Sobre la amistad entre mujeres

[Este texto se publicó en «Comadres», una fantástica investigación comentada sobre cómo el humor ha limpiado, fijado y dado esplendor a esa regla del patriarcado que nos convierte en enemigas de nosotras mismas y, sobre todo, de las demás. Es obra de Raquel Manchado, editora de Antorcha, y se puede comprar aquí].

De todos los secuestros que vivimos las mujeres en nuestro aprendizaje de la feminidad, puede que sea este el que más dolor nos produce. Más que el que nos quita el espacio, nos disminuye el sustento o nos niega la autoridad y la historia. Más incluso que el que nos expropia el cuerpo, al servicio de cualquier otra cosa que no seamos nosotras mismas. Militar en la feminidad tiene mucho que ver con odiarse, con reprimirse, con limitarse. Pero eso no es lo peor de la pedagogía de la feminidad. La pervivencia de esta cruel guerra contra nosotras mismas, un adoctrinamiento de género que abreva en el terror a lo distinto y en su utilidad política como herramienta de sumisión, es posible gracias a otra guerra mucho más artera, perversa y dañina, insoportable de todo punto y prueba de cómo las mujeres somos producidas por la violencia: la guerra contra las otras.

En el primer capítulo de “Feud: Bette y Joan”, la serie de televisión que explora la terrible rivalidad entre Bette Davis y Joan Crawford, un periodista le pide a Olivia de Havilland (Catherine Zeta Jones) que explique los motivos de tan larga enemistad. Solo por esa frase de guión ya merece la pena la serie, un retrato tristísimo sobre la incapacidad de estas dos mujeres para reconocerse y apreciarse. «Feuds are never abour hate», explica la actriz. «They are about pain». «Las enemistades no tienen que ver con el odio, sino con el dolor». Dolor, aislamiento, privación, incomunicación. Tales son los valores que la cultura y especialmente el humor propagan mediante los relatos y chistes misóginos que nos pintan como chismosas, envidiosas y peligrosas para nuestras amigas. Las autoras de “The Social Sex: A History of Female Friendship”, Marilyn Yalom y Theresa Donovan Brown, explican que «casi todos los documentos que hablan de la amistad en los primeros 2.000 años de historia de la civilización occidental tienen que
ver con hombres».

La cultura quiere que veamos a las otras como competencia, no como aliadas; como amenaza, no como cómplices; como adversarias, no como cooperadoras. Se nos hurta, por razón de la feminidad, la posibilidad sanadora y emancipadora de la amistad: imposible confiar en la que se cree mala, envidiosa, cotilla, contrincante. Al ser configuradas por la ideología moderna como “idénticas”, una masa indistinta de cuerpos intercambiables, cualquier otra más guapa, más joven o más lista puede sustituirnos, quitarnos el sitio que nos valida socialmente, arrebatarnos el trabajo, el novio, el prestigio. Dicho de otra manera: los imaginarios simbólicos, especialmente los del humor que aquí se recopilan con tanto acierto, nos aíslan, nos dejan a merced de nuestro papel subalterno a los hombres y de una relación siembre bajo sospecha con nuestras iguales. Se nos niega la humanidad misma, si entendemos la existencia como el gozoso y libre discurrir de la vida a través de los lazos con los demás.

En “Sobre las mujeres” (1851), el filósofo alemán Arthur Schopenhauer sostenía que la corriente mutua de indiferencia que se producía en el encuentro casual de dos varones desconocidos se convertía en «verdadera enemistad» si las coincidentes eran mujeres. El escritor William Rounseville Alger concluyó lo siguiente en “La amistad de las mujeres” (1868): «A menudo me ha llamado la atención los pocos casos conocidos de buenos sentimientos entre mujeres (…) y la expresión habitual de la creencia de que existen obstáculos naturales que hacen de la amistad en una experiencia rara y débil entre ellas». En 1892, el antropólogo y criminólogo Cesare Lombroso publicó “La mujer criminal, la prostituta y la mujer normal” (1893), en el que defendía que «la antipatía de unas mujeres por las otras hace que roces triviales terminen en odios fieros; y debido a la irascibilidad de las mujeres, a veces pueden llevar rápidamente a insolencias y asaltos. (…) Las mujeres con un estatus social alto hacen lo mismo, pero de manera mas refinada para que los insultos no terminen en las cortes de justicia». El influyente crítico literario H.L. Mencken (1880-1956) escribió una definición que vuela alto aún hoy en día: «Un misógino es un hombre que odia a las mujeres tanto como ellas se odian las unas a las otras».

