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«Observo en Žižek una imitación sádica de Lacan: insulta a todo el mundo»
Tengo que poner un titular gancho, un reclamo confrontativo típico de nuestras malas artes de periodistas, para que piquéis y leáis esta entrevista a Rosi Braidotti. Cuanta más teoría crítica leo, cuantos más artículos sobre el fin del capitalismo, la vuelta del marxismo o el aceleracionismo caen en mis manos, más aprecio la diferencia radical que supone la lectura del mundo de Rosi Braidotti y algunas otras teóricas feministas a las que, desafortunadamente, el pensamiento-macho que domina el mundo no hace demasiado caso. Yo sí. A mí me tienen militando.
Puedes leer la versión corta de la entrevista aquí.
O atreverte con la larga a continuación. Muy larga.
[Disculpas por adelantado por los errores de edición].
Me gustaría empezar preguntándole sobre la conexión o desconexión entre la Academia y los públicos. Veo cómo en los últimos años ha ido abriéndose un enorme espacio en la red para los discursos de pensadoras críticas que, gracias a su participación en conferencias, charlas y conversatorios, llegan a una audiencia inesperada y global. Mi impresión es que es un fenómeno más bien americano, no tanto europeo y mucho menos español, quizá por cierta vocación de autoprotección frente a un exterior que muchas veces se torna agresivo…
Los tiempos son muy difíciles. Y puedo entender que los pensadores quieran protegerse a sí mismos, porque estamos siendo atacados. Todo el tiempo. Al menos donde yo trabajo, en el norte de Europa, sobre todo el populismo de derechas pero a veces también el de izquierda nos considera una elite echada a perder: no respetan lo que hacemos ni quieren dejarnos en paz. Nos protegemos porque somos objetivos muy vulnerables. Nos echan en cara, por ejemplo, que nuestro discurso es difícil de comprender. Que no es accesible. ¿Cómo va a serlo? Soy una especialista. ¿Le dirían eso mismo a un biólogo molecular o un astrofísico? No. Pero a los filósofos nos acusan de usar una jerga, simplemente porque logramos expresar con el lenguaje ordinario, lo extraordinario. Eso te da la medida del poco respeto que existe por nuestro trabajo. Entiendo el instinto de autoprotección aunque, por otro lado, creo que los medios son tanto parte del problema como de la solución, porque si rompes la burbuja y sales al mundo logras muchos aliados, al menos tantos como oponentes. Y gracias al intercambio de críticas, objeciones e incluso de comentarios desagradables puedes llegar a provocar un debate. Mis estudiantes no objetan a salir de la Academia, pero sí a ser muy cautos con el mundo del algoritmo. Muchos opinan que tendríamos que disponer de una plataforma alternativa a las redes sociales para hacer activismo digital. Esa idea me gusta mucho.
¿Qué opina de lo que ha pasado con la crítica feminista en los últimos años, especialmente de su infiltración en la cultura ‘mainstream’ y en lugares insospechados como Hollywood?
Creo que es un efecto del feminismo en sí mismo. Un efecto del hecho de que el feminismo es viejo. No entiendo que a estas alturas, con cincuenta años de historia, un feminismo tenga que impedir el otro. Solo tengo admiración para mujeres como Emma Watson o Angelina Jolie y, en general, para todas las que salen a la palestra para hablar de feminismo, porque corren muchos riesgos. No veo porqué no podríamos construir un frente unido con ellas. De eso trata precisamente mi propuesta nómada: mil mesetas de resistencias, no solo una. Creo que criticar ese tipo de feminismo está un poco pasado de moda y también tiene que ver con cierto esnobismo intelectual. Angelina Jolie no es una oportunista, es profesora de la London School of Economics por su experiencia con las mujeres violadas en las guerras, posee un conocimiento de la materia directamente obtenido sobre el terreno y es realmente feroz a la hora de defender los derechos de las mujeres. Si asumimos la complejidad de la existencia contemporánea tenemos que admitir mayores grados de pluralidad. No podemos cerrarnos a la posibilidad de inocular pequeñas dosis de subversión o inspiración allá donde nos sea posible. Los tiempos son horriblemente difíciles. No es momento para ser dogmáticos, sino para hacer que la energía siga fluyendo como podamos.
Parece que existe realmente una sed de filosofía, un deseo de interpretación crítica del mundo que nos ofrezca salidas distintas, pero también una necesidad de encontrar desde dónde vivir sin hacer ni hacerse una daño.
La filosofía siempre ha dedicado muchos esfuerzos a elaborar un entrenamiento para la vida y ahí está Alain de Botton y los que se dedican a pensar esa intersección entre análisis cultura, terapia y autoayuda… Es algo que me gusta mucho y a veces creo que debería dedicarme un poco más a ello. Creo que lo haré, ahora que soy mayor, pero sin decirle jamás a la gente lo que debe hacer. Mis maestros fueron Deleuze, Foucault, Irigaray, gentes del 68, no anarquistas pero sí antiautoritarios, totalmente contrarios a fijar una normatividad. Pero es cierto que ahora hay otra atmósfera y existe cierta necesidad de sentido o de dirección. Y quizá hemos dejado mucho espacio libre para que lo ocupen los pensadores más tradicionales, sobre todo los neokantianos, con los que mantengo una gran disputa.
En el último congreso de la Red Española de Filosofía, los filósofos españoles se preguntaban por “Las fronteras de la humanidad”. Hablando de objeciones, su trabajo disputa enormemente el concepto de humanidad y, con él, sus fronteras…
La referencia a la frontera asume un sistema binario en el que encontramos lo humano, por un lado, y todo lo demás, lo no humano, por otro. Sin embargo, en semiótica, psicoanálisis, fenomenología, postestructuralismo o nomadología partimos no desde lo binario, sino desde entidades que son complejos sistemas híbridos en red. Decir que existe algún ser humano libre de bacterias o cuyo código genético no estuviera en un 90% compartido con los animales o un humano que no esté mediatizado o medicalizado es simplemente un sinsentido y científicamente incorrecto. Es un gran problema de la filosofía que no podamos salir de los siglos XVII y XVIII cuando nos enfrentamos al asunto de la autorrepresentación, de un profundo cartesianismo que se expresa no solo en el binarismo, sino en la idea de que la definición del humano pasa por cierto entendimiento de la razón, esencialmente trascendental. La conciencia se ha convertido en una pesadilla de la que no podemos despertar. Muchas tradiciones filosóficas, desde los presocráticos o los estoicos hasta Nietzsche, nos impelen a reconsiderar lo que entendemos como humano. Pero la filosofía no puede desprenderse de ese trascendentalismo. Y eso se ha convertido en un problema. Mis maestros advirtieron que, para empezar, no podemos seguir considerando al humano como una excepción, sino anclado en un proceso de múltiples relaciones. Y no quiero sonar como una vieja hippie, pero respirar aire puro es una relación. Beber agua limpia es una relación con los recursos de la tierra. Existe una fuerte dimensión ecosófica en este tipo de comprensión híbrida, nómada, no unitaria del ser humano. Una que produce el gran alivio de comprender que solo somos parte del mundo, no una conciencia trascendental que se cree el jefe de la creación. Esa es una pesadilla paranoica.
Una que nos deja inermes ante la deriva autodestructiva del capitalismo… ¿Cómo despertar de ese sueño monstruoso?
