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Mis problemas con en el activismo cultural

Todo empieza con una molestia racionalmente incomprensible. No se trata del rutinario enfado de cada día sobre los contenidos mediáticos, sino una rabieta interior, sorda, insistente, ante iniciativas y contenidos que hace unos pocos meses podría haber defendido con la misma rabia que ahora me producen.

–¿Qué me pasa, doctor?

–Está usted derivando, señora. Derivando y deviniendo.

Los textos, si vienen cargados de sentido y potencia, no pasan por una sin consecuencias. Las feministas han intentado metaforizar tal efecto en la ñoña pero cierta expresión «ponerse las gafas violetas». El mundo, al menos para las mujeres, no vuelve a ser el mismo tras leer teoría feminista. Se produce un cambio interior con efectos en el mundo exterior. Existe un vuelco, un subidón sanador y un volver a la Tierra equipada con otras ideas, otros objetivos y otras armas. También hay bajas en los afectos, porque lo personal es político.

Este primer clic feminista no fue, en mi caso, una estación término, sino una primera etapa. No por una ansia de saber sino más bien por mi adicción a las sensaciones. Los textos de las teorías críticas ofrecen lugares para la maravilla que ya no puede ser alcanzada por otros medios, por unos motivos o por otros. Además, el viaje no te lleva ya fuera del mundo, sino que te proponer sumergirte en él a través de experiencias vicarias. Esa maravilla tiene, como sucede con todo lo que afecta al cuerpo, un coste que no afecta a la salud, pero redistribuye los afectos y afectaciones. Lo que una vez satisfacía, puede de repente significar nada.

Me agarro fuertemente a esas pequeñas molestias, a esas rabietas aparentemente injustificables (que muchas veces libero en forma de tuit o en Facebook) porque son el ruido que hace mi derivar. Una deriva teórica (pero ya sabemos que lo teórico es también sensación y, por tanto, vida) que se topa con la posibilidad de un devenir. Me matriculé en un diplomado en pensamiento andino (del que jamás había oído) y feminismo decolonial (ni idea tampoco) en un puro derivar que, ahora, tiene enormes consecuencias en mi sentir y en mi pensar. Voy a tomar una muy primera lectura de lo que es el devenir de este artículo que no me canso de leer y citar.

“Devenir”, en primer lugar, es sin duda cambiar: ya no comportarse más ni sentir las cosas de la misma manera; ya no hacer las mismas evaluaciones. Sin duda no cambiamos de identidad: la memoria permanece cargada de todo lo que hemos vivido; el cuerpo envejece sin metamorfosis. Sin embargo, “devenir” significa que los datos más familiares de la vida han cambiado de sentido o que ya no mantenemos las mismas relaciones con los elementos habituales de nuestra existencia: el conjunto se juega de otra manera.

Recapitulando: debido al devenir al que me ha llevado la deriva, ya no me creo mi propio activismo cultural de hace un año. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ahora me incomoda y me pica? ¿Qué es lo que se me rebela que antes dormía? Tras empollar el asunto una semana, he podido realizar un primer giro básico: no se trata de desacreditar la manera en que las mujeres deciden hacer activismo, sino constatar que no es ese el activismo que yo suscribiría ahora. No se trata de menoscabar la labor de Clásicas y modernas, Leticia Dolera o tantas otras instancias feministas del ahora, sino de identificar las razones por las cuales a mí ya no me sirven.

Las razones tienen mucho que ver con haber tenido la oportunidad de mirarme en el espejo del feminismo blanco, burgués, etnocéntrico, racista y eurocentrado que nos colocan delante las pensadoras decoloniales. Contemplar el retrato que de nosotras hacen las que luchan contra la colonialidad me parece un mínimo gesto de respeto hacia nosotras mismas y hacia las demás. La interseccionalidad, ese concepto que tanto usamos para aliñar en los textos académicos, supone la asunción de la cortedad de nuestros análisis feministas y del privilegio epistémico de los diagnósticos y soluciones de las que el poder sitúa bajo nuestros pies. Si el motor del feminismo es el desvelamiento de los procesos de dominación para impulsar el cambio social, queda doblemente subrayada esa tarea por la necesidad de asumir los análisis de quien más opresiones logre identificar. De otra manera, no haríamos más que sumar otra línea de dominación, la de las mujeres blancas y burguesas, a la que ya sostiene la hegemonía. Lo que se produce es un mínimo ensanchamiento, no un ascensor, ni siquiera una escalera.

