente como para dejar los carbohidratos, ¿cómo la vais a tener para terminar la tesis» #Verdad

Tuit del profesor Geoffrey Miller, citado por Manne

No puede quedar como dato que sea un filósofo, José Luis Moreno Pestaña, quien lidera el único proyecto que conozco centrado en la discriminación corporal. Se trata de la cátedra de reciente creación en la Universidad de Granada ‘Cátedra Filosofía Social de la Discriminación Corporal’. Pestaña se acerca al fenómeno como observador y analista en un trabajo impagable, pero me pregunto cuántas investigadoras gordas han podido vincularse con la tarea desde la vivencia concreta de esta discriminación. No por despreciar el trabajo analítico y reflexivo, sino por echar en falta aquel que cuenta con otros inputs para pensar. Algo que se repite en la visibilización de la cuestión gorda en España es la delegación del discurso. Casi siempre son activistas y artistas delgadas las que hablan en nombre de las gordas. No solo estamos ante un caso de ‘injusticia epistémica’, sino de ‘thinsplaining’, remedando el famoso ‘mansplainig’ de Rebea Solnit.

La ausencia de cuerpos gordos como emisores de discurso es comprensible: el odio que reciben las mujeres que osan a politizar su existencia a través del teatro, la escritura, la moda o el activismo es brutal. La ausencia de cuerpos gordos es un termómetro bastante sintomático de la presencia de violencia en un campo determinado. Hoy suscita extrañeza la ausencia total de mujeres, al fin y al cabo la mitad de la población. Según la Encuesta de Condiciones de Vida 2022, un 34,3% de las personas mayores de 18 años tiene sobrepeso. En 2023, una investigación del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII) y la Agencia Española de Seguridad Alimentaria (AESAN) estimó que el 55,6% de los adultos tiene exceso de peso. En la Academia filosófica vemos, de hecho, a hombres gordos. ¿Por qué no vemos en congresos, seminarios y ponencias a filósofas gordas?

Una filósofa gorda se ha atrevido a contestar a esta pregunta. Se trata de Kate Manne, autora de ‘Unshrinking: How ro Face Fatfobia’ (2024) ha escrito en este último libro acerca de lo que significa habitar la institución académica para pensar desde un cuerpo gordo. Son muchas las páginas que dedica a desgranar cómo la filosofía ha tratado a los filósofos gordos: con crueldad. La precisión, la rectitud y el control que proporciona el uso filosófico de la racionalidad no puede aplicarse a físicos que se desbordan. En los textos, se valora la prosa compacta y se critica la blandura y las florituras. Manne cita W.V.O.Quine y su amor por los paisajes desérticos como una metáfora de la metafísica austera que anima la filosofía. Y se pregunta: “¿Qué es, frente a esta imagen, el cuerpo gordo sino exceso, derroche, redundancia?”.

Los filósofos gordos traicionan la encarnación del ideal filosófico. Las filósofas gordas redoblan esa traición, pues también se desvían del ideal de lo femenino. La expulsión de las gordas de la iglesia de la filosofía se justifica no solo desde lo estético, sino desde lo moral. Quien quiera deducir la gordofobia a una cuestión estética, ni la ha pensado ni la ha experimentado. Así lo dice Manne:

“Como filósofa de profesión, he llegado a la conclusión de que la gordofobia de mi disciplina me ha afectado profundamente. Dicha gordofobia traslada, de manera más o menos subliminal, que los cuerpos gordos no solo suponen un problema moral o sexual: también son síntoma de una deficiencia intelectual. Esto tiene implicaciones que van más allá de la disciplina y de la academia, porque los filósofos reflejan tanto como contribuyen la cultura intelectual general. La filosofía, para bien o para mal, de manera justa o injusta, supone la primera de las humanidades, la que proporciona el fundamento de autoridad intelectual. Por eso, examinar la gordofobia en mi propio campo puede servir de lupa, de lente de aumento, de algo mucho más importante: por qué pensamos que las mentes que habitan los cuerpos gordos son estúpidas”.

Feminismo del PSOE vs. feminismo de Podemos

«A menudo la teoría feminista prescinde de los hechos concretos que conforman las vidas de las mujeres y se limita a anunciarles, desde su pedestal, cuál es el verdadero sentido de sus vidas. A la mayoría de las mujeres estas pretensiones les traen sin cuidado. Tienen demasiado trabajo que hacer»

Amia Srinivasan

Hace diez años que comenzó este blog, con aquellas bragas que Cristina Pedroche muy oportunamente mostró en Nochevieja. Lo abrí como una especie de registro de lo que podía obrar la teoría feminista en mí, pues entonces cursaba un master en la muy canónica Universidad de Oviedo. No acudí a aquel posgrado por una necesidad personal de sanar nada o una vocación activista tardía, sino por pura necesidad profesional. Coincidió con la ‘celebritización’ del feminismo, con Beyoncé primero y el #MeToo después, y la teoría feminista se convirtió en un ‘tema’ en las revistas femeninas donde escribía. Las millennials venían equipadas con nuevos conceptos que y necesitaba formación para escribir con tino. Tuve suerte, porque aquel master me llevó mucho más lejos de lo previsto, mucho más allá de vender diez o doce articulitos sobre las estrellas del pop y sus manifiestos. Me capturó la teoría, por su poder para crear desorden crítico en el presente, y el deseo de teoría me llevó a la filosofía. Qué suerte haber encontrado, a estas alturas, una pasión tan exigente y tan bella.

