Etiquetado: Úrsula K Le Guín

«El adulto que crea es el niño que ha sobrevivido»

Adiós a Ursula K. Le Guin, la niña que sobrevivió. He ido a buscar mi ejemplar de «Historias de Terramar» y no está en mi biblioteca. Me he dado cuenta de que si este libro no está donde yo estoy, es que aún no estoy en mi casa.

 

 

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—¿Qué tienen de malo los hombres? —preguntó Tenar con cautela.

Con igual cautela, en voz más baja, Musgo respondió: —No sé, queridita. He pensado en eso. Muchas veces lo he pensado. Lo único que puedo decir es esto: el hombre está metido dentro de su piel como una nuez en su cascara. —Alargó los largos dedos doblados y húmedos, como sosteniendo una nuez.— Es una cascara dura y resistente, y el hombre está lleno de sí mismo. Lleno de esa carne grandiosa de los hombres, del ser del hombre. Y eso es todo. Eso es todo lo que hay. Adentro no hay más que él y nada más.

Tenar reflexionó por un rato y finalmente preguntó: —¿Pero si es un hechicero…?

—Entonces todo lo que tiene adentro es poder. Él es su poder, así es. Eso es lo que pasa con los hombres. Y eso es todo. Cuando su poder desaparece, él también desaparece. — Cascó la nuez imaginaria y tiró los pedazos de la cascara.— Nada.

—¿Y qué pasa con una mujer, entonces?

—¡Ah, queridita!, una mujer es algo muy distinto. ¿Quién sabe dónde empieza y termina una mujer? Escucha esto, señora, yo tengo raíces, tengo raíces más profundas que esta isla. Más profundas que el mar, más antiguas que el surgimiento de las tierras. Me remonto a las sombras. —Los ojos de Musgo tenían un extraño brillo en los bordes enrojecidos y su voz era melodiosa como un instrumento.— ¡Me remonto a las sombras! Antes de la luna, ya existía. Nadie sabe, nadie sabe, nadie puede decir qué soy, qué es una mujer, una mujer de poder, el poder de una mujer que es más profundo que las raíces de los árboles, más profundo que las raíces de las islas, más antiguo que la Creación, más antiguo que la luna. ¿Quién se atreve a hacerles preguntas a las sombras? ¿Quién podría preguntarles su nombre a las sombras?

Tehanu (Historias de Terramar)

 

 

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Y entonces vi de nuevo, y para siempre, lo que siempre había temido ver, y que siempre había evitado ver: que él era una mujer tanto como un hombre. Toda necesidad de explicarse los orígenes de ese miedo desapareció con el miedo mismo; y al fin no quedó en mí otra cosa que haber aceptado a Estraven tal como era. Hasta entonces yo lo había rechazado, había rehusado reconocerlo. Estraven había tenido mucha razón cuando dijo que él, la única persona de Gueden que había confiado en mí, era el único guedeniano de quien yo desconfiaba. Pues él era el único que me había aceptado del todo como ser humano; a quien yo le había agradado como persona y me había sido leal, y que por lo mismo había esperado de mi un grado semejante de reconocimiento, de aceptación. Yo me había resistido, y había tenido miedo. Yo no quería dar mi confianza y mi amistad a un hombre que era una mujer, a una mujer que era un hombre.

Estraven me explicó, tiesa y sencillamente, que estaba en kémmer, y que había estado tratando de evitarme aunque era difícil.

– No he de tocarte – dijo con mucho esfuerzo, y en seguida apartó los ojos. Yo dije: – Entiendo. Estoy en todo de acuerdo.

Pues me parecía, y creo que a él también, que de esa tensión sexual que había entre nosotros, admitida y entendida ahora, aunque no por eso aliviada, de esa tensión nacía la notable y repentina seguridad de que éramos amigos; una amistad que los dos necesitábamos tanto en nuestro exilio, y ya tan probada en los días y noches de aquel duro viaje, y que también, tanto ahora como después, podía llamarse amor. Pero ese amor venia de la diferencia entre nosotros, no de las afinidades y semejanzas, y esto era un puente en verdad, el único puente tendido sobre lo que tanto nos separaba. Para nosotros el contacto sexual hubiese sido encontrarnos de nuevo como extraños. Nos habíamos tocado del único modo posible. No fuimos más allá. No sé si teníamos razón.