Al ver el ciclo «Ni ellas musas ni ellos genios» de Clásicas y modernas, una asociación que ha aportado incontables análisis sobre la postergación de las mujeres en el mundo de la cultura, este año siento incomodidades que no sentía el año pasado, cuando el mismo ciclo se anunció en el mismo lugar (CaixaForum). Me cuestiono el sempiterno círculo cerrado de referentes femeninos que se barajan siempre en sus propuestas, una genealogía nada disruptiva y más que aceptada en el círculo mediático androcéntrico, portadora de un universo de ideas que no llega a cuestionar el sistema mismo, sino simplemente a rogar, pedir, solicitar un sitio el él. Es la misma cultura de las élites la que sigue circulando en el sistema, avalada por una mascarada de feminismo al que le han robado la subversión.

Esta dislocación que ahora es tan evidente, pude detectarla en fase inicial en un texto en el que descubrí, para mi propia sorpresa, que ya no me importaba nada la lucha por la visibilidad y el poder en las estructuras decadentes de los medios de comunicación tradicionales. Quiero decir: mi primer paso en el feminismo fue precisamente para denunciar la ausencia de creadoras en las secciones de cultura de los periódicos. Esa fue mi primera afectación real y ahí comenzó una travesía. La mujer que clamaba por un lugar para las autoras en los suplementos culturales de los periódicos ha desaparecido. Hoy me parecen un lugar caduco y decadente que tendríamos que abandonar a su suerte e incluso me parece una complicidad indeseable participar de esa estructura sin llevar a ella ideas para su propia autodestrucción.

Cuando escupí el tuit «La agenda-setting del feminismo se produce mediáticamente en el hilo que va de Coixet a Dolera» sentipensaba precisamente esto: que las mujeres que aparecen en los medios de comunicación hablando de feminismo lo hacen porque son el máximo grado de subversión que los mismos medios toleran como funcionales a su supervivencia. Se admite hoy como funcional que las mujeres de las élites reclamen un reparto más equitativo del poder: dado que las mujeres se han empoderado como consumidoras para las que el sesgo de género es importante, resulta conveniente producir artefactos culturales que satisfagan sus necesidades de representación. Hablamos de un reparto mínimo, no de un trastocar de nada.

Alguien me preguntó en Twitter: «¿Has leído el artículo de Coixet? ¿En qué no estás de acuerdo?». Le contesté: «Si te encargaran una columna en El País, ¿qué escribirías?». Creo que las feministas blancas nos hemos lanzado a los espacios que el poder nos ha concedido paternalista e interesadamente sin demasiada reflexión. Los hemos tomado en nuestro propio beneficio, para nuestra propia causa, en nuestra egocéntrica primera persona, como si tal aprovechamiento fuera a redundar en un beneficio real para nosotras o para las generaciones venideras. Es un espacio tan endeblemente construido y tan ladinamente concedido, que basta un acuerdo de voluntades para confiscárnoslo. Lo hemos utilizado de tal forma que puede ser considerado la puntual consecuencia de una moda pasajera y, como vino, irse. Tal es la naturaleza de la concesión amable que no requiere que se revuelvan las raíces del poder.

¿Qué ocurriría si estas mujeres a las que millones de «otras» estamos impulsando como portavozas no hablaran tanto de los suyo sino de lo de las demás? ¿Acaso no ocasionaría más conmoción al sistema movilizar la situación de las madres solteras en paro, las Kellys, las gitanas, las viudas o los huérfanos desatendidos de la violencia machista; los viejos que se suicidan, los dependientes sin cuidadores o los migrantes; las mujeres que viven y trabajan en los bares que las explotan, las que viven el racismo como el pan nuestro de cada día, los pobres, que conformarse con pedir «más directoras de cine»? ¿No vendría eso por añadidura en una conmoción mucho más profunda y transversal? No digo yo que haya que anularse. No pretendo que Coixet y Dolera no hablen de su libro, pero si ambas se tiene por feministas, si en su horizonte de deseo está la emancipación de todas, ¿por qué se limitan a colaborar con las estrategias del mercado mediático en vez de convertirse en infiltradas, en caballos de Troya, en productoras de grietas? 