En estos diez años el feminismo ha dado un vuelco, dicen, aunque quiero pensar que, si se produjera otra sentencia judicial como la de ‘la manada’, las mismas o más saldríamos a las calles a clamar como una contra aquel juez que veía “jolgorio” donde había violencia. Sí se ha vuelto un movimiento más complejo y teóricamente exigente, aunque suela llegar a los medios de comunicación y las redes sociales reducido a eslóganes. Sorpresa: el periodismo pocas veces recoge la densidad de los conceptos de los que se sirve. Siempre puede existir un punto de contacto y alianza entre las distintas corrientes del feminismo, aunque sea el mínimo común denominador de la epistemología feminista que es el perspectivismo: no existe una verdad abstracta universalmente infalible, sino perspectivas situadas que, junto a otras, trabajan para construir algo parecido a una objetividad débil. En este sentido, defender una jerarquía entre las distintas corrientes del feminismo no parece pertenecer al feminismo mismo sino al mercado y sus reglas de la competencia.

En España, si llegas al feminismo a través de la universidad, de la academia, asumes la tradición europea del feminismo de la igualdad, sus autoras y bibliografía. Seguimos el camino que trazó desde 1987 la filósofa Celia Amorós con su seminario Feminismo e Ilustración, en el que se formaron algunas de las filósofas que, subsiguientemente, se embarcaron en la tarea de influir en el poder, la mayoría a través de sus clases en la universidad (prácticamente han copado las plazas de titulares relacionadas con el género) y sus libros y otras desde instancias políticas promovidas por el PSOE, como el Instituto de la Mujer o el Ministerio de Igualdad. El ejemplo más evidente de esta alianza entre poder político y feminismo es el de Amelia Valcárcel, consejera de Educación, Cultura, Deportes y Juventud en el Gobierno asturiano a principios de los años noventa y durante más de 20 años miembro del Consejo de Estado. Pero también tenemos a Nuria Varela, primera directora de gabinete del Ministerio de Igualdad del Gobierno de España en 2008 y, hasta hace nada, directora general de Igualdad de la Xunta del Principado y del Instituto Asturiano de la Mujer. Fue denunciada por violencia psicológica, con “amenazas, insultos, presiones, descalificaciones” por las trabajadoras del servicio. Estas mujeres y el feminismo que defendieron han tenido la hegemonía de los sentidos feministas durante lustros, sobre todo en lo que a desarrollo legislativo, visibilidad e influencia se refiere.

El feminismo de los derechos para las mismas

El feminismo ilustrado, el feminismo de la igualdad, es funcional al mundo en el que muchas hemos estamos inmersas, el mediado por las aspiraciones y deseos de una clase media abundante y medianamente satisfecha. Conforme ese mundo ha ido desapareciendo y se ha abierto espacios digitales disponibles para las otras, muchas hemos comprendido mejor las reclamaciones que la interseccionalidad hacía al universalismo ilustrado, para el que la distinción de género lo es todo. Dicho feminismo defiende los valores ilustrados, autonomía, libertad, igualdad, y denuncia prejuicios, estereotipos y esencialismos biológicos bajo la premisa de una única dominación originaria, por así decirlo: la patriarcal. Pero, ¿cómo no hacer distingos entre las mismas mujeres, si una limpia la casa que otra apenas pisa para dormir porque su carrera va embalada? La teoría feminista europea suele ser territorio confortable para nosotras y, de hecho, ancla en el empoderamiento individual (creo que muchas pasamos por una fase de ‘policía del feminismo’ muy lamentable); cierta deconstrucción, muy limitada, de la heteronorma y el amor romántico; la fijación por el acceso a las instancias de conocimiento y poder a través de cuotas y la ruptura del techo de cristal y el reconocimiento de la violencia machista como fenómeno estructural en la sociedad. 

El momento fuerte de la elaboración teórica de Amorós y sus discípulas, el derecho a la individuación de las mujeres, coloca en el centro a las mujeres adiestradas en el ser-para-los-demás e ignora la agencia de las las que se han individuado a fuerza de tener que sobrevivir, por ejemplo en la prostitución. Su objetivo es liberar a las mujeres de la “sobrecarga de identidad” (una conceptualización de Michèle Le Dœuff) que las encierra en un destino, para permitirles realizar un proyecto de vida libre de violencia y verdaderamente autónomo. A estos presupuestos de base se han ido sumando matizaciones, como la que realiza el ecofeminismo que en España defiende Alicia Puleo, donde queda expuesta la escisión de la naturaleza de este sujeto fuerte que pertenece tanto a la ilustración como a la modernidad. Puleo también señaló la distinción entre patriarcado de coerción y de consentimiento, muy útil. Amelia Valcárcel subrayó especialmente las particularidades de la misoginia romántica y su ascendiente en la conformación de la cultura patriarcal, consignó el derecho al mal de las mujeres y denuncia la ley del agrado que lleva a las mujeres a plegarse a las expectativas de la mirada masculina. Últimamente, también que se esta suplantando la agenda feminista por planteamientos poscoloniales, considerados por ella relativistas, o las demandas de las culturas queer.

Ya desde finales de los 90, desde las organizaciones de base y los movimientos sociales se señalaron las costuras de este feminismo académico e institucional, incapaz de ver con sus gafas moradas a muchas de esas mujeres que decían representar. Somos las que leímos a Beauvoir sin deslumbrarnos, pero sentimos cómo un rayo nos partía al leer a Sojourner Truth, cuando reclamaba a las feministas blancas: “Acaso no soy yo una mujer”. Es la misma reclamación que han hecho las obreras, las lesbianas, las trans, las neurodivergentes, las kellys, las prostitutas, las migrantes, las musulmanas, queers y gordas, siempre con un pie en lo monstruoso y otro en el fetiche de la heteronorma. El haz de percepciones que constituye a un sujeto ha encontrado en la teoría muchas maneras de llamarse, más allá de ese sujeto verosímil de Amorós que resuelve la escisión obrada por el patriarcado. Teresa de Lauretis habló de sujeto excéntrico; Seyla Benhabib, de sujeto situado; Rosi Braidotti, de sujeto nómade; Chantal Mouffe señaló posiciones de sujeto. En la misma tradición ilustrada encontramos un sujeto que no tiene nada que ver con el sujeto unitario, universal y libérrimo de la Modernidad, por ejemplo el sujeto disperso de Diderot.