El diseño filosófico con el que trabajo presta atención y registra en un modelo cartográfico lo que pasa a nuestro alrededor. El capitalismo ha destruido todas las categorías. Y el capitalismo no es ninguna unidad trascendental, no es la categoría marxista desde la que se explica todo. No. El capitalismo es inmanente a nosotros. El capitalismo es en nosotros. Nosotras producimos el capitalismo cognitivo. Somos productoras de conocimiento, sobre todo en la universidad y en los medios, auténticas instancias de poder basadas en la distribución de saber. Nosotros somos el sistema. Es precisamente en este nivel de implicación en el sistema en donde chocan filósofos como Deleuze y los marxistas clásicos. De ahí la ridícula crítica de Badiou a Deleuze y las lecturas estúpidas y vulgares de Zizek, el partidario de Trump. La inmanencia radical afirma que somos parte del problema, pero si recurrimos al sistema ético de Spinoza puedes marcar una diferencia, puedes lograr avances a través de lo político. Sin embargo, ese trabajo humilde de horadar el poder justo debajo de nuestros pies, una tarea difícil y complicada porque te expones a todo tipo de ataques y represalias, resulta demasiado humilde para los grandes teóricos de la revolución, que prefieren esperar tranquilamente sentados a que el capitalismo se rompa. Por supuesto, estos grandiosos teóricos se dan a sí mismos el papel de guías: ellos son los sabios, los grandes maestros del conocimiento, los que saben hacia dónde se dirige la Historia. Es tan pretencioso… Defienden un modelo de intelectual del siglo XIX, marxistas hegelianos que dicen saber dónde va todo esto y creen dirigir la atención del proletariado. No solo es pretencioso: es extemporáneo. No conecta de ninguna manera con los tiempos que vivimos, no tiene en cuenta el poder de las redes sociales, la explosión del fenómeno del crowdsourcing o la influencia de los medios de comunicación. Por favor… No tomar en consideración la cantidad de conocimiento que se producen fuera de las universidades convierte en ridículas muchas propuestas de pensadores radicales de la academia. No solo porque corren el peligro de aparecer como pretenciosos, sino por no comprender la economía política de la producción de conocimiento. Todo gira alrededor de los algoritmos, de la manera en que seleccionamos, distribuimos, reorganizamos y recuperamos los datos. El big data es solo la punta del iceberg. Todo se vuelve infinitamente más complicado cuando tratas de pensar cómo proteger el conocimiento para hacerlo funcionar de manera distinta a cómo funciona hoy. Lo que tenemos ante nuestros ojos es un complejo de múltiples capas. Posicionarse en el mismo desde una consideración del humano como entidad excepcional es un error de partida. Debemos partir de lo procesual. De hecho, existe un interés creciente por los filósofos pragmáticos estadounidenses, Dewey, James, porque su filosofía es más práctica, más situada, más modesta. Son filósofos que están en el mundo.
Sin embargo, cada vez que Zizek viene a España se forman largas colas de personas, muchas de ellas hombres, universitarios blancos, que desean escucharle. Y muchos espacios culturales, museos, centros de arte, están encantados de recibirle.
Existe un circo itinerante para estos autoproclamados maestros del pensamiento. “The Guardian” publicó una investigación acerca del dinero que algunos de lo grandes filósofos obtienen de becas. Charles Taylor creo que llega a los 6 millones, Habermas entre 2 y 3 millones, Butler también entre 2 y 3 millones… Son personas en cuyo pensamiento se invierte fuertemente. De lo que no se sabe nada es de lo que ganan con sus giras en el circuito privado del circo de los pensadores. Eso es mucho más difícil de determinar. Encuentro que este grupo de filósofos que viajan por todo el mundo es más espectáculo que otra cosa. Pero es problemático tanto que vendan verdades filosóficas como la evidencia de que es un grupo muy masculinizado: no hay mujeres. Si te fijas en las mujeres que pueden estar en ese nivel, por ejemplo Saskia Sassen, no tiene nada que ver. No estamos ante la misma violencia, ante ese tono autoritario. Encontramos en Zizek una imitación sádica de Lacan. Insulta a todo el mundo y eso a los chicos les encanta, porque ven que se puede ser grosero, desagradable y repulsivo y, a la vez, una estrella. Su única agenda es la exaltación de sí mismo, acompañada por una pretensión de querer saber más que el otro y ser el líder. Que ese sea el modelo es un síntoma de la pobreza de nuestros tiempos y también encuentro reprochable que las instituciones le den espacio. Es un fenómeno que en parte tiene que ver con la cultura de la celebridad y en parte con la misoginia y el racismo de la izquierda.
Suena a populismo.
Populismo de izquierdas, aunque para mí todos los populismos son iguales, no existen demasiadas diferencias entre uno y otro. A veces el de derechas es ligeramente más respetuoso, por su conexión con las viejas maneras de antaño. Pienso muy a menudo en los que solíamos estar junto la izquierda y cómo hemos tenido que distanciarnos de ella. No ha querido aprender nada del feminismo: lo ha descartado considerándolo simplemente un movimiento cultural. No sabe nada de teoría poscolonial ni cree que el racismo sea un problema: lo aborda como una mera cuestión de identidad. Y sostiene una lectura absolutamente ficticia del capitalismo, en la línea de un marxismo-leninismo pasado de moda, para evitar comprometerse con las políticas de inmanencia, ya que si las asumiera tendría que hacerse responsable de su posición, de cómo funciona dentro de las instituciones y de su involucración foucaultiana en el poder que critica. Por supuesto, la izquierda no va a asumir nada de esto: es mucho más fácil mantenerse al margen y fantasear con el día en el que el capitalismo termine. Todos los que estudian a Badiou o transitan por su pensamiento identifican lo político con el marxismo-leninismo, porque tomar el camino de Deleuze, de Spinoza, de la inmanencia radical les golpearía donde arraigan y tendrían que responsabilizarse de su proceder dentro de las instituciones y de la manera en que se ganan la vida. Es un error muy serio que la izquierda promueva una lectura de la economía tan equivocada. Lo que no sé es si es deliberado o si realmente son estúpidos y están convencidos de que seguimos habitando un mundo industrial. Esa ignorancia suya acerca de la mediatización tecnológica que hoy vivimos fue lo que me condujo a la teorización del posthumanismo. De alguna manera tenemos que ponernos de acuerdo sobre cómo es el mundo en el que vivimos. Nuestro grado de involucración en la mediatización de cada aspecto de nuestra existencia es enorme, ya lo consideres desde la biogenética o desde los algoritmos informáticos. De hecho, la innovación científica se acelera cada vez más y en territorios inexplorados como la edición genómica. No puede ser que la izquierda siga debatiendo sobre si Trump va a reabrir las minas de carbón. No es posible entender el mundo tan mal. Si la derecha tiene la supremacía no es por el populismo, sino porque entienden la economía. Tanto, que son los que se benefician de ella. Solo tienes que leer el “Financial Times” para advertir la exactitud y la inteligencia de su lectura de lo economía. Ahí la izquierda no aparece por ningún lado. Esta sería mi disputa fundamental con los Zizek y los Badiou de hoy en día: cómo es posible que no entiendan nada. Admiten la sofisticación filosófica de las ontologías del objeto pero cuando llegamos al territorio de lo político, marxismo-leninismo, el feminismo es de madres y la raza no existe.
Ni la izquierda ni la filosofía parecen haber querido recibir sinceramente la contribución del pensamiento feminista.