En el pequeño «Ilustración radical», Marina Garcés defiende el poder de las humanidades como herramientas de cambio, asunto sobre el que se explaya en una reciente entrevista (no pongo el link porque es de un medio de comunicación liberal) hace un paralelismo con el ecologismo que viene muy bien para lo que trato de expresar:

«Hay un ecologismo conservacionista, que es el de los ricos que quieren seguir disfrutando de la naturaleza y lamentan su pérdida. Frente a ello, está lo que algunos llaman “ecologismo de los pobres”, que es el que cuida su hábitat porque le va la vida en ello. Pienso que el compromiso con las humanidades tiene que ser hoy del mismo tipo: no son un patrimonio a conservar sino un ecosistema en el que nos jugamos aspectos fundamentales de nuestras vidas, especialmente los menos ricos y por tanto más sujetos a las transformaciones del actual sistema de reproducción social. Lo que está en disputa hoy no es si hay más o menos asignaturas de letras en los curriculums, sino qué sentidos de la experiencia humana podremos compartir y elaborar en condiciones de igualdad y de reciprocidad”.

A mí me interesa más un feminismo que se preocupa por cuántas mujeres llegan a ser directoras, pero mucho más por cuántas mujeres pueden pagarse la entrada para ir al cine. Y me mueve un activismo cultural que se abre a otras genealogías y otros discursos no dominantes, justo aquellos silenciados que colocan ante nuestros ojos el retrato del monstruo que nos negamos a ser. ¿Por qué ninguna feminista ha denunciado que una mujer blanca haya sido puesta al frente de la primera cátedra de Cultura Gitana que ha creado la universidad española, en la Universidad de Alicante?

Atención a esto que dicen Dolores Sánchez (historiadora) y Maite Larrauri (filósofa) a propósito del libro que han escrito juntas, «Contra el elitismo. Gramsci: manual de uso», en esta entrevista en Radio Nacional:

–(Sánchez): «Nosotras compartimos con Gramsci, desde nuestra modestia, que la cultura ha de abandonar posiciones elitistas, es decir de minorías, ponerse al servicio de la construcción de una nueva mayoría de progreso, una mayoría social que tiene finalidades de cambio democrático y progresista. Y nos revolvemos un poco contra la situación española, donde la cultura, por una serie de determinaciones que han venido siendo dadas a lo largo del franquismo y luego de una transición que ha tenido muchos claros y algunas sombras, ha acabado siendo una cultura hecha, pensada, dictada desde medios de comunicación determinados y que se ha movido y ha circulado entre una serie de minorías y que ha tenido una escasa vocación de ser cultura popular, huyendo de las connotaciones peyorativas del término. No quiere decir una cultura devaluada, sino una cultura para la mayoría».

Existe en el feminismo, al menos en mi feminismo, una complejidad de clase y de raza que no encuentro en las portavozas que, supuestamente, me corresponden. Sin ser yo negra ni pobre. Esa deriva tiene que estar en el feminismo que es ideología, que es revolucionario, que es político. Todo lo demás es reproducir al monstruo que decimos combatir. Es hipocresía o espejismo. Es una camiseta.

Apuntes sobre el yo

Pero ¿qué es eso que “pasa” escribiendo? Principalmente, en filosofía escribir es transformarse. Se escribe, según la conocida expresión de Foucault, para ser otro del que se es, o más concretamente, “hay una modificación del modo de ser que se atisba a través del hecho de escribir”, transformación que afecta al propio pensamiento en el movimiento de escribirse: “el texto me transforma y transforma lo que pienso”. “Filosofía inacabada”, de Marina Garcés.

 

Así están las cosas de la media en diferido: para enterarme de la tristona rueda de prensa de Pablo Iglesias tras la madre de todas las reuniones, hube de pasar por una chispeante entrevista-promo a Mario Vaquerizo. Estaban ambas en el mismo clip de la hemeroteca de la Cadena Ser por continuidad temporal, aunque mi mente calenturienta encuentre concomitancias entre ambos que empiezan en lo capilar y terminan en la expresión de un ego notable. Por ejemplo, que la humildad a voz en grito y el narcisismo satisfecho usan el mismo suavizante para el pelo. O que la virilidad desaliñada es patrimonio de la izquierda mientras que la derecha puede permitirse cierta pluma decadente o una suavidad terriblemente esnob que es cruelmente educada.