Estas son las dos posiciones que laten bajo el enfrentamiento de las feministas del PSOE y de Podemos, una disquisición política y teórica que en el nuevo siglo encarnan de la mejor manera las filósofas Clara Serra y Silvia Gil, por ejemplo. Ambas han intercambiado sendas columnas en estas semanas con el buen tono que se perdió en manos de Valcárcel y sus aliadas, tanto en la academia feminista como en su manifestación mediática. Serra trata de sacar al feminismo ilustrado de la terrible deriva que ha difundido Valcárcel, con su denuncia de un supuesto ‘borrado de las mujeres’ a manos del ‘generismo queer’ y de la ley trans, ha difundido. La filósofa asturiana y sus seguidoras han pasado de impugnar el biologicismo de nuestra cultura a defender un esencialismo que no es estratégico, como pedía Gayatri Spivak, sino sustancial. Tan sustancial, que ha llegado a alinearse con las demandas nostálgicas del viejo orden de género que realiza el partido Popular: se fortifica tras una categoría mujer que no negocia su basamento en la biología, la de la gestación y la menstruación. La diferencia sexual antaño expulsada del feminismo de la igualdad se defiende hoy por ese mismo feminismo como el dique de contención contra una avalancha imaginaria de hombres que se disfrazan de mujeres para entrar en los baños femeninos, delincuentes que tratan de librarse de sentencias condenatorias o sátiros que tratan de acceder sexualmente a mujeres con ovarios. Una locura. 

“Tiene sin duda un carácter trágico la deriva despótica de un feminismo que parece entenderse a sí mismo como una vanguardia iluminada y que se siente asistido por la verdad y la razón para emprender una guerra contra quienes considera esclavos que reivindican sus cadenas. Tiene sentido reflexionar sobre si este tipo de soberbia, potencialmente dogmática y reaccionaria, es una característica consustancial al feminismo de la igualdad o si es una cualidad de sus defensoras”, escribe Clara Serra.

Enfrente pero no enfrentada se sitúa Silvia Gil, con la diferencia añadida de pensar desde México, un lugar bien distinto al Madrid de Serra. Su texto sostiene que no son los excesos de algunas maestras, sino los presupuestos mismos del feminismo ilustrado, los que llevan a ejercer violencia epistemológica, hermenéutica y verbal contra las mujeres trans. Para Gil, las pluralización del feminismo llevada a cabo por las minorías no fue un “capricho intelectual de la posmodernidad” sino una “tabla de salvación de quienes necesitan mirar el mundo desde los rincones más oscuros e invisibles de la historia”. La filósofa Fefa Vila, alumna de aquel seminario de Amorós, lo resumió así en Facebook: “Como parte de la primera generación de crea-activistas-pensadoras queer, me siento totalmente identificada con esta posición. De alguna forma ejercimos nuestro derecho al mal para VIVIR”. “La noción de patriarcado manejada por las feministas ilustradas se sostiene sobre la vieja noción de estructura”, escribe Gil. “Las mujeres que viven bajo esta estructura son potencialmente víctimas, independientemente de lo que ellas perciban, como suele pensarse de las trabajadoras del sexo o de las mujeres de Oriente Medio. La agencia no tiene cabida en esta manera de comprender el mundo. El único modo de liberarse de esta estructura es caminando hacia una mejor Ilustración, algo que, de un modo u otro, debería suceder en todos los países”. 

“Estas filósofas defienden una tradición de pensamiento para la que la forma de clasificar – interpretar, significar– sexualmente a los seres humanos no ofrece ninguna duda: “Es evidente que hay hombres y mujeres”, afirmó de manera contundente Amelia Valcárcel en una polémica conferencia, celebrada en 2022 en la Universidad Nacional Autónoma de México”, escribe Silvia Gil.

El ruido y la furia que ha desatado la política feminista, donde se enzarzan ministras, activistas y sus respectivas hinchadas, es gozo y monetización de los medios de comunicación en los que se enfrentan. Ya se ha convertido en un lugar común señalar a los medios como los principales beneficiarios de estos enganchones furiosos entre facciones: el clic ama la polarización. Pero aunque el mensajero merezca tantas veces ‘ser asesinado’, no suele ser el único responsable de un fenómeno complejo y que atañe a todo el espectro político y más allá. Rasmus Nielsen, director del Reuters Institute for the Study of Journalism, subraya que la desinformación que invade el espacio público no se origina desde cuentas anónimas de ciudadanos de a pie ni de activistas, sino gracias actores políticos de primer orden, diputados, ministros y presidentes incluidos. Así, de la misma manera que aún muchas personas creen que había armas de destrucción masiva en Irak o que la vacuna de la covid era potencialmente letal, infinidad de mujeres han caído presas del miedo al ‘borrado de las mujeres’ (recordemos: más del 50% de la población) a raíz de la apertura de la categoría mujer a las mujeres trans, o sea, menos de 5.000 personas según todas las aproximaciones, ya que no existen datos oficiales. Solo porque Amelia Valcárcel y otras mujeres influyentes de su círculo han dado la voz de alarma en sus redes, artículos, seminarios y congresos.

