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Qué es ser viril hoy

Este es un texto de Sergi Romero y también un trabajo de clase: estudia para profesor de Primaria. Ojalá haya muchos profesores como Sergi por el mundo. Y gracias por enviármelo 🙂

«Nadie decide por mí. Con el permiso de todas, me he apropiado de una de las frases más sonadas en respuesta a la ya abolida ley del aborto que propuso el señor Ruiz Gallardón. Sin embargo, esta vez no ha tenido que venir ningún ex representante del poder a recordarme qué es lo que debo decir o hacer para obtener la tarjeta verde de esta, nuestra sociedad. De hecho, quienes deciden la calidad de mi estancia son los ciudadanos de a pie, empezando por la prima lejana de mi vecina del quinto hasta llegar a la persona que se sienta a diario a mi lado en la facultad. Me pregunto qué diablos les importa a ellos.

Quisiera escribir de algunos factores que, a mi juicio, dificultan que haya igualdad entre los derechos de los hombres y las mujeres. ¿Un varón hablando de este tema? «Seguro que es maricón», dirán algunos. A mucha honra, señores, pero este no es el tema que nos ocupa. O tal vez, sí. Cree el más listo de los listos que para que un hombre hable y se proclame en contra de algo que, en principio, sólo le debería beneficiar, tiene que tener su lado femenino tan sumamente desarrollado que, hasta a la hora de acostarse con alguien, se suma a la causa femenina.

Ahí es donde veo el problema, precisamente: ¿La desigualdad entre géneros sólo perjudica a las mujeres? Entonces, ¿qué pasa con todos esos hombres a los que se nos ha hecho creer que tenemos que comportarnos de cierta manera y que, casualmente, hemos optado por caminar en la vida con una mochila que reúne rasgos que, a lo largo de la historia, se le ha atribuido al género opuesto? Al parecer, la sensibilidad, al menos la que yo intento trasladar a través de estas líneas, es cosa exclusivamente de mujeres.

En los diarios de Claretta Petacci, la que fuera amante de Mussolini, se han recogido citas del dictador italiano que insinúan que, en el ámbito privado, Hitler era un sentimental nato. Los que hayáis visto la película El Hundimiento –dando por hecho que para su desarrollo Olivier Hirshbiegel se documentó muy bien sobre la vida del líder nazi– podréis intuir que algo de lo que escribió Petacci es cierto.

Por el contrario, las mandamases occidentales que tan acojonados nos tienen a todos optan por adoptar comportamientos machunos a la hora de tomar decisiones públicas. Intentad recordar una sola vez en la que la canciller Merkel se haya estremecido durante un discurso público. Eso por no hablar de Esperanza Aguirre, quien no dudó en salir en estampida, llevándose todo lo que se le puso por delante, cuando le sancionaron por detener su vehículo de manera ilegal en el carril bus de la Gran Vía madrileña.

Pero no. Esos comportamientos tienen que ser propios de un hombre; la sociedad se echa las manos a la cabeza si quien escupe al suelo es una mujer, mientras que si quien lo hace es varón, se limitan a justificarlo: “Qué quieres, es hombre”.

Se me antoja insoportable la carga que los varones de este mundo tenemos que llevar a cuestas, solo por el hecho de tener colgando un miembro que ronda entre los 13 y los 22 centímetros –manda huevos que la longitud de dicho miembro también defina la magnitud viril de su dueño-. Estoy harto de que por el hecho de haber nacido con pene se me obligue a tener un comportamiento que, visto desde cualquier punto de vista ético, solo podría atribuirse a la falta de civilización o a la mala educación.

Soy hombre y no me gusta escupir sobre la acera. Soy hombre y no me siento cómodo sacando el dedo medio si alguien me toca el claxon cuando el semáforo se pone en verde. Soy hombre y odio tener que escuchar vocear (porque nosotros no gritamos) a otros machos de mi camada cuando van borrachos. Soy hombre y me sonrojo cada vez que veo las técnicas ancestrales que los de mi especie utilizan para acercarse a las mujeres. Soy hombre y muero de vergüenza cuando soy testigo del abuso del poder que mis semejantes ejercen sobre vosotras, señoras, que me estáis leyendo. Soy hombre y me entran ganas de utilizar la fuerza cada vez que Belén Esteban dice que ella no permite que un hombre coja una fregona en su presencia.