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Pero volvamos a Vaquerizo en calidad de musa de este post. Está muy de moda preguntarle por su posición política desde que la pareja real de la Movida se declaró fan de Esperanza Aguirre. Como que da morbo, porque la media les presupone unos sin pedigrí que no tienen estilo ni historia y, como tales, de izquierdas. Juega en contra de su adscripción estética a la derecha que hacen ostentación de su mariconerío, no visten de Carolina Herrera ni con trajes a medida de la Milla de Oro o Bond Street (ahí Boris Izaguirre lo hizo muy bien) y dependen del popular para sostener su pequeño imperio artístico-inmobiliario. Vamos, que no tienen el rancio abolengo de Bertín ni la altura de Norma, y siempre serán «ese trío simpático y raro que dice que son de los nuestros». Isabel no les invitó al cumpleaños de Mario. Esperanza jamás jugará con ellos al bridge. España no les concederá título nobiliario alguno ni les aprobarán en la Uned por su familia bonita. En realidad, continúan transitando la senda de los inadaptados, los outsiders y los extravagantes, igualico que cuando eran los únicos punks del rastro. Me parece que Vaquerizo está más cerca de Jorge Vestringe que de Félix de Azúa. O viceversa. No son casta sino wanabis. Como casi todos nosotros.

Resulta que le preguntan a Vaquerizo por su opinión sobre la circunstancia política y, con una sinceridad a flor de sus vaqueros pitillo, contesta: “Yo creo en la propiedad privada, en el consumismo y en el capitalismo y creo que, con sentido común, cada uno es libre para destinar su dinero en lo que quiera”. A renglón seguido, concluye: “Creo en la libertad del individuo porque valoro mucho al individuo”. Qué fantásticas declaraciones, qué seguridad, qué alucinante consistencia en estos tiempos líquidos sin liquidez. Mientras el mundo se debate en la atomización y la incertidumbre, nosotros nos enamoramos y, a falta de mariposas, un torrente de emociones electrifica mi neurona. Este aludir al individuo como medida de todas las cosas, ¿es síntoma del siglo XIX, XX o XXI? ¿Conecta todavía este principio fundamental del liberalismo con el espíritu de estos tiempos inciertos? En plena debacle del capitalismo, ¿cómo podemos leer este apuntalamiento del yo? ¿Es la vanguardia o la retaguardia?

En calidad de sufridora en casa que acaba de zamparse los últimos 20 vídeos de la hemeroteca del CCCB, donde todo tipo de investigadores sociales radiografían el estado de la cuestión, puedo prometer y prometo que este concepto del yo boquea para la teoría filosófico-política. Manuel Cruz publicó hace nada una columna en El País que, sin matar todavía a nadie (ya lo hizo Foucault), cuestiona, problematiza y señala con el dedo filosófico de la sospecha al yo de toda la vida. Puede, visto lo visto, que la defunción del yo en otros planos de la existencia esté cercana. ¿Qué significa si no este diálogo entre Alessadro Michele, diseñador de Gucci, y Demma Gvasalia, ídem en Balenciaga y Vetements, los dos nuevos papas de la religión de la tendencia? ¿Qué querrá decir Michele con este críptico “It’s about us. It’s not about me?”. Porque suena como que graspea algo que está in the air con el peligro inminente de deglutirlo y desactivarlo, como hace todo lo que toca el capitalismo a través de la moda.

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Más señales en la cultura de masas: el irresistible ascenso en el catálogo relacional del poliamor, con su destrucción del vínculo único en una red interconectada de afectos-pasiones; ese Consorcio de Periodistas sin cara que es hoy destino de las filtraciones interesadas de toda la vida, esos Anonymous que resisten; los incontables relatos críticos con la cultura hipster; la emergencia de las plazas. Me persiguen los indicios de destrucción del ego acumulador: veo en las previsiones de lanzamientos de Debate, uno de los sellos del gigante editorial Randon House-Mondadori, el título con el que se lanzará la nueva biografía no autorizada de Carlos Slim, epítome del individuo capitalista. Si esto no es the sign of the times, que venga Prince y lo vea.

