Etiquetado: sexismo

Significados políticos de la rabia

[Mujer Hoy me dio la oportunidad de escribir sobre la reacción de censura global al enfado de Serena Williams en el Open de Estados Unidos. Comparto el texto superlargo que no pudo leerse en la edición en papel]

La imagen es poderosa: una mujer negra, físicamente imponente y que casualmente es la mejor jugadora de tenis de la historia, apunta con un dedo acusador a un hombre blanco, de porte enjuto y mediana edad y sentado en posición de altura: el juez de silla. Este recibe atónito un chorreo de acusaciones por parte de la jugadora, que le acusa de sexista tras haberla penalizado con tres puntos por tres infracciones del código: recibir instrucciones de su entrenador, llamarle ladrón y mentiroso y romper la raqueta. Como consecuencia, Serena Williams pierde la final del US Open contra la joven tenista Naomi Osaka. La derrota es altamente simbólica: en cierta manera, no solo estaba en juego el jugoso premio y la posición en el ranking, sino la validación de los discursos de una jugadora que hace bandera del feminismo antirracista y cuya sola presencia pone en jaque el establishment de un deporte extraordinariamente elitista. En Reino Unido, el gobierno amenaza con dejar de subvencionar a la federación nacional ante su incapacidad de poner el tenis al alcance de las familias que no pueden pagar el alquiler de las pistas.

En los análisis apresurados, la única evidencia admitida en la argumentación fue la obvia mala educación de la tenista. Sin embargo, los malos modos no solo no son raros en las pistas de tenis, sino que el relato deportivo habitual los ha considerado expresiones de la personalidad, la pasión o la tensión que experimentan los geniales jugadores. Los monumentales enfados de John McEnroe –inolvidable aquel “¡La bola entró!” en primera ronda de Wimbledon 1981, una perreta que le propulsó a millonaria estrella de la publicidad– o las rabietas con raquetas destrozadas de Federer, Murray, Djokovic, Lendl, Agassi, Connors y tantos otros han ido siempre acompañadas de todo tipo de gritos, lamentos y palabras gruesas. En el Roland Garros de 2008, el ruso Mikhail Youzhny llegó a hacerse sangre en la cara de un raquetazo que se propinó a sí mismo. Jamás nadie puso el grito en el cielo por ello.

Carlos Ramos, el árbitro portugués al que se enfrentó Williams, lleva a gala su reputación de inflexible: ha tenido encontronazos serios con Rafa Nadal, Novak Djokovic o Andy Murray. La diferencia: a ellos no les penalizó con ningún punto. Se conformó con amonestarles. En cuartos de final del último Wimbledón, Djokovic y Kei Nishikori arrojaron al suelo sus respectivas raquetas: cero consecuencias. En la pasada edición de Roland Garros, tras dos advertencias por juego lento, Nadal amenazó al árbitro portugués asegurándole que jamás volvería a arbitrarle. Ningún punto le fue arrebatado. En la final del Abierto de Australia de 2015, Murray le llamó “estúpido” sin que tuviera que enfrentarse tampoco a ninguna penalización ni multa. Gracias a Williams, el doble rasero sale del armario de las prácticas habituales para estrellarse contra la perplejidad de los que, consciente o inconscientemente, lo aplican.

En el torneo que nos ocupa, el austriaco Dominic Thiem recibió elogios porque, tras romper su raqueta de la misma ira, se la regaló a una fan. Y cuando se hizo evidente que Nick Kyrgios no paraba de recibir instrucciones de su entrenador, el juez de silla, Mohamen Lahyani, se limitó a dirigirse a las gradas para reconvenir durante varios minutos al coach antes de proseguir el partido como si nada. Antes del estallido del Serenagate, el sexismo del tenis ya se había hecho carne aquí de manera grosera. Ante el inmisericorde calor que azotaba las pistas, todos los jugadores masculinos tuvieron que cambiarse las camisetas empapadas en sudor. Cuando la tenista francesa Alize Cornet hizo lo propio, fue amonestada por mostrar su más que modesto sujetador deportivo. El cuerpo de las mujeres sigue siendo visible solo cuando a ellos les interesa.