Además de todo eso soy un tipo a quien le encanta cocinar, expresar mis sentimientos, llorar a moco tendido si la situación me lo permite, ver “Sonrisas y lágrimas” y “Cantando bajo la lluvia”, ir a hacer la compra, ir de compras, etc. Pero claro, también soy maricón y, por lo que esta sociedad está acostumbrada a entender, un señor con esas características solo puede ser gay.

Dudo mucho que en esta sociedad avancemos si ese es el pensamiento general. Dudo aún más que las mujeres dejen de recibir malos tratos por parte de los de mi género, si muchas dan por hecho que un hombre con mis características, como mucho podría ser su amigo. Permitidme que os diga que los estereotipos que a lo largo de décadas se nos han atribuido a los que tenemos vello en el pecho, son, con permiso, una putada para los que estamos a años luz de eso que se sobreentiende cuando se usa el término viril.

Nadie decide por mí. Nadie decide si yo soy más o menos hombre por tener las filias que tengo. No hay ser humano sobre la faz de la tierra que tenga las pelotas para venir a decirme que sólo mi miembro viril me define como hombre, porque mis acciones no se corresponden a las que los ellos efectúan a diario. ¡No, no y no!

La defensa y el ataque son reacciones propias del ser humano, sea del género que sea. Si alguno de mi especie osara a cuestionar mi hombría por todo lo que sobre estas líneas he expresado, tal vez mi respuesta estaría a la altura de lo que esta sociedad comprende como cosa de hombres y eso, permitidme que os diga, sería caer muy bajo».

¿Es el feminismo el antónimo del machismo? Facediálogo con Lidia Falcón

Aunque parezca de fácil respuesta, la pregunta no tiene nada de perogrullo. Aquí va cómo Lidia Falcón  me baja de mi guindo con sus pacientes explicaciones: os cuelgo la conversación Facebook con en la que Falcón le da la vuelta a mi opinión acerca del asunto. Le da la vuelta con mucha razón, aunque yo trate de imponerme en aras de una realidad social más igualitaria imaginaria que siempre llevo entre ceja en ceja. Lo cierto es que el sistema de género no se ha relajado sino que es hoy más estricto que hace 20 años, con lo que renunciar al discurso de la lucha de poder porque algunas creamos que muchos hombres han dado un paso atrás no sé si es muy útil…

Viene también al caso este post de algo que escuché en un documental sobre la historia del Feminismo que vi en RTVE durante la avalancha de contenidos reivindicativos que nos echan en marzo (el big data feminista lo llama expresivamente Krmen Freixa). No me acuerdo quién era la mujerque decía que el gran problema del feminismo era que se autodestruía con cada ola o cada salto generacional. De alguna manera no hemos logrado hacer de transmisoras de un conocimiento necesario (al menos yo no tuve la suerte de recibir ningún mensaje en este sentido), con lo que cada generación no encuentra tierra sembrada si no que ha de volver a arar el surco. Lo escribe también Kate Millet es este descorazonador artículo sobre su pobreza de medios y las dificultades para publicar:

(…) «Elizabeth está muerta ahora y yo debo vivir para contar la historia, esperando decirle a otra generación algo que quisiera que sepan sobre la larga lucha de la liberación de la mujer, algo acerca de la historia de Estados Unidos y la censura. Quizás pueda también tener la esperanza de explicar que el cambio social no llega fácil, que las pioneras pagan un precio alto y una soledad innecesaria por aquello que sus sucesoras toman por hecho. ¿Por qué las mujeres parecen particularmente incapaces de observar y honrar su propia historia? ¿Qué vergüenza secreta nos hacen tan obtusas? Ahora tenemos una laguna entre la comprensión de una generación y la siguiente, y hemos perdido mucho de nuestro sentido de continuidad y camaradería».