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Este asunto del cuestionamiento del yo me seduce tanto, que a veces creo que es un subterfugio del mismo yo para ocuparse de sí mismo. Pero no. O no tanto. Lo siento más como manifestación de la ley del péndulo, un impulso irresistible hacia la destrucción previo a la construcción de otra cosa. Si el edificio que aún se yergue es un centro comercial –míranos, somos los viejos zombies de serie B, tontos, ilusos, sedientos de placeres que se autodestruyen en 3, 2, 1–, la breaking ball que se nos viene encima se impulsa por la creciente potencia del transhumanismo y antiespecismo y por una exigencia de justicia social que, en algún momento, nos colocará ante ¡otro 1789 por favor! Lo que ha empezado ya, quiero creer, es el destronamiento del yo soberano, único, independiente, consumidor y ansiosamente anhelante. La globalización de la muerte terminará de convencernos de que, al menos a efectos políticos, todos somos todos, eso que en Oriente llevan siglos repitiendo. La ficción del individuo como unidad mínima de existencia va cediendo ante la evidencia de la tupida red de relaciones que, en realidad, configuran cada existencia. ¿Cuántas personas requiere mi bienestar? ¿Y mi felicidad? ¿Y mi tranquilidad de espíritu?

Precariedad y vulnerabilidad han revelado la consistencia (o inconsistencia) de nuestros lazos y cómo esos son exactamente aquello que llamamos vida. Es la idea de la interdependencia que se lee en textos de Butler releyendo a Levinas y Arendt.  De hecho, al contrario de lo que nos contó el señor del puro que toca la campana en Wall Street, cuanto más y mejor conectados, vinculados y linkados a otros, mejor vida llevaremos. Este mensaje en una botella sobre “el margen interior” que escuché en Radio 5 es especialmente iluminador, aunque su propósito sea el reafirmar al individuo frente a las coacciones más o menos espectrales: “De forma paradójica, la independencia crece al mismo tiempo que la dependencia, ya que la libertad humana crece en la medida en que el hombre se inscribe en ecosistemas más complejos y por tanto más condicionantes, de modo que la evolución nos convierte en una interacción infinita”. 

El mercado ha devorado nuestros deseos, nuestro cuerpo, nuestra ciudad y también nuestro tiempo, convirtiéndonos en medios de producción que trabajan 24/7 prácticamente aislados en psiques frustradas, deprimidas, narcisas y, a veces, psicóticas. Jonathan Crary, profesor de Historia de Arte Moderno en la Universidad de Columbia, publicaba en El País un texto en el que nos enfrentaba al reflejo de nuestras pobres vidas, justamente el retrato de grupo que el capitalismo invisibiliza con sus trampantojos de fantasmagorías.  En la conclusión del artículo, escribe: “Como nos dicen muchos famosos teóricos de la política, cualquier clase de resistencia eficaz supone inventar al mismo tiempo nuevas maneras de vivir. Y aquí viene la parte difícil: antes de que cualquier nueva forma de vida social pueda surgir siquiera de forma provisional, tiene que haber un replanteamiento radical de cuáles son nuestras necesidades, un redescubrimiento de cuáles son nuestros deseos. Esto significa dejar por completo de comprar lo que se nos dice que necesitamos, y repudiar del todo el papel de consumidores. Significa rechazar activamente la letalidad de la cultura del dinero y todas las imágenes y fantasías tóxicas de riqueza material que nos rodean. Para aquellos de nosotros que tengamos hijos, significa abandonar las expectativas imposibles y desesperadas de éxito profesional y económico que les imponemos, y proporcionarles en cambio visiones de un futuro habitable compartido colectivamente. Pero estas son tan solo las primeras de las tareas preliminares, una preparación rudimentaria para las luchas políticas reales que están teniendo lugar actualmente y para aquellas que no tardarán en extenderse por doquier, en medio de la intensificación de la catástrofe ecológica, la polarización económica y la guerra imperial”.

Money is murder. Warhol is dead. Hang the Michelin chef.