Esta manera de aplicar la norma, rigurosamente cuando se trata de una mujer y con laxitud cuando los infractores son ellos, no es noticia ni para las tenistas ni para muchas otras profesionales. La campeona estadounidense Billie Jean King tuiteó lo siguiente: «Cuando una mujer expresa sus emociones, se le llama ‘histérica’ y es penalizada por ello. Cuando un hombre hace lo mismo, es ‘franco’ y no hay repercusiones. Gracias, @serenawilliams, por invocar este doble estándar”. La Women Tennis Association realizó la misma lectura de la situación: “La WTA cree que no debe haber diferencia en los estándares de tolerancia previstos para las emociones expresadas por hombres y mujeres y está comprometida a trabajar con el deporte para asegurar que todos los profesionales sean tratados de la misma manera. No creemos que esto sucediese en la final del US Open”.

Algo nos dice, sin embargo, que resulta apresurado clausurar esta cuestión como una manifestación más de cómo el sexismo agarra fuerte en el deporte de élite. Es llamativo: hasta que Serena Williams levantó la voz en la pista central de Flushing Meadows no habíamos presenciado una reacción tan negativamente unánime a una pataleta tenística. ¿Cómo explicar esta escandalizada reacción global? ¿A qué se debe tan visceral rechazo? ¿Qué significados, qué sentidos, qué relatos se desplegaron en esos escasos minutos de enfado, capaces de convertir no solo al común de las redes sino también a prestigiadas mujeres feministas en jueces de circo romano? No nos conformamos con quien apunta a que se trata, sencillamente, de un caso de mala educación. Demasiados se han sentido incómodos cuando no ofendidos. Como Conan Doyle hizo aseverar a Sherlock Holmes, digamos además que “nada hay más engañoso que lo obvio”.

Empecemos por lo que se quiere obviar: Serena es una mujer negra. Toda ella es una anomalía en una cancha de tenis. En toda la historia de los Gran Slam (93 años) solo ha habido otras cuatro tenistas negras en el máximo nivel: su hermana Venus, Chanda Rubin (número 6 del ranking mundial en 1996), Zina Garrison (finalista en Wimbledon 1990) y Althea Gibson (ganadora de Roland Garros en 1956). No es raro que, desde las gradas, los insultos sobre su color de piel o su cuerpo le recuerden que no está en territorio amigo. Su fisionomía, musculada y fuerte, atenta directamente contra el canon blanco y radiante de la feminidad que fija y da esplendor la normativa del tenis de élite. Cuando Williams apareció en Roland Garros con un mono negro, una vestimenta propicia para evitar la formación de coágulos de sangre después del parto (fue madre ocho meses antes), la organización se apresuró a advertir que no lo toleraría nunca más. Un murmullo de desaprobación general reveló la incomodidad de la masculinidad blanca ante su negra y fiera presencia. Sin embargo, Anna White recibió elogios cuando, en Wimbledon 85, acudió a jugar con una malla blanca que resaltaba su figura juncal. Se prohibió el look, pero no hirió sensibilidad alguna.

En 2002, Anna Kournikova declaró lo siguiente: “Detesto mis músculos. No soy Serena Williams. Soy femenina. No quiero ser como ella. No me gusta esa masculinidad”. En 2012, durante un partido de exhibición, Caroline Wozniacki se colocó unos rellenos en los pechos y en el trasero para ridiculizar la silueta de Williams. Durante toda su adolescencia, tanto ella como su hermana Venus tuvieron que escuchar todo tipo de comentarios al respecto de sus peinados y sus cuerpos: la presión para que se sometan al molde fabricado para la agradable feminidad de las tenistas no ha cedido en las dos últimas décadas. Las aficionadas españolas no podemos extrañarnos totalmente ante estas manifestaciones: también hemos escuchado comentarios insultantes sobre la fisionomía de Conchita Martínez o la energía a veces agresiva de Arantxa Sánchez Vicario.