¿De dónde viene este miedo a desaparecer que tienen las mujeres, este terror ante lo que se lee como el fin del orden del orden de género tal y como lo conocemos? Definitivamente, no es un estado del ánimo que afecte solo al feminismo, pues parece generalizada en la izquierda un deseo de volver a las categorías claras y distintas del siglo XX y hasta del XIX, no solo la de mujer sino la de obrero, por ejemplo, como si al anclarse en ellas retornara un estado de cosas más controlable. El repliegue rechaza un presente que, en estos diagnósticos alarmados y confundidos, es producto de la irrupción de la diversidad y de sus demandas de reconocimiento y redistribución. Clara Ramas lo explica en otro artículo que levanta acta de la epidemia de nihilismo que se abre paso en nuestras sociedades: “Frente al diagnóstico de los reaccionarios, que confunden el efecto con la causa, debemos afirmar que emprender, siquiera verbalizar, una “guerra por los valores” significa que los valores estaban ya en crisis. Los nihilistas se disfrazan de conservadores, pero si hay que defender la nación, la religión o la masculinidad es porque ni la nación, ni la religión ni la masculinidad van ya de suyo. Las “guerras culturales”, la polarización, la ausencia de una normatividad compartida, el conflicto social, la hiperpolitización, no son causas, sino efectos del nihilismo”. 

Resentimiento y reacción o la doctrina del shock emocional

Los valores que hasta hace nada le daban sentido a nuestro mundo decaen, se desvalorizan, diría Weber. Enrique del Teso lo llama “momento de ira y rencor”, en el que la mentira lleva a la población al descreimiento, la frustración y la violencia. “¿A quién beneficia que los humildes sientan furia contra otros humildes?”, se pregunta. Inevitable pensar a quién beneficia que unas mujeres rechacen furiosamente a otras. De todo este resentimiento, escribe Ramas, “nace así un particular tipo de agravio por el que los poderosos pueden sentirse más víctimas que los dominados: el agravio del destronado”. Pero no perdamos de vista lo que ocurre “detrás de toda la maraña”, escribe Enrique del Teso. O sea, “retiradas de impuestos de los ricos, eliminación de reglas laborales, más policía y cuerpos armados, menos derechos, privatizaciones desbocadas y desprotección. Detrás del humo y el ruido siempre están las oligarquías, los ricos y su cohorte, buscando y financiando el paso de la democracia a un sistema autoritario de fronteras (territoriales, sexuales, raciales, sociales) rígidas y vigiladas, con un inframundo de fundamentalismos religiosos como elemento conductor”.

¿Cómo sortear, entonces, la captura mediática que nos empuja a convertirnos en forofas de uno u otro feminismo, en este contexto tóxico en el que la manipulación, la mentira y la deshumanización del otro campa? ¿Cómo no convertirnos en policías, jueces o expendedoras de carnés? Encuentro en el ensayo ‘El derecho al sexo’ de Amia Srinivasan una apropiación de la ética de la responsabilidad de Weber interesante cuando dice: “El feminismo no se puede consentir la fantasía de que los intereses siempre convergen; de que nuestros planes no tendrán consecuencias imprevistas e indeseables; de que la política es un espacio cómodo”. Y cita a Bernice Johnson Reagon cuando explica que “una política verdaderamente radical, una política de coaliciones, no puede ser un hogar para sus miembros”: “Alguna gente llega a una coalición y mide el éxito de esta en función de si se siente o no a gusto en ella. Lo que buscan no es una coalición: ¡lo que buscan es un hogar! Buscan un biberón con tetina y algo de leche dentro y eso no se encuentra en una coalición”. Añade Srinivasan: “Un útero”. “El feminismo concebido como ‘hogar’ pone el elemento común por delante de la realidad y desoye a todas aquellas que puedan perturbar su idilio doméstico. Una política en verdad inclusiva es una política incómoda, nada segura”.

La incomodidad en todos sus grados ha de estar si somos muchas y estamos juntas y, además, sin síntesis que la resuelva. Tiene que ser la modalidad y la tonalidad afectiva de cualquier medio ambiente radicalmente feminista. Y que los pactos sobre lo concreto, los objetivos parciales pero comunes, vayan enlazando lo que la incomodidad, inevitablemente, separa. No la agresividad. No el rechazo. No la deshumanización. No la crueldad. Tenemos derecho al mal, pero ningún deseo de ejercerlo.

Ser perra, no ser perra

Lágrimas de SEO por la fallida polémica sobre las canciones pop que desean, animan o proponen a las mujeres «ser perras».

Yo nací para ser perra, por favor dejadme serlo

Rigoberta Bandini

Hace tiempo que las polémicas en los periódicos, un género en sí mismo que abundó en la muy idealista categoría de la deliberación de los asuntos públicos, pasa como si nada. Demasiados ladridos en el contexto, podría pensarse, para que la exposición de motivos en un artículo de opinión genere movimiento alguno en la sensibilidad. Pongamos, sin embargo, que la inoperancia de este viejo juego dialéctico abreva en más motivos, por ejemplo la inefectividad de la expresión misma del antagonismo. Un poco como cuando leemos esas críticas cinematográficas en las que Carlos Boyero dice que la película es mala porque no le ha gustado. Pongamos que, parafraseando a la gente de la era digital, ese tipo de discurso cae en la muy denostada categoría de lo básico.