No sé qué poder puede tener el individuo para emanciparse del medio ambiente. ¿Podemos fiarnos de nuestra voz interior? Cualquier filosofía oriental o práctica de meditación enseña hoy en Occidente la gran mentira de este personaje (el magnífico libro de Chantal Maillard “La mujer de pie” es la mejor expresión de esta idea que he leído), ese que una vez identificamos como el centro de operaciones de nosotros mismos. Este pequeño dictador al estilo Hal 9000 que nos provee de líneas rojas, de recuerdos de placeres y dolores pasados y de coordenadas morales no parece la instancia idónea para el yo. Tampoco me creo demasiado el relato de la personalidad. Escribió Heráclito que “el carácter es el destino” y quiero leer en esa frase la posibilidad de que sea la misma tabla rasa la que nos contiene a todos, antes de ser impresionada por la específica huella de los temores, dolores, miedos y precauciones que heredamos de nuestra familia, de nuestra infancia y de nuestro entorno cultural. La personalidad como una forma de supervivencia que se enquista. Creo, sin embargo, que estamos fuertemente determinados por la posición y el azar (un poco lo que explica Michel Onfray aquí), aunque podamos modificarla a fuerza de experiencias y lecturas, a fuerza de maestras y maestros, hasta lograr nuevas configuraciones de la moralidad. Quizá sea ahí donde mejor encaje tenga esa figura del yo. Quizá ampliar o modificar nuestro código moral, ese que expresamos en nuestra relación con otros, sea uno de los caminos posibles de emancipación.

En el paso de un siglo a otro, he transitado desde el yo arquetípico de la ciudadana-consumidora que, además, trabaja acríticamente en las industrias de la tecnología del yo (las revistas de moda son un artilugio del demonio) y experimenta todos los placeres y sufrimientos adosados a este yo falsamente soberano, hasta percibir una experiencia del yo progresivamente descentrada. Hoy encuentro la mejor expresión del yo fuera de mí, como una nube mutante interpuesta entre mi cuerpo y el de cada una de las personas con las que me relaciono. Es un yo que, en realidad, es producto de dos, como poco. Así, existen tantos yoes como relaciones establezco, cada uno intransferible y distinto, fluyendo constamente, adaptándose. Es inevitable querer volver donde se teje un espacio-entre que conforta, que alegra, que produce algo bueno o placentero. Por puro contagio o contacto, el espacio-entre donde contemplo cómo evoluciona el yo es afectado por el sonido ambiente de otros espacios-entre: el de las personas cercanas y el de personas lejanas con las que me siento conectada por esa gran red que vamos tejiendo-entre. La autonomía de individuo capitalista es, en mi presente, una ficción: estoy sujeta a los cuidados que requiero y a los que ejerzo. Mi propia necesidad es el argumento de la exigencia de cuidados para el otro. Ya no es el consumo que expresa una supuesta individualidad lo que me hace, sino mi sensibilidad para responder a la idéntica capacidad de todos para ser afectados.

Desde este yo descentrado y expresado no como cerebro, no como creador ni autor, no como consumidor ni como ciudadano de un territorio determinado ni como hablante de una lengua sino, básicamente, como sistema nervioso (lo explica la lectora de Spinoza y Deleuze Rosi Braidotti) es difícil jugar el papel de medio de producción. La naturaleza de este yo aspira a convertirse en medio de cuidado, algo que debiera ser fácil en una sociedad cuyo centro estuviera ocupado por el cuidado de la vida, de cada vida, no por la producción y la acumulación. En este marco surge en la academia anglosajona la ‘Affect Theory’ o ‘Teoría del Afecto’ (no en el sentido de ‘emoción’ sino en el de el proceso de sentirse afectado-por), que se elabora coincidiendo con el desarrollo de propuestas políticas basadas no en el individualismo, sino en opciones comunitarias que rechazan los efectos del mercado. En su conferencia en el CCCB,  Jo Labanyi explica: “El afecto no es una propiedad del yo, sino una reacción producida por la relación del individuo con el mundo. Por tanto, es el soporte afectivo de la comunidad”. Supone el retorno a una sensibilidad prerromántica de la mano de Spinoza, un sorpasso de la emoción, individualista por definición, al afecto que se origina en el roce del yo con el mundo, en un proceso interactivo de afectar y ser afectado. Nada que ver, por tanto, con el concepto liberal del yo autónomo. En realidad, tanto Spinoza como Deleuze y Guattari y también Latour dejan de hablar de individuos para hablar de cuerpos, cosas, actantes, todos con capacidad de afectarnos.