Subrayando esa fragilidad de la masculinidad que rechaza los cuerpos que no encajan en el ideal de lo femenino, Serena decidió jugar la final del US Open con un tutú negro. La ironía es evidente. Este tipo de rebeldías, jaleadas además por la ingente masa de fans feministas de la tenista, no juegan en su favor dentro de la cancha. Las reprimendas de la ortodoxia a Serena no son solo deportivas, son políticas. Ella es en sí misma la negación de la ley del agrado: así denomina Amelia Valcárcel el deber de agradar que tiene el sexo femenino, “incluso por encima de otros deberes como la obediencia, el ser hacendoso, la limpieza, la pureza sexual o la abnegación”. De hecho, Valcárcel observa que mientras esos otros deberes se van debilitando, este de agradar no cede un centímetro sino que se incrementa. En otras palabras: podemos conquistar nuevas cotas de autonomía y libertad mientras en lo estético sigamos siendo femeninas, sonrientes, complacientes, y agradablemente sexys.

La furia expresada en el rostro de la iracunda Serena hizo volar los resortes de la ley del agrado en mil pedazos. No hemos tenido demasiadas ocasiones para contemplar a mujeres enfadadas ni en la realidad ni en la ficción: funciona en ambos planos el elemento disuasorio que supone la posibilidad de recibir violencia física a cambio de nuestras reclamaciones. Por nuestra seguridad y para nuestra sujeción, nos educamos en la represión de nuestra furia. Por eso tantas brujas y asesinas de ficción eligen estrategias subterráneas, arteras, silenciosas para llevar a término sus objetivos. De ahí que el estereotipo que nos retrata de natural civilizadas y pacíficas, nos empuja como contrapartida al territorio del sarcasmo amargado y la maldad recóndita. En nuestro mito fundacional, los dioses siempre expresan su cólera de manera legítima, mientras que cuando Hera hace lo propio ante los desmanes promiscuos de Zeus, es tachada de infantil y celosa.

Katherine Hepburn protagonizó La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) sin calificar más que como gatita: si se salía con la suya era por hacer pucheros o no darse por enterada de lo que se esperaba con ella. El personaje de Jo, la rebelde escritora de Mujercitas (Louise May Alcott, 1868), luchaba infructuosamente contra su temperamento, hasta el punto de tenerse por odiosa. En un momento del relato, le pide a su madre: “¡Es mi mal genio! Trato de corregirlo. Creo que lo he logrado pero, entonces, surge peor que antes. ¡Oh, mamá!, ¿qué puedo hacer? (…) Tengo miedo de que un día haré algo terrible y estropearé mi vida, haciéndome aborrecer de todo el mundo. ¡Oh, mamá, ayúdame! ¡Ayúdame!”. La contestación de su madre no tiene desperdicio: “Yo misma he tratado de mejorarlo desde hace cuarenta años y sólo he logrado reprimirlo. Me enojo casi todos los días de mi vida, Jo; pero he aprendido a no demostrarlo, y todavía tengo la esperanza de aprender a no sentirlo, aunque necesite otros cuarenta años para conseguirlo”.

Por lo general, perder los estribos es cosa de mujeres inestables, histéricas, locas. De ahí que las mujeres fuertes de nuestra ficción actual, de Olivia Pope a Cersei Lannister, traten por todos los medios de controlar su furia. Cuando Daenerys Targaryan se enfada, su ira se traspasa automáticamente a un dragón mientras ella mantiene su legendaria gelidez: contemplar a una heroína desatada cual William Wallace o el mismísimo Hulk resulta impensable. Ni siquiera Jessica Jones, una fuerza de la naturaleza, se atreve a lidiar con su propia ira y la ahoga en alcohol. En Inside Out (Del revés), el perspicaz análisis de nuestro sistema emocional de Pixar, la ira se encarna en un personaje masculino, reforzando la idea de que es un lugar que les corresponde, por tradición, a ellos. El recuerdo catártico de la furia asesina de Uma Thurman en Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003) se desinfló cuando escuchamos de sus labios que antes de hablar de su experiencia con Harvey Weinstein necesitaba serenarse: “No soy una niña y he aprendido que, cuando hablo desde el enfado, normalmente me arrepiento de cómo me expreso. Cuando esté lista diré lo que tenga que decir”.