Siento la falta de las feministas de generaciones más mayores en los foros de las jóvenes, no veo en ellos demasiada interacción intergeneracional y sí cómo nos reafirmamos las unas a las otras en nuestras iguales. Y también sé de la falta de sus enseñanzas en los lugares donde nos enseñan. Es imposible mantener una tradición que no conoces o a la que accedes a través de una revista o un blog, necesariamente limitados cada uno a su razón de ser particular.

Este post lo cuelgo pensando en Sara Moros, que en un comentario en este blog se preguntaba si sería conveniente buscar una palabra alternativa a feminismo que «no espantara» a los hombres que ven en ella connotaciones negativas. No creo que el problema sea realmente la palabra, sino lo que conlleva de cesión de poder. ¿Está dispuesto el hombre blanco heterosexual y rico (y la mujer blanca heteronormativa y rica) a ceder su posición de poder a la hora de imponer su propio discurso, sus valores, su cultura? Tsk, tsk.

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Ser mujer, ser hombre (ampliando el campo de batalla semántico)

Visualizo en este momento cómo se tensa, amigo, el falangín de tu dedo índice para cerrar de un ratonazo esta página que sospechas feminista. O quizá seas tú, amiga afortunadamente integrada, la alérgica a las monsergas de género que proliferan últimamente. No lo hagáis. Resistid vuestra aversión al cansino maniqueísmo hombre-mujer. Pasad por alto mi militancia en el pesadísimo Feminismo (que de mano en mano va y ninguno se lo queda). No seáis una de esas personas que sintoniza el telediario que coincide con su forma de ver el mundo. Aunque disfrutéis de las ventajas de estar felizmente estandarizados, saber de los desvelos de las y los que no nos acomodamos en el hueco que nos han dejado os reafirmará en vuestra felicidad. ¡Qué suerte habéis tenido de ser vosotros! Regocijaos y criad. Quizá alguno de vuestros hijos necesite algún día leer un blog como este.

Decía Borges que «cualquier hombre es todos los hombres», algo que Bartolomé de las Casas había formulado de manera menos interpretable al escribir que «todos somos el mismo hombre», para defender la dignidad de los indios de Las Indias (el budismo sostiene que «todos somos uno y lo mismo»: arte, religión y ética parecen proceder del mismo lugar). La frasecita me ha dado bastante que pensar últimamente, hasta el punto de surgirme una enmienda casi casi a la totalidad. Digo casi porque, no voy a enmendarle la plana a los buenos, está claro que nadie es extranjero en lo mejor y lo peor que pueda cometer cualquiera de nuestros congéneres. «Nada de lo humano me es ajeno», que decía Terencio y, luego, Marx (Karl, guasones). Sin embargo, prescindiendo de este nivel último de conciencia, veo y entiendo que no, que no todos los hombres se conducen y piensan como la generalidad de los hombres ni todas las mujeres accionan como la mayoría. En términos Matrix, algunos han elegido la pastilla roja, la que despierta la mirada al mundo real, mientras que otros apenas si saben que viven en una entelequia o han decidido no enterarse de lo que va la vaina atiborrándose de píldoras azules. Algunos, los comodones, aún conociendo el timo, hubiéramos optado por vivir para siempre en la inopia si la naturaleza no nos hubiera atizado la certeza casi a golpes. Para otros no hubo opción. La buena noticia es que de ninguno de los bandos he escuchado reproches.

La verdad que se nos va revelando a los desintegrados en alguna de sus partes, a los que se extravían, se traban o encuentran dificultades en uno mismo o el otro, es la existencia de una estructura superior, muy superior, antiquísima y rara vez visibilizada en los discursos, que divide el mundo. Una versión más doliente de los apocalípticos y los integrados que Umberto Eco se sacó de la manga en los 60 para distinguir a los que disienten de la cultura de masas por verle un lado oscuro y los que la disfrutan, sin más. Yo también creo que por el mundo andamos personas con los ojos abiertos y muchas otras que los llevan cerrados o, a lo sumo, entreabiertos. No quieren ver la deficiente programación base del software con el que operamos desde hace siglos, un código binario que, once upon a time, el hombre impuso para ordenar el mundo. Gracias a este código, todo lo que no fuera como él se limitaría a hacerle la vida más agradable, si me permitís el reduccionismo poético.