Viene todo esto a cuento de dos artículos, uno en respuesta del otro, publicados en El País hace algunas semanas. Uno se titula ‘Todas perras’ y lo firma Najat el Hachmi, escritora de origen marroquí multipremiada el contexto catalán, ganadora del Nadal en 2021 y polémica por sus posiciones feministas. En los artículos que se refieren a estas, se apunta que se ha referido a las mujeres trans como “hombres que dicen ser mujeres” y que defiende la prohibición del velo islámico en las escuelas. Aquí le doy una chance a la sospecha de la banalización mediática y asumo que la escritora sostiene su posición desde una exposición más compleja y matizada.

El artículo de El Hachmi es una reacción a una entrevista de la escritora peruana Gabriela Wiener en la revista femenina ‘SModa’ y a la cantante dominicana Tokischa. Allí, la joven defiende una resignificación de la palabra perra, insulto inmemorial hacia las prostitutas y mujeres libres en general. Dice: “Pa mí ser perra va más allá del perreo, de lo sexual. Una mujer es bien perra cuando tiene pantalones, cuando sale a trabajar, a buscar su cuarto, cuando se faja para tener buena nota, una mujer segura de sí misma, esa es una bitch”. Convengamos en que la tradición de mujeres que expresan su jefatura a través de una exposición de su poderío sexual es larga, muy larga, en el pop comercial y en el indie.

La escritora reacciona a esta reapropiación de lo perra con un texto visceral, en el sentido más literal del término. Digamos que se lanza con un artículo al estilo Boyero, militante de las propias entretelas, que dice cosas como esta: “Si no quieres que te animalicen, que te zoofilicen rebajándote a la hembra que más asco y desprecio provoca en la mayoría de las culturas, es que odias el sexo”. También se dirige directamente a Wiener: “Gabriela Wiener, con toda su audacia periodística, con su saber literario, feminista y antirracista, no es capaz de imaginar un marco distinto en el que inscribir a Tokischa que no sea el de la esclavitud sexual, ahora dicen que escogida, y la degradación de la mujer, de la persona”.

La respuesta de Wiener desde el otro lado del espectro político se titula ‘Ser perra y apropiarse del insulto‘. Supone un ejemplo bello de cómo el lugar de enunciación hace discurso, algo que la catalana no sabe ver, obnubilada por la lógica de consumo de contenido deslocalizado que, sin embargo, adquiere su sentido más fuerte en su arraigo local. Pero, además, existe un posicionamiento político previo que otorga un guión determinado a la interpretación de las performances de contenido erótico o sexual en el mainstream y que pertenece al feminismo hegemónico que suscribe Najat el Hachmi. No de Gabriela Wiener, tan racializada, migrante y escritora como la marroquí. Y, desde luego, tampoco de Tokischa, exputa que se ha hecho un destino en la industria del pop tratando de no ser enteramente devorada por sus lógicas, esto es, sin aligerar para consumo fácil lo que primordialmente la alimenta: los cuerpos deseantes y disponibles de las mujeres. 

Najat el Hachmi teme, lo dice en su artículo, por “nuestras hijas”, a las que habrá que contar que no, “que ser perra no está de moda”. Wiener señala cómo este terror a la sexualización absoluta, bestialización diría El Hachmi, no salió a relucir cuando Rigoberta Bandini cantó “yo nací para ser perra” en su canción, oh sorpresa, ‘Perra’. Esto sí es comprensible, pues Bandini pedía el estatus perruno para ser mantenida (“Que fuera él quien me sacara a pasear. Que me comprara pienso caro, sin complejos. Y en un cazo, me sirviera agua mineral”) y por salud mental («Porque si yo fuera una perra, todos estos miedos se disiparían, y viviría en armonía y libertad. Creo que toda mi existencia sería mucho más amable y liberal»). No es el caso de la canción ‘Perra’ de Tokischa, que repite: “Yo soy una perra en calor. ‘Toy buscando un perro pa’ quedarno’ pega’o”. Estas parecen ser las dos salidas que el paradigma de ‘lo perra’ ofrece hoy, nada nuevo bajo el sol de la teoría feminista, por otra parte.

Para entender este doble juego de subjetivación de las mujeres merece la pena leer a María Lugones, la filósofa argentina que trazó los contornos del género dentro de la teoría decolonial. Lugones teorizó la colonialidad del género como la frontera que se aplicó a la segmentación de las mujeres en función de ese otro invento llamado raza, aunque no hay que moverse demasiado para comprobar cómo las mujeres de clase obrera cayeron también al límite de la categoría mujer, diseñada para albergar a las niñas, jóvenes casaderas y esposas burguesas. Si estas fueron consideradas víctimas, débiles, incapacitadas para el placer y cautivas en salones y corsés guardianes del honor familiar, aquellas terminaron al borde de lo humano o directamente fuera, animalizadas, asalvajadas y, por ello, más capaces para trabajar, salir, sentir y recibir violencia. Es comprensible que las lógicas de resistencia y supervivencia que se elaboran dentro de un espacio difieran de las del otro. Escribe Lugones en “Colonialidad y género” (2008):

“Históricamente, la caracterización de las mujeres Europeas blancas como sexualmente pasivas y física y mentalmente frágiles las colocó en oposición a las mujeres colonizadas, no-blancas, incluidas las mujeres esclavas, quienes, en cambio, fueron caracterizadas a lo largo de una gama de perversión y agresión sexuales y, también, consideradas lo suficientemente fuertes como para acarrear cualquier tipo de trabajo”. 