Se trata de nuevo de un fenómeno que tiene múltiples capas. Por un lado, el sexismo rutinario que cualquiera que esté trabajando en departamentos de filosofía conoce y la lucha diaria de las filósofas por avanzar y ser escuchadas. Pero además de esa situación diaria de sexismo interpersonal, existe una constante campaña de descrédito del conocimiento que se produce desde el feminismo en toda Europa. Los departamentos de filosofía son horrendos incluso donde yo vivo y trabajo. Se produce un ataque total a la credibilidad, las credenciales y la dignidad de las pensadoras que no formamos parte de la maquinaria filosófica de lo corporativo. Prefieren tener cinco estudiantes en el primer año y formarlos a su imagen y semejanza que los 300 que se matriculan para hacer estudios de género. Y esos cinco son cinco chicos blancos que a sus 18 año fuman en pipa porque su profesor lo hace o que cultivan el desaliño porque quieren ser como Zizek. Estamos ante una relación edípica con el profesor apabullante. Por supuesto, las chicas no pintan nada ahí. No hay espacio para ellas. Pero volviendo a la diferencia que el feminismo debería estar produciendo, al menos mi feminismo que defiende una transformación radical, su descrédito es total. Incluso Nussbaum, a pesar de que la filosofía moral es aceptable, es mal recibida. Este descrédito tiene unas consecuencias prácticas, desde la ausencia de recepción crítica de nuestros trabajo a la falta respeto para con nuestros logros, que van produciendo toda una cadena de desconsideraciones.
¿Alguna vez ha sido atacada?
Bueno, yo tengo una relación muy complicada con la filosofía… En mi caso mi experiencia tiene que ver básicamente con haber sido ignorada y sutilmente desautorizada. Con no conseguir los premios, las becas, los doctorados honoríficos (tengo alguno pero francamente creo que tendría que tener más)… Porque quienes se sientan en los jurados y emiten los informes son ellos, no nosotras. En realidad, muchas veces pienso que es un milagro que haya podido llegar hasta donde he llegado. Pero, sí, nos perdemos muchas cosas, es algo que hablo frecuentemente con mi gran amigo Paul Gilroy, que a nosotros no nos conceden la ERC… Con mi gran amiga Judith Butler, con la que no estoy de acuerdo en nada pero a la que quiero, hemos comentado que nosotras jamás conseguiremos trabajo como filósofas. La profesión de filósofo nos expulsó. Las generaciones que vienen detrás, nuestras estudiantes, sí lo están logrando. Pero nosotras no. Duele, pero a la vez fue necesario par romper, para lograr que pasara algo. En mi caso, el juego siempre ha estado donde lo situó Virginia Woolf: con un pie fuera y un pie dentro. La extraña infiltrada.
Una posición difícil y, a la vez, privilegiada.
Absolutamente. No olvidemos que soy una extranjera, una migrante. Es muy improbable que alguien como yo viva en un país como Holanda: sucedió porque conocí a mi pareja y quise construir una vida junto a ella. No pertenezco totalmente a ese lugar, lo cual es complicado, conlleva muchos problemas, pero también ventajas. Estoy muy agradecida y profundamente unida al país, no pienses que mi comentario es negativo: estoy muy orgullosa de lo que he construido en la universidad. Pero no soy realmente muy holandesa. Además, cuando no tienes el respaldo de un país, la otra cara del sujeto nómada, hay muchas cosas que no puedes hacer, entre otras entrar en política, que es algo que yo quisiera hacer en este momento de mi vida. Soy una persona leal y creo que una buena profesora, pero puedo ver que las cosas podrían hacerse de otra manera. Me muevo por muchos motivos en la marginalidad, pero precisamente ahí es donde reside mi potentia. No niego que es doloroso cuando ves que personas más mainstream construyen mejores carreras. Podría hacer una lista con los premios y becas que jamás tendré. Pero no voy a malgastar la vida en la amargura. Piensa en el caso de Donna Haraway. ¿Cómo es posible que no le hayan dado la beca MacArthur [625.000 dólares]? Sin embargo, sí la disfrutó Evelyn Fox Keller, una pensadora brillantísima también, pero una pensadora muy diferente a Haraway…
¿Cómo se explican estas cuestiones a las futuras investigadoras?
Trato de mostrarle a los jóvenes no sólo cómo tener éxito en el mundo sino cómo mejorarlo, y no solo en el sentido de hacer que el capitalismo funcione. Desafortunadamente, en el sistema neoliberal todo pasa por los premios, las becas, los proyectos… Todo se cuantifica. Y si quieren quedarse en la academia, los investigadores necesitan esa financiación. Ahora mismo siento que el modelo de pensadora radical que encarno no sea probablemente el mejor modelo de intelectualidad para ellos. Por eso trato de ser muy humilde y contarles que si quieren permanecer en la academia van a tener que aprender a conseguir dinero para asegurar su propio salario, porque así funcionan las universidades ahora. Y si se dedican a la teoría crítica, lo cierto es que van a tener problemas para hacerlo. Ha pasado en Berkeley [el año pasado, el Program in Critical Theory sufrió un recorte del 50% de su presupuesto]. Ni siquiera Judith Butler pudo evitarlo. En 2016, mi universidad cortó la principal vía de financiación del Centre for the Humanities [fundado por Braidotti en 2007] y aún pretendían que siguiera vinculada a él cual trofeo. Por supuesto, dije que no, aunque me dolió. Estos recortes están sucediendo a todos los niveles en las humanidades. En estos momentos tenemos que ser muy humildes y muy cuidadosas. Sobre todo en este contexto de ascenso del fascismo que estamos viviendo. Porque el modelo de intelectual feminista que yo represento, dedicada a socavar el poder desde la raíz que ancla bajo nuestros pies, no es bien recibida. Personas muy conservadores dicen que Zizek les parece muy entretenido. Sin embargo, nunca dicen eso de mí, aunque me tengo por una persona extremadamente divertida [modo irónico]. Ante mi discurso se produce una alerta, una intriga, una ofensa… La reacción es muy distinta. Sin embargo, el sistema tolere perfectamente a los Zizek, porque cuando defiendes ideas que obviamente están totalmente equivocadas, no consigues otra cosa que sustentarlo. Es perverso.