Hablamos algo más aquella noche, y recuerdo que me costó mucho contestar de un modo coherente cuando Estraven me preguntó cómo eran las mujeres. Nos sentimos bastante tiesos y precavidos uno con el otro en el próximo par de días. Un amor profundo entre dos personas incluye, al fin y al cabo, el poder y la posibilidad de causar un daño profundo. Nunca se me hubiese ocurrido antes de esa noche que yo pudiera lastimar a Estraven.

La mano izquierda de la oscuridad

 

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—Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No el amor. El amor no obedece a la mente, y cuando se lo violenta se transforma en odio. El vínculo que nos une está más allá de toda posible elección. Somos hermanos. Somos hermanos en aquello que compartimos. En el dolor, en ese dolor que todos nosotros hemos de sufrir a solas, en la pobreza y en la esperanza reconocemos nuestra hermandad. La reconocemos porque hemos tenido que vivir sin ella. Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no tendemos la mano. Y la mano que vosotros tendéis está vacía, como lo está la mía. No tenéis nada. No poseéis nada. No sois dueños de nada. Sois libres. Todo cuanto tenéis es lo que sois, y lo quedáis.

»Estoy aquí porque vosotros veis en mí la promesa, la promesa que hicimos hace doscientos años en esta ciudad: la promesa cumplida. Nosotros la hemos cumplido. En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte.

Los desposeídos

 

 

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Selver es un dios.

Eso era lo que había dicho la viejecita verde como si todo el mundo lo supiera, de la misma manera como hubiera podido decir Fulano es un cazador.

– Selver sha’ab.

Pero ¿qué significaba sha’ab? Muchas palabras de la Lengua de las Mujeres, el lenguaje cotidiano de los athshianos, venían de la Lengua de los Hombres, que era la misma en todas las comunidades, y a menudo esas palabras no sólo eran bisilábicas sino también bifacéticas. Eran monedas, anverso y reverso. Sha’ab significaba dios, o ente numinoso, o ser poderoso; también significaba algo muy diferente, pero Lyubov no podía recordar qué. A esa altura de sus reflexiones, Lyubov ya había llegado a su cabaña, y no tuvo más que consultar el diccionario que Selver y él habían compilado en cuatro meses de trabajo agotador pero armónico. Claro: sha’ab, traductor.

Era casi demasiado exacto, demasiado a propósito.

¿Había una relación entre los dos significados? La había a menudo, pero no tanto como para constituir una regla. Si un dios era un traductor ¿qué traducía? Selver era en verdad un intérprete de talento, pero ese talento sólo había podido manifestarse en el hecho fortuito de que una lengua verdaderamente extranjera hubiese entrado en su mundo. ¿Era un sha’ab alguien que traducía el lenguaje del sueño y la filosofía, la Lengua de los Hombres, al lenguaje cotidiano? Pero eso podían hacerlo todos los Soñadores. Entonces, podía ser alguien capaz de traducir a la vida de la vigilia la experiencia capital de la visión: alguien que sirviera de eslabón entre las dos realidades, consideradas por los athshianos como idénticas, el tiempo-sueño y el tiempo-mundo, y cuyas relaciones, aunque vitales, son oscuras. Un eslabón: alguien que podía expresar con palabras las percepciones del subconsciente. «Hablar» esa lengua es actuar. Hacer una cosa nueva. Cambiar o ser cambiado, desde la raíz. Porque la raíz es el sueño.

Y el traductor es el dios. Selver había introducido una palabra nueva en el lenguaje de su pueblo. Había cometido un acto nuevo. La palabra, el acto, el crimen. Sólo un dios podía llevar de la mano a través del puente entre los mundos a un recién llegado tan majestuoso como la Muerte.

(…)

Una vez que uno ha aprendido a soñar sus sueños en el estado de vigilia total, a apoyar la salud de la mente no en el filo de navaja de la razón sino en el doble platillo, el delicado equilibrio de la razón y el sueño; una vez que uno ha aprendido eso, ya nunca puede olvidarse de cómo pensar.

El nombre del mundo es bosque