Muchos discursos, muchas teorías, muchas ideas alimentan hoy el zeitgeist que acierto a expresar torpemente. Alcanzo a observarme apenas unos milímetros fuera de mi marco, respondiendo instintivamente, iracundamente, a algo que no acabo de ver. ¿Por qué esta imperiosa necesidad de muerte y renacimiento? ¿Qué me empuja a esta reelaboración de mi yo? ¿Es mi propio empujo loco o es el espíritu de los tiempos? Viendo y escuchando, encuentro una filósofa capaz de ver desde más lejos y explicar esta furia que me okupa (ja, a buenas horas), esta necesidad de autodestrucción y esperanza de recreación, esta reacción violenta contra una circunstancia cada vez menos invisible pero demasiado compleja para el común de las mortales. Marina Garcés relata aquí  el tránsito de la feliz condición posmoderna a la condición póstuma: la narración apocalíptica del fin de todo, el después del después, el no future que se enuncia continuamente sin demasiada reacción en el público. Su relato es magnífico: si la posmodernidad entronizaba la eternidad bella y joven gracias a un simulacroque negaba la muerte, esta civilización póstuma que le concede el papel protagonista a esta, de manera que la biopolítica pasa a necropolítica y el neoliberalismo a necrocapitalismo. Hoy ya vemos cómo la muerte es la gasolina del sistema. ¿Cómo no sentir frustración, dolor, furia ante la constante presencia del asesinato en todas las imágenes? ¿Cómo no querer borrarse de la violencia que el sistema adscribe al individuo liberal? Anulada toda capacidad de rechazar o modificar el ciclo de la muerte de las democracias neoliberales, ¿qué reacción nos queda sino la metamorfosis autoinflingida para no jugar el papel del testigo mudo, inerte e inútil del asesinato de los demás?

La destrucción es hoy el relato único e irreversible y los cuidados que los pobres espectadores reclamamos resultan terribles cuidados paliativos. SPOILER ALERT: explica Marina cómo, en realidad, el siglo de nuestra muerte fue el siglo XX (de la I Guerra Mundial a Chernóbil), y desde entonces funcionamos como zombies incapaces de reaccionar ante la evidencia de nuestra muerte, cuidado, no entendida como ‘muerte justa’ sino como asesinato. Si la posmodernidad negó la posibilidad de que estuviéramos muertos, nuestra condición póstuma naturaliza nuestro asesinato como destino histórico. Después de escuchar esto, el cuerpo se queda mal, aunque esté apenas animado por los gusanos que lo recorren. Nos preguntamos con Marina Garcés: ¿porqué triunfa tan fácilmente estas predicciones de apocalipsis? ¿Cómo podemos responder a este necrorelato de manera subversiva?

“Ya estamos en 2015. Hay quien sostiene que la historia se ha vuelto a poner en marcha. Pero no sabemos si es la  historia o una cuenta atrás. El sujeto histórico es ahora una fuerza geológica y la modernidad, que se proyectaba en el tiempo futuro, se ha convertido en el antroposceno, que irreversiblemente moldea las piedras y contamina los aires y los mares. La vida en común, por tanto, ya no es una interrupción del espacio y del tiempo de la política, sino su precipitación. Ya no es una imposibilidad sino una necesidad. La comunidad que viene es el mundo común en el que ya estamos. Embarcados o atrapados. En todo caso, involucrados. Ésta es nuestra situación filosófica, que desafía nuestras concepciones más fundamentales acerca de la finitud, la libertad y la necesidad. El siglo XX puede ser la expresión disonante de un impasse hacia una nueva era, o el inicio del epitafio de la humanidad que hemos conocido hasta ahora. Su sentido no está cerrado. Nos entrega su potencia de inacabamiento, para que hagamos de ella nuestra potencia de transformación”. “Filosofía inacabada”, de Marina Garcés.