Las ficciones cinematográficas de la comedia y el drama están plagadas de mujeres contra mujeres, de “Lo que el viento se llevó” (1939) a “Mean Girls” (2004) y más allá. De la demonización de “la otra” en el cancionero, ni hablamos. Las trifulcas femeninas de famosas (Taylor Swift y Nicky Minaj; Rihanna y Beyoncé; Khloe Kardashian y Amber Rose) o los reality shows con base en la rivalidad femenina (todos los desarrollos de “Mujeres ricas de Beverly Hills”, por ejemplo) triunfan en la cultura pop. En las revistas que nos adiestran en la obediencia de lo femenino se leen frecuentemente textos que nos azuzan a la competición entre nosotras bajo la coartada de la mejora personal: la piel más tersa, el cabello más brillante, el cuerpo más elástico. El 25 de noviembre de 2015, El País tituló una noticia “Cuando la rival vive en casa”: hablaba de las hijas adolescentes de Vanessa Paradis, Cindy Crawford y Julianne Moore. Pero no descendamos a productos informativos trágicamente devaluados.

No interesa un vínculo culturalmente naturalizado de solidaridad entre mujeres y mucho menos uno políticamente establecido. De ahí la constante reelaboración de justificaciones de todo tipo para seguir sustentando nuestra amarga rivalidad. Sin embargo, la mítica nobleza masculina se organiza naturalmente en la amistad desde que Aristóteles escribiera aquello de «la amistad es lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría existir». Desde el año 350 a.C. el hombre es un animal social. La mujer, no. Algunas lecturas críticas posteriores revelaron más detalles sobre la manera en que los hombres, guiados por Aristóteles, tienden lazos afectivos: más que promover el altruismo de género, lo que el sabio griego defendía era una especie de egoísmo recíproco en el que el bien de los amigos redunda en el propio y viceversa. El mercantilista pacto, sellado en la mismísima «Ética» aristotélica, resurgió en todo su esplendor transaccional en la capitalista Modernidad, cuando los hombre se reservaron la ciudadanía y el excedente económico del trabajo de las mujeres, y continúa hoy vivito y coleando en todo tipo de fratrías, por ejemplo los llamados old boys clubs, una figura de la sociología feminista del trabajo que explica porqué los hombres contratan a otros hombres.

El pacto de los hombres, formulado bajo la apariencia de una noble amistad, nos deja a las mujeres el espacio de su contrario: la rivalidad maligna. De ahí que sea tan importante retomar el asunto de la sororidad como en principio fue planteado por las feministas de la Librería de Mujeres de Milán y la Biblioteca de Mujeres de Parma: como un affidamento, un pacto político por la reconstrucción de nuestra confianza y autoridad. No como el buenismo acrítico que se nos vende desde los medios de comunicación o los púlpitos sociales de las microgurús del feminismo pop, sino como un lazo indestructible hacia el exterior y autocrítico en su interior, que impulse primeramente la base de la pirámide de lo subalternizado, no la élite de mujeres blancas y autónomas que aspiran a ganar altura en la escala de éxito patriarcal. Una amistad que no es escalera hacia el cielo de unas pocas: es red de seguridad para todas.

Una prueba literaria del poder que se guarece en la amistad femenina así acordada puede remontarse a “Lisístrata” (411 a.C.), en la que Aristófanes imagina que un pacto entre mujeres es capaz de parar una guerra. Una prueba etnográfica de lo insumergible que resulta el íntimo deseo de las mujeres de conectar con otras mujeres son las celebraciones del carnavalesco Jueves de Comadres. Se festeja en el Carnaval de Asturias y de ciertas comunidades del valle de Tarija en Bolivia, y las historiadoras lo conectan con las Matronalias, fiestas romanas dedicadas a las mujeres casadas que se celebraban en honor de la diosa Juno, y durante las cuales estas tenían los mismos privilegios que los hombres. Cada año, miles de asturianas de todas las edades y condiciones salen esa noche a charlar, comer y beber como si no hubiera mañana, como si fueran hombres. Tan subversiva es una noche solo para las mujeres, que ha de producirse en Carnaval, los días dedicados a poner patas arriba categorías, costumbres y jerarquías. Lo que se habla durante el alegre trasnochar, las confesiones, las disculpas, las estrategias, las penas y las alegrías, funciona como bálsamo sanador y como pegamento político entre las comadres, liberadas por imperativo festivo de la pesada carga de la rivalidad impuesta.

La esencia socio-política de las comadres no pertenece a la amistad aristotélica ni a la definición envenenada de comadrear, sino a la raíz etimológica latina (“cum matre”, “con la madre”, “madrina”) que convierte a cada mujer en una potencial madre de los hijos de las demás. No hay bienes que se intercambian en la amistad entre mujeres, sino protección a la existencia. Alegría, potencialidad y vida es lo que derrochan las comadres achispadas, cantarinas, fartucas de dulces y de risas que toman una vez al año los chigres de Asturias. En su protector abrazo colectivo, estas comadres de las que tanto se ríen los chistes expresan mil veces mejor que Aristóteles el auténtico sentido de la amistad.

 

 

 

 

    • Fernández Hernández

      Me temo que el mal liderazgo no tiene género. En las redacciones, además, entre la jerarquización casi militar, la competitividad y el despliegue de egos… Yo he sido mala compañera y mala minijefa: estaba totalmente desnortada por mi inmadurez. Me recuerdo a mí misma como un pollo sin cabeza toda la década de los 30. Qué error sacar a las periodistas más veteranas de las redacciones.

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