Cuando todo se confabula para que pensemos desde las potencias tristes, resulta aún más necesario acudir a lo afirmativo y alegre. Sin embargo, nos bombardean con la melancolía e incluso el apocalipsis…
Toda la iconografía de la tristeza y la melancolía ha sido tradicionalmente asociada con el complejo de genio solitario y con una inteligencia superior. Se trata de una imagen altamente codificada en cuanto al género: se refiere invariablemente a hombres jóvenes y con talento que sufren. Se le conceden también credenciales de nobleza. La felicidad y el bienestar, en cambio, no son nobles sino vulgares y conciernen generalmente a la gente, los niños, las mujeres… Ahí está el estereotipo del “negro feliz”. Estamos ante una jerarquía de valores extremadamente marcada por el género. La filosofía se ha alimentado muchísimo de estas pasiones negativas. Ahí está Nietzsche. Y si entras en diálogo con Spinoza, hablando de pensadores marginados, si defiendes una praxis de afirmación alegre, cruzas una línea roja. Porque no conecta con esa noción de la inteligencia superior que sufre, que es trascendente y que no encaja en el mundo. En los debates que se desarrollan hoy, parece que si defiendes una política afirmativa y alegre eres cómplice del frívolo optimismo del capitalismo. Este es una argumento desinformado e irrelevante, porque cualquiera que lea a Spinoza o Deleuze sabe que construir una praxis afirmativa es un trabajo extremadamente duro: supone extraer conocimiento del dolor. Hablamos de cómo procesar el dolor, cómo asumirlo y habitarlo. Es una cuestión muy compleja… Más aún con Sara Ahmed defendiendo una posición extraña que ojalá no hubiera defendido, porque no la enfrenta realmente. Entiendo lo que hace: trata de construir una pedagogía de la disrupción, pero se ve superada por la complejidad de la situación, porque todos los populistas de izquierda y de derecha operan no ya desde la tristeza, sino desde el más terrible apocalipsis. Todo es negatividad, negatividad y negatividad. Y moverse hacia una praxis política afirmativa resulta casi imposible porque no la consideran una posibilidad política sino, en el mejor de los casos, terapéutica. El capitalismo, volvamos a esa cuestión abierta, ha encerrado esta conversación entre el Ritalin, el Prozac y el “sé feliz”, de forma que se torna imposible de abordar. En el seminario Deleuze estamos trabajando muchísimo sobre el dolor, ya sea toda una vida o una herida, un trauma, un daño o una pérdida puntual. Tratamos de reconstruir ese momento, anclarlo en la realidad material, tal y como nos ha enseñado la teoría poscolonial: desaprendiendo nuestros privilegios. Lo cual significa sufrir. Estar dolido durante un tiempo. ¿Cómo le planteas esto a los ‘millenial’? Qué difícil es eso… Enseguida se disparan los mecanismos de defensa de las políticas de identidad, “respeta mi sufrimiento” y todos esos argumentos. El espacio para este debate es muy pequeño, pero creo que este tipo de práctica afirmativa es realmente útil y fácil de llevar a término porque es muy intuitiva: simplemente hay que trabajar. Pero va contra la ideología de estos tiempos la mires por donde la mires. Hoy mostrarse enfadado, insultante, pesimista o apocalíptico es perfectamente comprensible. El relato del Antropoceno nos aboca a discursos totalmente nihilistas: dejemos que el mundo se acabe para destruir el capitalismo.
El discurso de la autodestrucción.
Qué idea más práctica, ¿verdad? Muchas gracias. En el Seminario Deleuze estamos leyendo un artículo fantástico de John Protevi sobre los distintos tipos de fascismo: el clásico, el del pesimismo absoluto y el “no future”, que él llama fascismo lunar porque es nocturno y melancólico; y un segundo fascismo muy típico de nuestro tiempo el maniaco, el sobreactuado, que denomina solar. Cuando Guattari escribe sobre este asunto en “Las tres ecologías”, ¿sabes que menciona expresamente a Trump? Confundir ese fascismo con la praxis afirmativa y alegre es… Por favor: no estamos hablando de autodestrucción maníaca, de suicidio a través de la muerte en masa. Las políticas afirmativas suponen construir una respuesta a toda esa negatividad trabajando juntos. Durante los dos últimos años hemos estado estudiando cómo funciona el microfascismo contemporáneo en comparación con el fascismo histórico y mapear los flujos de negatividad que producen impulsos de autodestrucción supone un trabajo tanto clínico como crítico. Ahí obviamente hay que recurrir a Spinoza, porque existe un envenenamiento y la metáfora del envenenamiento está en Spinoza. Él habla de la la negatividad como de un veneno y hoy comprobamos hasta qué punto se ha vuelto tóxica. Nos enferma.
Hablemos de vida. De esa reconsideración de la vida que recoge con el concepto de ‘zoe’.
La idea de zoe surgió mientras leía a Agamben, un filósofo clave cuyas ideas resultan muy valiosas si se leen honestamente… Aunque Adriana Cavarero es incluso mejor y bastante anterior. No había escrito aún “Lo Posthumano” (2013) pero ya estaba pensando en lo humano y lo no humano y en una manera de entender la vida en términos no seculares, no deterministas, vitales y desde la alegría de pertenecer a un continuo material unitario. Una manera de romper con la soledad y entrar a formar parte de eso que solíamos llamar naturaleza (Genevieve Lloyd, mi maestra, escribió un trabajo muy bello sobre este asunto). Formamos parte de una materia común, algo que la ciencia contemporánea ya está diciendo desde campos tan diversos como la astrofísica o la biogenética. Para la ciencia contemporánea esa afirmación es una evidencia científica, por eso es tan crítica con las Humanidades y su proceder científico: nuestra visión de lo humano es científicamente un error. La acusación es muy seria. Frente a ella, muchos filósofos improvisan con la neurología o retroceden completamente hacia la ética o la bioética, lo que significa volver a la filosofía moral, esto es, a Kant. Y punto. Pero el hecho cierto de que nos estamos equivocando, de que no entendemos la estructura básica de la materia, es fatal. Por eso retomé el concepto de zoe, aunque eludiendo el binarismo zoe/bios para evitar que la animalidad que existe en nosotros sea, como ocurre en Agamben o en Heidegger, la marca de nuestra vulnerabilidad y nuestra extinción. A partir de zoe, lo posthumano emergió casi inmediatamente, de hecho me di de bruces con ello, y desde entonces ha explosionado. De hecho, está a punto de publicarse “Posthuman Glossary” con más de cien entradas y otros tantos colaboradores que simplemente fotografían las dimensiones del concepto en este momento y su repercusión y diseminación es enorme. Toda oposición que pudiera haber desde la ontología de los objetos ha desaparecido: todo el mundo acepta el posthumanismo. De verdad creo que estamos ante un cambio de paradigma. ¿Cómo interactuarán las humanidades con él? Esa es la incógnita, porque pedir que asuman que el sujeto de conocimiento ya no es el anthropos aún es pedir muchísimo. De hecho, es una pregunta que ni siquiera se entiende si no se conoce suficientemente el nivel de desarrollo de la tecnología. La hybris contemporánea es seguir pensando que somos nosotros los que estamos pensando.