En el mundo anglosajón se utiliza la expresión tone policing (algo así como la policía del tono) para referirse a la técnica que busca silenciar las manifestaciones de una persona señalando lo inadecuado de su tono y obviando la carga emocional que puede conllevar su mensaje. Las mujeres, en la ficción y en el mundo material, sabemos que nuestra credibilidad depende en un altísimo porcentaje de nuestro control del tono. Si nos enfadamos, si dejamos que la agresividad entre en el juego de la expresión, seremos tachadas de inadecuadas, como poco. En 2014, el documental estadounidense She’s beautiful when she’s angry (Es hermosa cuando se enfada) mostró cómo solo la furia de las mujeres de los 70 logró romper la cárcel de la domesticidad, el silencio sobre los derechos reproductivos o la invisibilidad del cuerpo femenino. El aplauso ante la determinación furiosa de estas mujeres airadas, mayoritariamente blancas, fue general. ¿Por qué ha molestado tanto a cierto feminismo blanco la comprensible ira de Serena?

¿Acaso no soy yo una mujer?, clamaba Sojourner Truth en 1851, ante la evidencia de que las mujeres negras seguían en los trabajos forzados mientras los derechos se repartían entre las blancas. La pregunta sigue siendo pertinente hoy. El escrutinio, la vigilancia, el disciplinamiento y la agresión sobre las mujeres racializadas sigue sin ser reconocido y sus rebeldías y resistencias continúan hiriendo la sensibilidad de las que han asumido un autocontrol que han podido intercambiar por ventajas. Las censuras desde el feminismo a la explosión iracunda de Serena cierran los ojos ante el racismo, presente y pasado, que se infringió a las mujeres negras. El esclavismo elaboró el mito de su agresividad para justificar torturas inimaginables y forzar su total sumisión y silencio. Cualquier mujer racializada, negra, latina, gitana o indígena, es hoy percibida automáticamente como agresiva y se le supone mayor predisposición a perder el control. La persistencia y profundo enraizamiento del estereotipo en nuestra sociedad convierte el enfado en un lugar vedado para ellas, de ahí que el feminismo luche por abrirlo: la expresión de su furia no puede ser otra cosa que un privilegio bien ganado.

Serena Williams ha escuchado insultos fuera y dentro de las pistas durante toda su carrera; su vestimenta es vigilada como ninguna otra; se cuestiona constantemente su integridad, se rechaza su corpulencia, sus rasgos, su pelo. Es habitual que sea comparada con un animal. ¿No es comprensible su ira? En julio, la misma Williams reveló en su cuenta de Twitter otra evidencia del trato discriminatorio que se le dispensa: es la tenista más controlada, de largo, por medio de controles antidoping. Mucho menos que, por ejemplo Maria Sharapova, positivo en Meldonium en 2016 y dos años suspendida, pero con su reputación y sponsors intactos. En la caricatura viral del periódico australiano Herald Sun, Serena es retratada como una mujer enorme, fea, enfadada, con los rasgos del estereotipo esclavista de la mammy, mientras que Naomi Osaka aparece rubia, esbelta y aniñada. Problema: Osaka es también una mujer negra. Su padre es haitiano. Pero el blanqueamiento era necesario para que la broma racista funcionara. Si la sociedad es machista por defecto, es racista por la misma razón.