“Borrando toda historia, incluyendo la historia oral, de la relación entre las mujeres blancas y las no-blancas, el feminismo hegemónico blanco equiparó mujer blanca y mujer. Pero es claro que las mujeres burguesas blancas, en todas las épocas de la historia, incluso la contemporánea, siempre han sabido orientarse lúcidamente en una organización de la vida que las colocó en una posición muy diferente a las mujeres trabajadoras o de color. La lucha de las feministas blancas y de la «segunda liberación de la mujer» de los años 70 en adelante pasó a ser una lucha contra las posiciones, los roles, los estereotipos, los rasgos, y los deseos impuestos con la subordinación de las mujeres burguesas blancas. No se ocuparon de la opresión de género de nadie más”. 

Lo que agota y se agota en el intercambio de pareceres entre Najat el Hachmi y Gabriela Wiener, concediendo a la peruana una aproximación infinitamente más nutritiva a la cuestión, es una asunción acrítica de la lógica banalizadora de la prensa mainstream hacia las cuestiones feministas y más allá. Descorazona comprobar cómo el feminismo continúa sirviendo contenido polarizador a la industria del clic de los periódicos, acaso como una manera de mantener la propia relevancia a cuenta de polémicas que jamás salen de la más básica confrontación. Aquí nadie mueve ficha para acercarse al territorio de nadie o, si ocurre, no lo sabemos, pues lo que interesa es que el antagonismo continúe produciendo únicamente bandos. Este pim-pam-pum es tan cansino, que no es de extrañar que el intercambio de artículos entre El Hachmi y Wiener haya quedado en humo, ruido, nada.

Evidentemente, este tipo de polarización resulta de lo más conveniente para nuestro aparato sensible, pues apela a una simplificación inmediata de las cuestiones, a un nosotros vs. ellos que exige la ley del mínimo esfuerzo. Y es que no estamos para mucho más. La sobrecarga del sistema capitalista, la pobreza de tiempo y la explotación de las psiques nos deja hechos trizas, incapaces de recibir aún más tarea cognitiva de los medios de comunicación. Vincularnos a estas polémicas frentistas nos produce, además, la falsa satisfacción de creer que estamos entendiendo y resolviendo, ergo, conjurando la impotencia que late al fondo de casi todos nuestros contactos con las instancias de mediación. 

En realidad, nada es claro y distinto bajo el capitalismo, sino enmarañado y complejo. Los ideales universales saltan por los aires ante nuestras narices, explotados como armas de destrucción masiva allá y acá. “El camino al infierno está empedrado de buenas abstracciones”, dice Antoinette Rouvroy. La sobrecarga sexual que soportan los cuerpos feminizados (no solo los de las mujeres) es una realidad a la que se responde de manera situada, desde unas coordenadas geográficas, económicas, históricas, psicológicas concretas. Eso es algo que forma parte del ADN del feminismo tal y como lo entendemos hoy y la imposición de marcos epistemológicos decimonónicos queda en un recurso retórico tan básico que hasta resulta insultante. Nada ayudan ya esos marcos para ejercitar las psiques en la asunción de la ambivalencia a la que nos aboca el capital, capaz de hacernos gozar con lo mismo que nos arruina. La pregunta es si el feminismo puede contribuir a darle sentido a la experiencia de ser un cuerpo en la máquina hoy, no una proyección moralista desacoplada de los tiempos. La respuesta no está ni estará en el periódico. Porque ya no cuenta apenas nada sobre nuestras vidas. 

Entonces, ¿ser perra o no ser perra? ¿Wiener o El Hachmi? Ojalá el mundo permitiera despachar las cuestiones que nos afectan como los romanos salvaban o condenaban a los gladiadores en su circo. Lo cierto es que el feminismo ya no se puede entender sin el trabajo de reapropiación del deseo sexual, que por fin se entiende como una manera de desmantelar la jerarquía que tanto alimenta la violencia. Cuando las ídolas del pop, llámense Tokischa o Aitana, se expresan desde la agencia sexual están reclamando para sí la gestión de esta poderosa fuerza y mostrando a sus seguidora que, efectivamente, no son una actriz sin frase en el guión del deseo sexual. No es nada nuevo, pues Madonna ya hizo en su momento lo que tantas cantantes de R&B habían avanzado en los 70 y 80. Algo de la moralidad religiosa se duele cuando choca contemplar a estas mujeres hablando a las claras de sexo, mostrándose como seres sexuales y apropiándose de la sobrecarga sexual que se aplica a su cuerpo por el mero hecho de existir. El objeto debería ser mudo e inerme. Si el objeto se expresa, habla y dice, puede afirmar y negar. Puede modular con palabras, ladridos o maullidos el acceso a su cuerpo, ese que tantas veces se da por sentado en el silencio. 

Otra cuestión, no menos importante, es el guión que presenta esta expresión del deseo femenino. Ahí sí se puede discutir hasta qué punto asume la mirada masculina, ofrece un clon especular o toma algún desvío interesante. Pero, sobre todo, se puede calibrar la multitud de efectos que pueden darse en su recepción, en función de los públicos. Habrá quien esté equipada para asumir la jefatura que se propone para aventurarse en ella y habrá quien se quede en la repetición hueca del guión como una manera de ajustarse a un modelo de feminidad deseante que, efectivamente, es la gasolina de moda. ¿Debemos cargar esa cuestión en el haber de las artistas? No parece sensato. En todo caso, a la concreta relación con la dimensión sexual que cada una cargue en su experiencia. El Hachmi dice temer por las niñas que escuchan a Tokischa, pero nada habría que temer si esas niñas tuvieran acceso a una suficiente educación no solo sexual y encontraran interlocutores de confianza con los que hablar de su deseo. 

El desmantelamiento de los guiones del deseo sexual es tarea prioritaria de la educación sexual hoy. En ‘El derecho al sexo’ (Anagrama), la filósofa Amia Srinivasan lo subraya en su abordaje de la pornografía con una cita de Andrea Dworkin.