Frente a este giro posthumano que han avanzado las ciencias y que reta hoy a las humanidades está el transhumanismo, un polo de innovación tecnológico-científico con profundas implicaciones éticas y políticas…
Mi antigua alumna y hoy colega Francesca Ferrando sería mucho más sutil que yo a la hora de hablar de transhumanismo, de hecho en el glosario escribe sobre transhumanismo y metahumanismo porque está a favor del mejoramiento humano. Francesca sostiene que esa mejora no tiene porqué seguir el modelo que produce Nick Bostrom en el Future of Humanity Institute de Oxford, pero el problema está en que nuestra sociedad ya ha aceptado ese modelo, muy problemático porque es profundamente cognitivo. Bostrom entiende el mejoramiento humano básicamente desde la modificación del cerebro, un enfoque que resulta muy beneficioso para la industria robótica y la inteligencia artificial. El objetivo es acelerar los cerebros, aunque dicha aceleración vaya a suceder por sí misma gracias a la interacción de los niños con la tecnología, que ya está cableando sus cerebros de manera diferente. El salto evolutivo va a ocurrir de todas formas. Sin embargo, el deseo de mejora del hombre ha dejado una huella terrible en Occidente, recordemos la eugenesia, los criterios de selección. Por otro lado, tenemos que pensar en la cantidad de puestos de trabajo que la industria robótica va a destruir. Si pudiéramos tener en cuenta estos aspectos en vez de quedarnos en las alturas de lo trascendental… Me tengo por una pensadora del mañana, pero ¿podríamos por favor reinsertar lo social en estos futuros? Sostengo una doble objeción contra el transhumanismo: por un lado, está reduciendo la enorme apertura que podría producir una distribución rizomática del conocimiento a un neocartesianismo directamente importado del siglo XVIII. Encuentro que esta manera de cerrar lo que se está abriendo apelando al moralismo clásico es, además, oportunista: es una posición que logra la financiación y las becas. Por otro lado, expulsa lo social: no asume ninguna responsabilidad por las implicaciones políticas de este increíble desarrollo. Este transhumanismo que avanza a lomos de las matemáticas y de una racionalidad ideal encaja perfectamente con los intereses de las corporaciones transnacionales. Me desespera, porque lo que me gustaría ver es una experimentación que comience desde premisas diferentes, que fuera consistentemente posthumanista también en el nivel normativo. Para ello necesitamos otra ética, una ética materialista y posthumana de la diferencia, no retroceder a la pesadilla del siglo XVIII. Porque si lo hacemos, estaríamos reproduciendo un escenario en el que no tengo intención de colaborar porque es discriminatorio y potencialmente desastroso. Aunque dispongamos de toda la financiación del mundo, como es el caso del Future of Humanity Institute, tendríamos que ser capaces de recordar que un tercio de las casas del planeta aún no tienen electricidad. Ante su propuesta transhumana no queda más remedio que volver a la pregunta básica: ¿de qué humano estamos hablando? ¿Quién es el humano aquí? Porque sabemos que lo humano no es una categoría neutral: está cargada de poder. Pero me temo que este es el paradigma dominante, que yo describo como analíticamente posthumano y normativamente neohumanista, con lo que hace caja desde ambas perspectivas. Ese es el proyecto que consigue financiación en todos los niveles de la investigación porque no reta al sistema. No es Nietzsche, es Kant. No nos cansamos de repetir lo mismo y esta es la misma vieja historia. Pero es un problema que Bostrom, además de tener ya el dinero de las corporaciones, se lleve también las becas públicas. Con el mismo proyecto, él se llevó la ERC, no yo. Existe un cierto whitewashing por parte las instituciones académicas, que no quieren quedarse mudas en el debate. Si todo lo que tienen que decir es “volvamos a la moralidad kantiana”, lo siento, pero no puedo secundar una posición tan incómoda y tan hipócrita.
El sujeto moderno de Kant a Trump: una propuesta de liquidación descolonial
En noviembre de 2015, tres ejemplares de macho político-periodístico se enredaron a propósito de Kant. El ciudadano Albert Rivera, el líder de la gente Pablo Iglesias y el gran preguntador Carlos Alsina debatían en un coloquio en la Universidad Carlos III cuando, ante la pregunta de un asistente, mentaron el nombre de Kant en vano: cayeron en la trampa del name-dropping sin haber leído nada del de Königsberg y fueron el chiste nacional durante unas horas. Sin embargo, su querencia kantiana tiene sentido: existe una afinidad invisible, suspendida, automática que enlaza a estos hombres poderosos de hoy con los padres de la Modernidad del ayer. Ellos son, más o menos, el sujeto moderno que aquellos pensaron, su proyecto hecho carne. Encarnan la fe incuestionable en la ciencia y la tecnología, el culto al progreso y el crecimiento, el liderazgo individualista, la europasión imperial y la mirada cosificadora y extractiva. ¿Acaso una raza superior? Precisamente este artículo enlaza fantásticamente el sujeto de la Modernidad con el nazismo (aunque resulta descorazonadora su clausura de la posibilidad de otra cultura que no sea la hegemónica). En todo caso, entre sujetos omnipotentes andaba el juego de la filosofía y ahí siguen sus creaciones, dándose cabezazos contra las paredes cual boxeador ciego de golpes.
Sin ser yo nada de lo anterior, he pecado mucho de kantiana. He sido muy platónica, muy descartiana, muy hegeliana pero, sobre todo, muy kantiana. Me obnubilaba la idea de la idea y la idea del llevar dentro de la cabeza un mundo, una galaxia, un universo autosuficiente al que escapar. ¿Y el cuerpo? En el limbo de la invisibilidad blanco-burguesa. Encontraba en el heroico sujeto moral de Kant, ese caminante que mira un mar de nubes en el cuadro de Friedrich, el evidente camino de la regeneración de lo humano. Así, a lo universal. En plan Moral Wars. El imperativo categórico (lo humano como un fin, jamás como un medio) me confortaba tanto como el recuerdo del arroz con leche a la murciana que me hacía mi madrina. Pero el imperativo categórico, alimentado hoy I know por el marco cristiano-católico que alojaron en mi subconsciente de niña (la monja en mí), llevaba bicho. Algunas miramos lo que la mano agita ante nuestros ojos sin darnos cuenta de que, con la otra, nos han metido algo en el bolsillo.
La definición que más me gusta de ese bicho la encuentro en el hit de Nitezsche: «El que lucha con monstruos debe tener cuidado para no resultar él un monstruo. Y si mucho miras a un abismo, el abismo concluirá por mirar dentro de ti» (Más allá del bien y del mal, 1886: 146). Ya tenemos ahí el impulso de dominación y la obsesión, dos virtudes primordiales del bicho que me ocupa: el susodicho sujeto moderno. Nietzsche fue uno de sus más fieros críticos, asqueado por su separación y enfrentamiento a la naturaleza y su condena de soledad. Hay que amar a Nietzsche por dionisíaco y, sobre todo, por esta denuncia suya del hombre moderno, del sujeto moderno de la Ilustración. El que, por otra parte, seguimos hoy sufriendo en silencio, cual hemorroides de la subjetividad. Este sujeto peligroso es el hombre que mira, el genio, el creador, el científico observador que convierte todo lo que tiene frente a los ojos en objeto. El cosificador universal y dios controlador de todo lo que existe. Tal es su poder, que si cierra los ojos, el mundo desaparece. En palabras de James Cameron:
Muchos han sabido ver el peligro de este sujeto, una creación europea que tras devorar el mundo trata de engullirse a sí mismo. Sin embargo, las mejores definiciones del bicho las encuentro en los territorios arrasados por el colonialismo y la colonialidad (del poder, del género, del ser, de la democracia liberal), donde deconstruir a este engendro nuestro es una cuestión de vida o muerte. El retrato que hacen de nuestra desmesura, de cómo les arrojamos a la inhumanidad, es el abismo donde los monstruos miramos para reconocernos como el horror, el horror. En La hybris del punto cero (2005 ), el colombiano Santiago Castro Gómez explica cómo el avance científico a lomos de la física y las matemáticas causó un ansia de reformulación racionalista del mundo tal, que convenció a los filósofos del siglo XVII de que existe un lugar neutro y no contaminado de observación social. Descartes recomendó pues abandonar las viejas ideas sobre lo humano y volver a construir todo el conocimiento desde un punto cero: «El del comienzo epistemológico absoluto, pero también el del control económico y social sobre el mundo. Ubicarse en el punto cero equivale a tener el poder de instituir, de representar, de construir una visión sobre el mundo social y natural reconocida como legítima y avalada por el Estado. Se trata de una representación en la que los “varones ilustrados” se definen a sí mismos como observadores neutrales e imparciales de la realidad». Toda la antropología pragmática de Kant, tomada como filosofía primera por la antropología filosófica que estudiamos hoy las esforzadas sufridoras de la Uned, gira alrededor de un punto cero de la moral, un fundamento trascendental que garantice un estatuto de universalidad. Ser Masters del Universo.