 

Crystal Marie Fleming, profesora de Estudios Africanos y autora de How to Be Less Stupid About Race: On Racism, White Supremacy and the Racial Divide habla de misoginoir (misoginia negra) y de la necesidad de una alfabetización racial que solo puede empezar escuchando a las mujeres de color. Reprimir su justificado enfado con nuestras exigencias de autocontrol supone deslegitimar su existencia misma, enfrentada a postergaciones intolerables en cualquier rango de ingresos y agresiones insoportables para las mujeres en situación de precariedad. ¿Cómo pretender que repriman su rabia frente a la injusticia, si es la energía que les permite luchar contra ella? Gloria Andalzúa, escritora chicana, lo dice mucho mejor en Borderlands: “Como en mi raza, que cada en cuando deja caer esa esclavitud de obedecer, de callarse y aceptar, en mí está la rebeldía encimita de mi carne. Debajo de mi humillada mirada está una cara insolente lista para explotar”.

Qué es ser viril hoy

Este es un texto de Sergi Romero y también un trabajo de clase: estudia para profesor de Primaria. Ojalá haya muchos profesores como Sergi por el mundo. Y gracias por enviármelo 🙂

«Nadie decide por mí. Con el permiso de todas, me he apropiado de una de las frases más sonadas en respuesta a la ya abolida ley del aborto que propuso el señor Ruiz Gallardón. Sin embargo, esta vez no ha tenido que venir ningún ex representante del poder a recordarme qué es lo que debo decir o hacer para obtener la tarjeta verde de esta, nuestra sociedad. De hecho, quienes deciden la calidad de mi estancia son los ciudadanos de a pie, empezando por la prima lejana de mi vecina del quinto hasta llegar a la persona que se sienta a diario a mi lado en la facultad. Me pregunto qué diablos les importa a ellos.

Quisiera escribir de algunos factores que, a mi juicio, dificultan que haya igualdad entre los derechos de los hombres y las mujeres. ¿Un varón hablando de este tema? «Seguro que es maricón», dirán algunos. A mucha honra, señores, pero este no es el tema que nos ocupa. O tal vez, sí. Cree el más listo de los listos que para que un hombre hable y se proclame en contra de algo que, en principio, sólo le debería beneficiar, tiene que tener su lado femenino tan sumamente desarrollado que, hasta a la hora de acostarse con alguien, se suma a la causa femenina.

Ahí es donde veo el problema, precisamente: ¿La desigualdad entre géneros sólo perjudica a las mujeres? Entonces, ¿qué pasa con todos esos hombres a los que se nos ha hecho creer que tenemos que comportarnos de cierta manera y que, casualmente, hemos optado por caminar en la vida con una mochila que reúne rasgos que, a lo largo de la historia, se le ha atribuido al género opuesto? Al parecer, la sensibilidad, al menos la que yo intento trasladar a través de estas líneas, es cosa exclusivamente de mujeres.

En los diarios de Claretta Petacci, la que fuera amante de Mussolini, se han recogido citas del dictador italiano que insinúan que, en el ámbito privado, Hitler era un sentimental nato. Los que hayáis visto la película El Hundimiento –dando por hecho que para su desarrollo Olivier Hirshbiegel se documentó muy bien sobre la vida del líder nazi– podréis intuir que algo de lo que escribió Petacci es cierto.

Por el contrario, las mandamases occidentales que tan acojonados nos tienen a todos optan por adoptar comportamientos machunos a la hora de tomar decisiones públicas. Intentad recordar una sola vez en la que la canciller Merkel se haya estremecido durante un discurso público. Eso por no hablar de Esperanza Aguirre, quien no dudó en salir en estampida, llevándose todo lo que se le puso por delante, cuando le sancionaron por detener su vehículo de manera ilegal en el carril bus de la Gran Vía madrileña.

Pero no. Esos comportamientos tienen que ser propios de un hombre; la sociedad se echa las manos a la cabeza si quien escupe al suelo es una mujer, mientras que si quien lo hace es varón, se limitan a justificarlo: “Qué quieres, es hombre”.

Se me antoja insoportable la carga que los varones de este mundo tenemos que llevar a cuestas, solo por el hecho de tener colgando un miembro que ronda entre los 13 y los 22 centímetros –manda huevos que la longitud de dicho miembro también defina la magnitud viril de su dueño-. Estoy harto de que por el hecho de haber nacido con pene se me obligue a tener un comportamiento que, visto desde cualquier punto de vista ético, solo podría atribuirse a la falta de civilización o a la mala educación.