«Si bien el sexo filmado parecer abrir todo un mundo de posibilidades sexuales, con demasiada frecuencia desactiva la imaginación sexual, la vuelve débil, dependiente, perezosa, codificada. La imaginación sexual se transforma en una máquina mimética, incapaz de generar su propia innovación. En ‘Intercourse’, Andrea Dworkin advertía justamente de ello. Imaginación no es sinónimo de fantasía sexual, pues esta no es más –patéticamente– que un bucle de vídeo programado para repetirse y repetirse en la mente neuroléptica. La imaginación encuentra nuevos significados, nuevas formas; valores y actos complejos y empáticos. La persona con imaginación se ve impulsada por ella a un mundo de posibilidades y riesgo, a un mundo distinto de significados y elecciones; no a un mísero desguace de símbolos manipulados para suscitar respuestas mecánicas”. 

Efectivamente, la educación sexual puede ofrecer herramientas de interpretación y autodefensa en una sociedad en la que se utiliza en sexo para todo, en la que el sexo es el aglutinante más potente. Tal es su efectividad como agente de captura, que la resistencia de la industria cultural a la subversión sexual de Madonna se ha vuelto hoy un cultivo constante del cuerpo como objeto sexual. El trabajo de asunción de la propia agencia sexual que realiza Tokischa, una reapropiación que ajusta cuentas con su historia personal y devuelve la injuria a quien injurió, no se produce en el vacío, sino que circula por la industria cultura viralizado por la cosificación de los cuerpos, estandarizados en una configuración de medidas prefijadas y movidos por un guión más o menos único de verosimilitud del deseo. ¿Acaso no se produce de esta manera, modulada sutil o abiertamente, todo aquel que aspira a una audiencia en los canales del mainstream? ¿Acaso no viven las niñas en una sociedad en la que el éxito social y personal no pasa por ajustarse a estos parámetros corporales y deseantes?

No, no es la perra de Tokischa la que debe espantarnos, sino la apisonadora de subjetividad en la que nacemos, aprendemos y vivimos de acuerdo a un guión en el que, admitámoslo, lo cánido supone cierto alivio. Un alivio espectral, pues el sistema rápidamente lo ha convertido en otro guión en el que cobijarse. Dice Srinivasan:

“Si al educación sexual tuviera intención de dotar a los jóvenes no solo de respuestas mecánicas mejores, sino de una imaginación sexual envalentonada –con la capacidad de crear nuevos significados, nuevas formas–, debería ser, creo yo, una especie de educación negativa. No afirmaría su autoridad para explicar la verdad sobre el sexo, sino que les recordaría a los jóvenes que la autoridad sobre lo que es y sobre lo que podría ser el sexo radica en ellos. El sexo puede seguir siendo, si así lo eligen, como decidieron las generaciones anteriores: violento, egoísta, desigual. O puede ser, si así lo eligen, algo más alegre, más igualitario, más libre. No está claro cómo podría lograrse una educación negativa como esta. No hay leyes que redactar, ningún sencillo currículum que implementar. En lugar de añadir más discursos, más imágenes, es su arremetida constante lo que habría que detener. Quizás así podríamos persuadir a la imaginación sexual, siquiera brevemente, de reclamar su poder perdido”. 

Más allá o más acá de nuestro deseo, opera el medio ambiente capitalista en el que se desenvuelve sin pizca de imaginación. Por eso, si aceptamos la tarea de descodificar el deseo que propone Srinivasan no podemos ignorar las fuerzas disuasorias, disolventes se diría, que nos zarandean en nuestra deambular por los mundos del capital y que nos constituyen. Es fácil engancharse al placer inmediato pero jamás satisfecho de la mercancía. Sin darnos cuenta, nos convertimos en la ratita que pulsa sin cesar el interruptor que dispara una descarga eléctrica a sus correspondientes zonas cerebrales. Es, la pandemia nos lo mostró claramente, un placer que a fuerza de su compulsión nos destruye, pero no solo por estar entramados en un ecosistema. También se cobra una factura en el sistema psíquico, por encerrarnos en un bucle de trabajo y consumo sin fin que produce seres agotados, deprimidos y sin esperanza. ¿Por qué, si somos racionales, nos mantenemos en la rueda infinita del consumo de objetos (incluidas nosotras mismas como objeto jamás perfeccionado) y el trabajo? 

Ha de haber múltiples explicaciones desde variados saberes y escuelas. Apunto aquí, sin alcanzar a comprender toda su complejidad pero sí un sentido suficiente, lo que apunta el filósofo José Luis Villacañas en la conclusión de esta conferencia, que me limitaré a extractar, reorganizar y aligerar (espero no dañar demasiado el sentido). Este parte del freudiano descubrimiento de la pulsión de muerte1 como el hecho diferencial de lo humano, una lógica trágica (destruimos y nos autodestruimos) que forma parte de nosotros como una estructura psíquica. Pero la pulsión de muerte no significa que busquemos nuestra desaparición o la desaparición de los demás necesariamente: no estamos abocados a realizar la pulsión de muerte a través de un objeto, al contrario. “El objeto verdadero de la pulsión es justo lo que impide que la pulsión se realice, porque esta lo que quiere es eternizarse, por eso la pulsión de muerte sirve a la vida”, clara Villacañas.