El punto cero, en realidad, cobija al sujeto moderno. Varón, blanco, burgués, heterosexual, católico, impulsor del proyecto capitalista que convirtió Europa en el amo del mundo. “La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los hindúes amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores y en el fondo se encuentra una parte de los pueblos americanos”, dejó escrito nuestro filósofo favorito. Algo después, Hegel nos entregaría esta perla: “Los americanos viven como niños, que se limitan a existir, lejos de todo lo que signifique pensamientos y fines elevados… (…) En África nos encontramos con lo que se ha llamado la “edad de la inocencia”, en la que se supone que el hombre vive de acuerdo con Dios y la naturaleza. En este estado, el hombre no es todavía consciente de sí mismo…, este estado natural primitivo es en realidad un estado de animalidad. El paraíso era un parque zoológico en el que el hombre vivía en un estado animal de inocencia”. Sus pareceres en Filosofía de la historia (1830) niegan el tiempo de la civilización y la historia a más de medio mundo. Esta separación entre lo uno y lo otro por razones cromáticas arraiga en la ontología que funciona en una civilización: en la consideración del ser en lo que existe. En Occidente, estamos ontológicamente programados para considerar todo lo que no es uno, objeto, instrumento, posibilidad, beneficio o infierno. Por ello, no podemos hablar de la Modernidad que aún nos rige sin mentar su reverso tenebroso: la Colonialidad. El sujeto moderno no solo camina por las altas cumbres, se embelesa en sus propios pensamientos e inventa prodigios y maravillas. También expropia territorios ajenos, esclaviza, saquea y mata. De ahí que no podamos volver a escribir nunca más sujeto moderno sin adosarle su hermano invisible: sujeto moderno/colonial. Toda la ciencia que la Modernidad derramó sobre Europa se produjo a fuerza del oro y el trabajo esclavo que infringió Colonialidad. Y el sistema, con algunos ajustes cosméticos, sigue funcionando.
El venezolano Edgardo Lander habla en La colonialidad del saber, eurocentrismo y ciencias sociales (2000) de las múltiples separaciones que construyen al hombre occidental y, entre ellas, destaca la que operó Descartes (1696-1659), padre de la filosofía moderna:
Es sin embargo a partir de la Ilustración y con el desarrollo posterior de las ciencias modernas cuando se sistematizan y se multiplican estas separaciones. Un hito histórico significativo en estos sucesivos procesos de separación lo constituye la ruptura ontológica entre cuerpo y mente, entre la razón y el mundo, tal como ésta es formulada en la obra de Descartes. La ruptura ontológica entre la razón y el mundo quiere decir que el mundo ya no es un orden significativo, está expresamente muerto. La comprensión del mundo ya no es un asunto de estar en sintonía con el cosmos, como lo era para los pensadores griegos clásicos. El mundo se convirtió en lo que es para los ciudadanos el mundo moderno, un mecanismo desespiritualizado que puede ser captado por los conceptos y representaciones construidos por la razón.
Esta total separación entre mente y cuerpo dejó al mundo y al cuerpo vacío de significado y subjetivizó radicalmente a la mente. Esta subjetivación de la mente, esta radical separación entre mente y mundo, colocó a los seres humanos en una posición externa al cuerpo y al mundo, con una postura instrumental hacia ellos. Se crea de esta manera, como señala Charles Taylor, una fisura ontológica, entre la razón y el mundo, separación que no está presente en otras culturas. Sólo sobre la base de estas separaciones –base de un conocimiento descorporeizado y descontextualizado– es concebible ese tipo muy particular de conocimiento que pretende ser des-subjetivado (esto es, objetivo) y universal.
Pero, cuidado, porque esta separación radical defendida por Descartes y alimentada por el escepticismo del pensar, de la duda permanente, no era tan original como pensamos: con la empresa colonizadora española de los siglos XV y XVI, génesis del capitalismo y la colonialidad racista, ya se desarrolló un ego conquistador caracterizado por la sospecha permanente acerca de la inhumanidad/casihumanidad de los desconocidos pobladores que salían a su paso. Tiene sentido que, ante la posibilidad de una acumulación de riquezas jamás antes posible en la historia, el sujeto premoderno elija cosificar su objeto de deseo para justificar la extracción, el despojo, la esclavitud y el espolio de todo. Lo cuenta el dominicano Nelson Maldonado-Torres en Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto (2007):
La certidumbre del sujeto en su tarea de conquistador precedió la certidumbre de Descartes sobre el “yo” como sustancia pensante (res cogitans), y proveyó una forma de interpretarlo. Lo que sugiero aquí es que el sujeto práctico conquistador y la sustancia pensante tenían grados de certidumbre parecidos para el sujeto europeo. Además, el ego conquiro proveyó el fundamento práctico para la articulación del ego cogito. Dussel sugiere esta idea: “El “bárbaro” era el contexto obligatorio de toda reflexión sobre la subjetividad, la razón, el cogito” (1996, p. 133). Pero, tal contexto no estaba definido solamente por la existencia del bárbaro o, más bien, el bárbaro había adquirido nuevas connotaciones en la modernidad. El “bárbaro” era ahora un sujeto racializado. Y lo que caracterizaba esta racialización era un cuestionamiento radical o una sospecha permanente sobre la humanidad del sujeto en cuestión. Así, la “certidumbre” sobre la empresa colonial y el fundamento del ego conquiro quedan anclados, como el cogito cartesiano, en la duda o el escepticismo.
Enrique Dussel, el sabio argentino, llama a esta manera de pensar europea en la que entre el sujeto que conoce y el objeto conocido solo puede existir una relación de exterioridad y asimetría «ontología de la totalidad», y con ella explica el bloqueo de toda posibilidad de intercambio de conocimientos entre culturas en Occidente, puesto todo lo que no pertenece a Europa, todo lo que es exterior, se clasifica como barbarie. A esta «ontología de la totalidad», Dussel suma el «mito eurocéntrico de la modernidad», la pretensión que identifica la particularidad europea con la universalidad y en el que se funda la «falacia desarrollista», según la cual todos los pueblos de la tierra deberán seguir las etapas de desarrollo marcadas por Europa con el fin de obtener su emancipación social, política, moral y tecnológica. La civilización europea es el fin de la historia mundial. Viva Hegel y viva Fukuyama. Cerremos esta irrupción del espanto de la Colonialidad en el gozoso relato de la Modernidad con una cita de La poscolonialidad contada para niños (2005), de Santiago Castro-Gómez, en la que comenta Imperio, de Hardt y Negri:
La Ilustración pretendía legitimar, a través de la ciencia, la instauración de aparatos disciplinarios que permitieran normalizar los cuerpos y las mentes para orientarlos hacia el trabajo productivo. En este proyecto ilustrado de normalización el colonialismo encajó como anillo al dedo. Construir el perfil de sujeto «normal» que el capitalismo necesitaba (blanco, varón, propietario, trabajador, ilustrado, heterosexual) requería la imagen de un «otro» ubicado en la exterioridad del espacio europeo. La identidad del sujeto burgués en el siglo XVII se construyó, a contraluz, mediante las imágenes que cronistas y viajeros habían difundido por toda Europa de los «salvajes» que vivían en América, África y Asia. Los valores presentes de la «civilización» fueron afirmados a partir de su contraste con el pasado de barbarie en el que vivían quienes estaban «afuera». La historia de la humanidad fue vista como el progreso incontenible hacia un modo de civilización capitalista en el cual Europa marcó la pauta sobre las demás formas de vida. El aparato trascendente de la Ilustración procuró construir una identidad europea unificada y, para ello, recurrió a la figura del «otro colonial» (Hardt y Negri 2001:149).