Soy hombre y no me gusta escupir sobre la acera. Soy hombre y no me siento cómodo sacando el dedo medio si alguien me toca el claxon cuando el semáforo se pone en verde. Soy hombre y odio tener que escuchar vocear (porque nosotros no gritamos) a otros machos de mi camada cuando van borrachos. Soy hombre y me sonrojo cada vez que veo las técnicas ancestrales que los de mi especie utilizan para acercarse a las mujeres. Soy hombre y muero de vergüenza cuando soy testigo del abuso del poder que mis semejantes ejercen sobre vosotras, señoras, que me estáis leyendo. Soy hombre y me entran ganas de utilizar la fuerza cada vez que Belén Esteban dice que ella no permite que un hombre coja una fregona en su presencia.

Además de todo eso soy un tipo a quien le encanta cocinar, expresar mis sentimientos, llorar a moco tendido si la situación me lo permite, ver “Sonrisas y lágrimas” y “Cantando bajo la lluvia”, ir a hacer la compra, ir de compras, etc. Pero claro, también soy maricón y, por lo que esta sociedad está acostumbrada a entender, un señor con esas características solo puede ser gay.

Dudo mucho que en esta sociedad avancemos si ese es el pensamiento general. Dudo aún más que las mujeres dejen de recibir malos tratos por parte de los de mi género, si muchas dan por hecho que un hombre con mis características, como mucho podría ser su amigo. Permitidme que os diga que los estereotipos que a lo largo de décadas se nos han atribuido a los que tenemos vello en el pecho, son, con permiso, una putada para los que estamos a años luz de eso que se sobreentiende cuando se usa el término viril.

Nadie decide por mí. Nadie decide si yo soy más o menos hombre por tener las filias que tengo. No hay ser humano sobre la faz de la tierra que tenga las pelotas para venir a decirme que sólo mi miembro viril me define como hombre, porque mis acciones no se corresponden a las que los ellos efectúan a diario. ¡No, no y no!

La defensa y el ataque son reacciones propias del ser humano, sea del género que sea. Si alguno de mi especie osara a cuestionar mi hombría por todo lo que sobre estas líneas he expresado, tal vez mi respuesta estaría a la altura de lo que esta sociedad comprende como cosa de hombres y eso, permitidme que os diga, sería caer muy bajo».

Test Uma Thurman para periodistas: caca, culo, pedo o pis

Hoy, mientras escribo esto, las noticias relativas a la cara de Uma Thurman reinan en lo más alto de las listas de lo más leído en los periódicos. Antes de proseguir con el tema, insisto en que escribo acerca de la cara sí o la cara no de Uma Thurman. Entiendo que es inevitable que se comente si una está más gorda o más flaca, más vieja o más viejoven, a veces incluso sin esperar a que te des media vuelta. Hasta entiendo que las opiniones se apedorren en las redes, el patio de porteras en donde nos solazamos los y las que no tenemos nada mejor que hacer. Facebook y Twitter son el aparato excretor de nuestro pensamiento: dime lo que comes, etc. Lo que no acaba de entrarme en la cabeza es el tratamiento de la cuestión por parte de los periódicos, cada vez más dados en incluir este tipo de noticias atrapaclicks en las que se ven las vergüenzas de una ética desgraciada.

Desesperados o perdidos, a nuestros diarios secuestrados por Botin&co. les vale todo para hacer caja, aunque por el camino vayan perdiendo a los lectores que habrían de cuidar. Ante casos como el que nos ocupa en el que una web se cree obligada a responder sí o sí a un fenómeno viral con un contenido (no se trata por supuesto de servicio público o entretenimiento sin más, sino de recaudar clicks para la publicidad), lo mínimo que se espera de un periodista formado es que sepa tratar el contenido con profesionalidad y empeñe algo de tiempo en dotarlo de la dignidad que se espera de un medio. No era tan difícil contextualizar la noticia que circulaba en las redes como un maloliente pedo supersónico: bastaba preguntarle a algún sociólog@, filósof@ o feminista para encontrar salidas dignas a este callejón sin salida.com

Comprendida la posición de las empresas, ¿qué hay de la de los periodistas? ¿Tiene espacio para algún tipo de pataleta? A ellos les planteo algunas cuestiones en formato test, para tratar de averiguar por dónde van los tiros de su ética y estética.