La pulsión de muerte sirve a la vida: solo la vida, Eros, permite que la pulsión de muerte, Tánatos siga activa. Es la energía del organismo la que mantiene funcionando a la pulsión de muerte que, desde lugares poco accesibles de nuestro ser, nos anima. Se trata de vivir postergando la muerte todo cuando sea posible. La pulsión de muerte que impulsa el Eros reclama satisfacción a todos los seres, necesita resarcirse, desviarse hacia algún lugar, y el capitalismo lo sabe. Nos ha facilitado como alivio rápido y puntual de la pulsión de muerte la posibilidad de la guionizada mercancía. Nos ha convertido en yonquis de la mercancía. El panorama del sujeto que limita sus modos de relación al repertorio que ofrece el capitalismo queda descrito de esta inquietante manera en cualquier paper interesado en lo psicoanalítico:

“El sujeto bajo la perspectiva capitalista actual es un desecho, un objeto a2 del que se puede obtener una plusvalía-goce, el cual es parcialmente recuperado en migajas mediante el mísero pago de sus salarios y los menudos objetos a manufacturados, taponando la falta en gozar por un instante en la circulación-consumo de mercancías”.

Hasta sin conocer al detalle los conceptos de Lacan se entiende la captura de algo íntimo y consustancial al ser para convertirlo en un siervo de la acumulación. ¿Qué propone Villacañas como objeto adecuado de la pulsión de muerte? Algo que también requiere de su propia educación por fuera de las capturas compensatorias que ofrece el capitalismo: el sublime psíquico. “Un objeto que bloquea el sadismo y el masoquismo porque vincula la energía específica del organismo a un objeto interno que hace que no tengamos que gastar una energía reprimida, violentamente insatisfactoria, en dañar o en ser dañado. Porque cuando la pulsión de muerte encuentra su objeto, está en condiciones de mantener (…) un equilibrio que no acepta el sufrimiento ni lo produce”.

Este objeto que llama sublime psíquico no puede ser algo finito, un objeto o un ente, sino un objeto infinito que no es natural, sino cultural. Y que solo existe “si un aparato psíquico lo incluye, le encarna, lo asume, lo acoge”. Jamás puede imponerlo el Estado, pues ese sería “el espacio del totalitarismo: una forma pública a la que los psiquismos se adhieren de modo masivo”. El sublime psíquico “se hace de uno en uno y se tiene que incorporar de uno en uno”, no en un “proceso solipsista de sublimación”, una especie de magia mental autoadmistrada en plan autoayuda. Por eso, vincularse a un sublime psíquico “debiera tener su propia educación que mostrara su dimensión común: solo prende cuando comparte estructuras comunitarias”. Villacañas pone un ejemplo de sublime psíquico que permite comprenderlo a las que no alcanzamos la hondura filosófica:

“Somos universitarios.Tenemos un objeto infinito que es la realidad. Nuestro ethos es conocer esa realidad, conocer sus infinitas variaciones. Y conocerlas de tal manera que en el pianissimo de las relaciones personales, de uno a uno, de profesor a estudiante, de profesora a estudiante, estemos en condiciones de sentir el sublime psíquico de pertenecer a esa obra en común de conocer la realidad. Y esto es lo que permite entender que si queremos saber si estamos en disposición de tener un sublime psíquico tenemos que, hegelianamente, nietzscheanamente, weberianamente, saber si esto produce pasión en nosotros. Porque la experiencia psíquica de lo sublime psíquico es (…) la de un objeto sentido en común que nos afecta, que nos produce pasión, que nos produce esa receptividad que es la pasionalidad. Y creo que tenemos que disponer de una educación estética para identificar eso sublime psíquico, porque esto nos permite integrar la gran aspiración última de la Deconstrucción: que eso no cristalice en una obra coactiva, autoritaria, total y compacta. Porque en el fondo será praxis pura, vida pura”.

Cómo no desear la altura de esta experiencia sublime para todos los seres humanos. Porque lo que ofrece nuestro modo actual de existencia, exacerbado en esas niñas amenazadas por Tokischa (ironía on), es el espejismo del consumo de objetos y del consumo de ellas mismas como objeto en las redes sociales y fuera de ellas. Así explica Villacañas lo que sucede cuando adiestramos a las empleadas del futuro a gozar únicamente en el sentido de la mercancía. “No se pueden sublimar objetos que no son infinitos”, explica el filósofo al abundar acerca del sublime psíquico. “Si se sublima un objeto tenemos un fetiche y entonces tenemos una mercancía. Y nos encontramos con una incapacidad para administrar la pulsión de muerte mediante las mercancías porque aparece el consumo compulsivo. Entonces, lo que tenemos en el capitalismo es una mala administración de la pulsión de muerte porque genera sujetos que están en condiciones de ser sádicos y/o masoquistas. Pero, atención, cuando se acabe el sadismo del maltrato a la mercancía, que es lo propio de nuestra cultura de consumo, cuando esto ya no produzca goce, veremos aflorar a los sádicos que solo se sienten bien al maltratar a los seres vivos. Por eso Adorno decía que quien no quiere hablar de capitalismo no debería hablar de fascismo: en el fondo se trata de la misma universalización de las formas sádicas”. 

  1. El psicoanálisis se ocupa del sujeto en cuanto está regido por sus pulsaciones. Simplificando para las no iniciadas como yo: las pulsaciones, a diferencia de los instintos, carecen de objetos concretos predeterminados. De esta forma, los deseos conformados por pulsiones no se satisfacen: cada vez que el ser humano llega a cumplir un objeto deseado, se ve compelido hacia otro objeto de deseo.
    ↩︎

All the Beauty and the Bloodshed

“I think that people who make stories out of their lives tend to repeat the stories over and over again. But it’s not easy to access the real deep stuff, the real memories. As you get older, those memories keep coming back to you and they can take you by surprise because you don’t know when they will come back. And, unlike stories, you can’t tie them up in a tidy ending.”

‘Memory Lost 2019-2021’, de Nan Goldin