Todo este abundar en la subjetividad moderna/colonial viene a cuento de dos extraordinarios artículos que he leído esta semana en websites digitales (benditos sean): un fantástico análisis sobre la crisis del estado nación que nos remite fatalmente a la imagen de un mundo que se consume mientras Trump, Putin y demás sujetos imperiales tocan la lira; y el relato definitivo acerca de las razones del advenimiento de Trump y su manera de operar, escrito por Wendy Brown. Ambos describen cómo todo tipo de emociones negativas (miedo, ansiedad, humillación, rabia, frustración) nos remiten a una versión máximamente empoderada (imperial) del sujeto moderno y terminan empujándonos a buscar seguridad en figuras autoritarias, esquizofrénicas, “fascistas solares” que prometen salvarnos del apocalipsis mientras nos destruyen. El primero habla, directamente, de gangsterismo estatal. El segundo, de un “neoliberalismo Frankenstein” que ha mutado las democracias liberales en regímenes autoritarios, plutocráticos y etnonacionalistas. Se nos fue el monstruo trascendental del progreso a toda costa de las manos y, en vez del atildado caminante que se regodea en su espiritualidad contemplativa, ahora nos encontramos con algo muy parecido a Shadow King: un parásito predador de todo lo que existe.
En 1989, Feliz Guattari escribió lo siguiente en Las tres ecologías:
Hoy menos que nunca puede separarse la naturaleza de la cultura, y hay que aprender a pensar «transversalmente» las interacciones entre ecosistemas, mecanosfera y Universo de referencia sociales e individuales. De la misma manera que unas algas mutantes y monstruosas invaden la laguna de Venecia, las pantallas de televisión están saturadas de una población de imágenes y de enunciados «degenerados». Otra especie de alga, que en este caso tiene que ver con la ecología social, consiste en esa libertad de proliferación que ha permitido que hombres como Donald Trump se apoderen de barrios enteros de New York, de Atlantic City, etc., para «renovarlos», aumentar los alquileres y expulsar al mismo tiempo a decenas de millares de familias pobres, la mayor parte de las cuales están condenadas a devenir homeless, el equivalente aquí de los peces muertos de la ecología medioambiental. También habría que hablar de la desterritorialización salvaje del Tercer Mundo, que afecta conjuntamente a la textura cultural de las poblaciones, al hábitat, a las defensas inmunitarias, al clima, etcétera. Otro desastre de la ecología social: el trabajo de los niños, ¡que hoy día es más importante que en el siglo XIX! ¿Cómo recuperar el control de esta situación que hace que constantemente estemos al borde de catástrofes de autodestrucción?
La exactitud de su diagnóstico hace ya 30 años da escalofríos… Pero, ¿esto es lo que hay? ¿Debemos seguir jugando esta partida orquestada por un rey loco? ¿Nos abandonamos al automatismo y la inercia que nos provocan los dispositivos? Este nihilismo, este apocalipsis, esta condición póstuma (Marina Garcés dixit) que nos envuelve y nos paraliza se retroalimenta de la negatividad que nos genera pensar que estamos abocados a la autodestrucción. Es el mismo sujeto que inventó la máquina del supuesto progreso el que, devorado por su propia obra, se repliega sobre sí mismo y cierra los ojos para no ver más que donde pisa. ¡Sálvese quien pueda! Ahora que es nuestra la carne que combustiona en la máquina sacrificial capitalista, cerramos la persiana por escapismo, por desesperación, por depresión y, sobre todo, por miedo. Nada existe más ciego que el miedo y nadie sabe más de miedo que las mujeres racializadas. El miedo es un lugar central de pensamiento y de acción, no en vano las zapatistas llamaron a su encuentro en Chiapas del 8 de marzo refiriéndose directamente al miedo. Lo cuenta la investigadora mexicana Sylvia Marcos: «Su invitación decía: «Si ustedes no tienen miedo o tienen miedo pero lo controlan, vengan». Las zapatistas ya están aceptando y construyendo a partir del hecho de que tenemos miedo. Rompamos ese miedo, dicen las zapatistas. Te das cuenta de la sabiduría que hay ahí y que se explica por su propio proceso de subjetivación: ellas viven en un territorio permanentemente hostigado, con matanzas y desapariciones constantes. Ellas viven con miedo, pero lo controlan y se organizan». Cargar con el miedo y el dolor sin derrotarlo, simplemente asumiéndolo, ha sido en la cultura popular tarea del héroe guerrero y conquistador, qué ironía. Frank Herbert escribió para Dune una letanía esclarecedora: “I must not fear. Fear is the mind-killer. Fear is the little-death that brings total obliteration. I will face my fear. I will permit it to pass over me and through me. And when it has gone past, I will turn the inner eye to see its path. Where the fear has gone, there will be nothing. Only I will remain”.
Con el miedo en el cuerpo y la muerte en los talones también aquí importa más comprender el giro descolonial: allí donde vamos a hacernos cargo del racismo de nuestra tradición cultural, de nuestra civilización toda. La teoría descolonial es la hoguera de San Juan que nosotros mismos hemos prendido, un lugar de purificación que también es pira de sacrificio. Yo también creo como Yuderkis Espinosa que el feminismo blanco tiene que autodestruirse para continuar. Hemos de sumarnos al espanto que, en la mirada descolonial, sustituye al asombro como impulso filosófico. Maldonado-Torres (La descolonización y el giro descolonial, 2008) describe el pensar descolonial en los siguientes términos: «El pensador en este caso no busca meramente hallar la verdad sobre un mundo que se le aparece como extraño, sino determinar los problemas de un mundo que se le aparece como perverso y de hallar las vías posibles para su superación. La búsqueda de la verdad aquí está inspirada no por el desinterés teórico, sino por la no-indiferencia ante el Otro, expresado en la urgencia de contrarrestar el mundo de la muerte y de acabar con la relación naturalizada entre amo y esclavo en todas sus formas. La teoría surge en este caso con un ‘telos’ o finalidad definida: esta es la restauración de lo humano o la construcción del mundo del Tú, tal y como Fanon lo plantea (1973:192). La pregunta del qué y para qué conocer queda respondida aquí en términos de la oposición a la muerte del Otro y la posibilidad de la generosidad y el amor como superación de divisiones jerárquicas naturalizadas».