1. Tu jefe: «Hay que escribir algo sobre la actriz esa que se ha jodido la cara. ¡Parece un monstruo copón! Vamos a colgar lo que sea pero ya».
a. «¡Con esto salvamos el tráfico de la semana, jefe!».
b. «Voy a hacer un álbum de operadas que te meas de risa».
c. «Yo paso de escribir de esa mierda… ¡Bueno, no, trae, dame, que puede quedar algo gracioso!».
d. «Vale, pero yo no lo firmo… Que lo haga la becaria, que le echa muchas ganas».

2. Finalmente no has de escribirlo, pero has de encargar el texto a un colaborador.
a. «Es horrorosa, macho. Escríbenos algo desde la decepción del erotismo perdido o algo así… Plasma en palabras el asco que hemos sentido al verla».
b. «Mándame rápido un texto de los tuyos así irónico pero literario, que comente la galería de mujeres estropeadas por la cirugía que pondremos».
c. «Te diría que te metieras un poco con las causas de estas metamorfosis… Pero al final ni hay sitio ni a la gente le interesa, ¿no?».
d. «Mira, no te metas en muchos líos… Corta y pega las barbaridades que se dicen por ahí y punto pelota».

3. No te quedan más huevos que escribir 500 palabras sobre la cara de Uma Thurman.
a. «A saco con ella: el público quiere sangre y yo quiero sus clicks».
b. «Es una mujer libre y además pública, así que tengo derecho a comentar lo que me parece».
c. «Hombre, tampoco vamos a masacrar… ¡Pero es que es Guti! Jajajajja».
d. «Me van a dar por todos lados las pesadas de las feministas… Me cubriré las espaldas hablando de las protestas y quejas que surjan al final del texto».

4. Tienes que colgar en las redes tu texto sobre Uma Thurman.
a. «La metamorfosis de Uma Thurman: más allá de Kafka».
b. «Las otras caras del horror: 100 famosos adictos al bisturí».
c. «Uma: quién te ha visto y quién te ve».
d. «¿Qué opináis vosotros de la nueva cara de Uma?».

5. Te pasan los tuits llenos de patadas al diccionario y/o comentarios racistas de un futbolista famoso.
a. «Al X ni tocarlo, que se nos echan encima los hooligans».
b. «Esto le va a encantar a mi jefe cuando lo suelte en la comida: soy un periodista de investigación nato».
c. «Qué fuerte. Imposible publicar esto… Lo pondré en mi cuenta b de Tuiter».
d. «Qué marrón. A la basura antes de que lo vea mi jefe».

Mayoría de a: Caca. Todo te parece una mierda, menos lo tuyo. Tus lectores también te parecen una mierda.
Mayoría de b: Culo. Tienes una personalidad diarreica y no te puedes controlar. Te haces tanta gracia…
Mayoría de c: Pedo. Tratas de contenerte, pero finalmente se te escapa. Sabes que algo no marcha, pero te puede el aplauso imaginario.
Mayoría de d: Pis. Estás cagado de miedo y no te queda más remedio que mearte en tus congéneres. Tu fuerte es el escaqueo.

Carta a Moderna de pueblo aka Raquel Córcoles

Amiga Raquel

Perdona que te escriba esta carta así, open air, para lo que puede parecer cantarte las 40, pero no. Quisiera que leyeras este atrevimiento mío en el contexto de la sororidad más que como una pataleta de una señora mayor. No sé si estás familiarizada con el concepto de sororidad. Se trata de una solidaridad no pactada ni hablada ni explicitada entre mujeres. Un pacto de género por el cual nos apoyamos, nos escuchamos, nos animamos y nos criticamos siempre con el objetivo de ser mejores y más fuertes. Me dirás tú que por qué sólo entre mujeres, y apoyo la moción (habríamos de ser así con todos nuestros semejantes), pero esto de la sororidad responde a un contexto en el que las mujeres han de batallar con un sistema simbólico plagado de estereotipos que nos minusvalora, nis disminuyen y nos vilipendian. Somos la mala, la zorra, la revanchista, la vengativa, la vanidosa, la frívola, la cotilla, la loca, la machista… En fin. A un nivel más técnico te diré que este año me quedé bastante muerta cuando, leyendo a Amelia Varcárcel, descubrí que están más que estudiadas las fratrias, el sistema de solidaridad entre varones que explica que se contraten los unos a los otros y se promocionen los unos a los otros en las empresas. En fin. Cuanto más leo, más me doy cuenta de que no tengo ni idea.

Todo esto viene por el dibujín de apoyo al feminismo (?) que publicas en Cuore y que he visto en el muro de Diana Aller.

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Como joven y sobradamente preparada que eres, no dudo de que lo hayas dibujado y redactado con toda tu buena intención (si no es así, puedes dejar de leer ya). Supongo que en tus viñetas sueles plasmar tu percepción personal acerca de lo que te rodea y eso, supongo que lo habrás pensado, habla muchísimo más de ti que de lo que dibujas. También supongo que habrás pensado alguna vez en la responsabilidad que tenemos todos los que de una manera u otra accedemos a los medios de comunicación. Yo no pensaba nada de esto cuando tenía tu edad: era bastante inconsciente y burracona. Sin embargo, ahora me doy cuenta de la cantidad de ideas que podemos poner en las cabezas de mujeres bastante jóvenes que leen las revistas sin la preparación que puedas tener tú o yo. Y me da bastante vértigo.

Total, que me ha entristecido un poco leer tu viñeta. Es una pena que en el nombre del feminismo (¿qué feminismo? Supongo que el tuyo…) cargues las tintas en la figura femenina. No sé, es como cuando una mujer usa como argumento en una discusión sobre la violación la leyenda de las denuncias falsas o te planta en tu cara que no cree en la protección a las mujeres maltratadas porque conoce varias que han denunciado a sus parejas sin ser maltratadas solamente para fastidiar. No podemos tomar la parte por el todo ni ignorar la realidad de las mujeres: desde 2009, solo un 0,005% de las denuncias sobre violencia contra las mujeres se saldaron con una condena para la mujer por acusaciones falsas. Al plantear esos dibujos, no haces más que perpetuar en el imaginario unos estereotipos que están más en tu mente que en la realidad. Le escribí a Diana en su muro de Facebook: «La mujer es la peor enemiga de la mujer» es un invento para que la mujer sea la peor enemiga de la mujer. Y es cierto.

Hay algo más. No existe esa mujer que, según tu viñeta, no tiene ni idea de informática o sólo le interesa lo económico (te recomiendo tantísimo que leas acerca de lo que nos costó salir del espacio de «las idénticas» que Celia Amorós describe tan bin). Existen personas que no tienen ni idea de informática, hombres y mujeres, de la misma manera que existen personas a las que les interesa sobre todo lo económico, hombres y mujeres. Adscribir esos comportamientos a una mujer es básicamente sexista y denota no haber reflexionado demasiado sobre el asunto. Probablemente conoces a las mujeres que tienen esos comportamientos y así lo has reflejado, pero por cada una de ellas seguro que hay miles que se comportan exactamente al contrario. Si de verdad quieres dibujar en favor de las mujeres, no contribuyas a afirmar estereotipos que no nos hacen ningún bien. Tampoco estoy segura de que sea bueno colocar tal crítica bajo la bandera del feminismo: no visualizo a ninguna feminista de las que conozco cargando contra ninguna mujer en tribuna pública.

Tienes una ventana al mundo: úsala para afirmarnos no para hundirnos. Eso sí que es feminista.