No esperemos, de momento, tal generosidad. La cuenta pendiente es larga y nuestras intenciones, poco claras. Enfrentadas a la potencia epistemológica de la teoría descolonial, a la fuerza de su verdad y a su poder terapéutico, las europeas no podemos más que escuchar, retribuir en lo posible y dar un paso atrás. No dejar de mirarnos en el espejo que nos espanta, pero hacernos cargo de nuestra herencia y operar en nuestra tradición. Qué deshonestidad toda traducción que se sirva de la colonialidad para no mencionar, expresa y primeramente, el racismo. Qué ligereza pretender interseccionalidad en las bases mientras el reparto de poder sigue siendo exactamente el mismo en los despachos. Qué fraude acudir a la diversidad sin asumir la multiplicidad de agravios que operan en una matriz de dominación (según la entiende Patricia Hills Collins). El impulso predador del sujeto moderno/colonial llega hasta las mismas conceptualizaciones que han de procurar alivio a los ya despojados de las mismas. Es necesario asumir un lugar de enunciación encarnado en nuestro cuerpo y entender sus límites: ¿Hasta dónde llega mi entender dada mi experiencia como mujer, europea y blanca? No más allá de mis zapatos. El punto de vista feminista de Sandra Hading y la corrección-puntualización de Chandra T. Mohanty hace tiempo que ha teorizado el privilegio epistémico de las miradas que se elevan desde el mismo suelo o desde el puro subsuelo.
El universalismo ciego que nos ha traído hasta aquí supone una desmesura cruel. Por fin identifico esa hybris en el feminismo que hoy se vocea desde tantos lugares y gracias a mujeres que encuentran en él cierto alivio rápido. En realidad, la primera vez que sentí que algo andaba mal, muy mal, en mi pensar fue al leer a prostitutas latinoamericanas en sus perfiles de Facebook. Con la claridad de un rayo supe que, por convincente que sea un marco teórico elaborado con las más finas hierbas de la campiña francesa (el abolicionismo que lleva por bandera el llamado feminismo radical), resulta indefendible la pretensión de trasplantarlo a fuerza de universalismo ciego. ¿Quién puede arrogarse el poder de determinar cómo debe sobrevivir una mujer en Perú, Colombia, Brasil o Barcelona? De ninguna manera yo misma: ¿acaso no contribuyo yo con mi trabajo de periodista a perpetuar un sistema de dominación (la maldita moda) tan poderoso simbólica y económicamente como el de la prostitución? ¿Quién y desde qué lugar dictamina las condiciones de supervivencia de una mujer? ¿Por qué unas estamos bendecidas para navegar como podamos las sucias aguas del capitalismo mientras otras tienen que preocuparse de que no les pinchen el salvavidas? Quién, dónde, cómo. Lugar de enunciación, territorio, política. Una vez que identificas al sujeto moderno/colonial de la Ilustración, se deshilachan sus productos y subproductos. Amelia Valcárcel dijo que «el feminismo es el hijo no deseado de la Ilustración». Las feministas blancas nos centramos en «no deseado» (el lugar de la víctima) pero podríamos detenernos en que, deseado o no, somos progenie de un paradigma desmesurado, desencarnado, desterritorializado. Dice Sylvia Marcos:
La comunidad no tiene que ver con la identidad. Tiene que ver con el territorio. Compartes el territorio. Eso es lo que nos han tratado de enseñar los zapatistas. Cuando te dicen tu territorio es el edificio donde vives, ¿qué te estás diciendo? Pues que vivirás con gente de muchos lados, pero lo importante es que compartís un territorio. Aunque sea urbano. Ahí es donde hay que construir la política y la transformación. Es la Modernidad la que está matando esa responsabilidad colectiva de cuidarnos unos a otros en los territorios. Por eso para mí la Modernidad no es recuperable en ningún caso.
Deshacer la modernidad y encarnar lo político supone, en la propuesta de las filósofas materialistas feministas, retroceder hasta el siglo XVI y leer a Spinoza, Nietzsche, Foucault y Deleuze en vez de optar por la vía kantiana. El sujeto que nos encontramos en este universo no tienen nada que ver con la apisonadora moderna: no es unitario, no es trascendental, no está solo. Dejamos atrás la pesadilla de lo humano y comenzamos a visualizarnos en lo posthumano, como materia enlazada con toda la materia animada que existe a nuestro alrededor, ensamblados a todo tipo de prótesis materiales y mediados inevitablemente por la tecnología. Esa unidad de pensamiento moderna, esa conciencia egomanía sobre la que ha girado la manera en que nos visualizamos desde siempre, se rompe en mil pedazos. La inteligencia se derrama sobre todo lo vivo y lo no vivo y alcanza infinitas formas y resultados en insospechadas alianzas. El reencuentro con la inteligencia de lo vivo se abre ya paso en los productos de la cultura. En Aniquilación (Alex Garland, 2018), una bióloga (Natalie Portman) vive en propia carne la transmisión de adn entre todo lo vivo, una versión terrorífica de los monstruos y las alianzas de especies compañeras que desde hace tiempo teoriza otra bióloga, Donna Haraway. Resulta tremendamente sugerente que el director opte por elucubrar sobre una entente de especies distintas desde lo terrorífico y no desde lo esperanzador. ¿Acaso no es lo humano lo máximamente terrorífico? ¿No es mucho más escalofriante que nos estemos hibridando con el plástico que llega a nuestros intestinos a través del agua o con el glifosato de los herbicidas?
Tenemos que seguir vigilando nuestro bolsillo cuando miramos lo que se agita ante nuestros ojos. El entretenimiento y la cultura se han convertido en frentes privilegiado de la guerra del capitalismo avanzado pues operan suave y directamente en nuestra subjetividad. Necesitamos identificar, visibilizar y contrastar los significados que nos suministran y descentrarlos en mil interpretaciones para no dejarnos afectar tantísimo por ellos. Sospechemos de las seducciones que clasifican, jerarquizan y nos apartan. Comprometámonos con las políticas afirmativas y alegres que producen afirmación y alegría contra el miedo. Es una de las exhortaciones que realiza Rosi Braidotti en Por una política afirmativa. Itinerarios éticos (2018): «La afectividad juega un papel clave, ya sea en el trabajo de Haraway sobre el cíborg o en mi reflexión sobre el sujeto nómada. En ambas perspectivas está la invención de un nuevo estilo conceptual, que se niega a comprometerse en críticas negativas fines en sí mismas, prefiriendo en cambio partir de relaciones positivas y potenciadoras con textos, autores e ideas. El acento cae sobre el estilo cognitivo empático o de la profunda afinidad: es la capacidad de compasión que junta la potencia del entendimiento y la fuerza de resistir en sintonía con las personas, con toda la humanidad, con el planeta y la civilización en su conjunto. Se trata de una capacidad extrapersonal y transpersonal que debería ser conducida al abrigo de cualquier intento de universalista. La empatía arraigaría en la inminencia radical del sentido de pertenencia y responsabilidad hacia una comunidad, un pueblo y un territorio. Esta línea de una ética transversal produce un estilo teórico particular».
Que no nos importe la incomprensión. Marshall Berman escribe en Aventuras marxistas. Todo lo sólido se desvanece en el aire (1999).
La humanidad no puede aguantar demasiada realidad, incluso en el mejor de los tiempos; cuando la realidad es vergonzante o sombría, es aún más difícil de encarar. Un grupo social bajo presión es tan propenso a desarrollar mecanismos de defensa como un individuo en terapia; a exhibir las más elaboradas estrategias de resistencia (Freud) y ponerse la más gruesa e impermeable armadura de carácter que uno puede encontrar (Reich), para eludir el enfrentamiento con hechos desconcertantes. El paciente puede no escuchar cuando se le explica el argumento más revelador, o puede repetida y convenientemente olvidar, o puede gritar improperios muy alto en un esfuerzo de ahogar cualquier pensamiento perturbador que le surge de repente.