Ese hombre, ese hombre blanco, rico y heterosexual, es el jefe de todo esto. Gobierna el bar de la esquina y las transnacionales. Ese hombre es, según Borges, todos los hombres. Y ahí es donde muchos decimos no. Yo no soy ese hombre. Renuncio a mi derecho a ser ese hombre que no cree en la igualdad de todos los seres humanos, al que no le alcanza la empatía para defender la redistribución de la riqueza o los derechos de los animales, esa persona cultivada que, sin embargo, sigue considerando a los que no son como él como un lugar de recreo, de descanso, de burla, como mano de obra barata o simple cáscara sin interés, o que se encuentra incómodo al tener que compartir conversación y espacio con una persona intersexual, transexual, travesti o transformista. Esos hombres que piropean o perdonan la vida, que no cuidan de sus hijos y padres, que afirman que «me caen muy bien los gays; tengo muchos amigos gays», que nos dan charlas y nos enseñan. Ese hombre es Putin, Cañete y el alcalde de Torrelodones. Pero yo no soy ni ese ni todos esos ni las mujeres que les acompañan o les jalean, reverso tenebroso, capaces de condenar a sus propios hijos educándoles para ser esos hombres y a sus hijas, para adornarles. Mujeres siempre maquilladas, siempre sexys, dulces tigresas finalmente amargadas por no haber sabido abrir los ojos. Solas en el vertedero de los centros comerciales.

Se me ocurren más renuncias semánticas. Renuncio también a ser mujer, en todo lo que no es mi biología, las especificaciones hardware que me han tocado en gracia y los procesos químicos femeninos que me han sido dados. Lo que se entiende por mujer socialmente hablando, ese ser mitológico, trágico y mágico, esa madre coraje supermana, esa microvíctima de la sociedad y macrovíctima de sí misma, la que compra furiosamente sí o sí, se siente femenina o tiene un bad hair day que le impide salir de casa; la que llora y da pena o miedo o todo lo anterior a la vez, la que habla como si tuviera 12 años en vez de 42, la que no se atreve a decir ni mu o no le interesa saber. Esa que se hipersexualiza para sentirse alguien. La que está a dieta aunque su pierna es como mi brazo o la que sólo se entiende a sí misma como complemento directo de su pareja, su bestie o padre. La que no tiene animales en casa por no quitar pelos. La que se retoca cada veinte minutos. La que necesita protección, permiso, reafirmación. Es cierto que, hace nada, quería ser una de ellas. Ahora ya no. Probablemente por conocer a muchos hombres que, a su manera, han renunciado a ser lo que se entiende por hombre, socialmente hablando. Personas que, simplemente, son. Gente que habla, llora, va al fútbol o a H&M, folla, baila y ejerce su profesión desde un lugar (casi) sin género. Desafortunadamente, no he conocido a muchas mujeres así. Sólo a algunas.

Es fácil para las mujeres objetoras del sistema caer en una especie de mistificación de la mujeridad, en un feminismo radical ya absurdo al que, al menos las que vivimos más el futuro que el pasado, las privilegiadas universitarias occidentales con colchón familiar o laboral, hemos de renunciar. Pienso en esas feministas de cierta edad que les niegan el pan y la sal feminista a las transexuales por no ser “realmente” mujeres. Qué reaccionario montar un club que exige cierta calidad de sufrimiento. Y qué incivilizado conducirse en sociedad con parámetros puramente biológicos, como si no tuviéramos las herramientas, el conocimiento y la voluntad suficiente para domeñarlos. No encuentro viaje más complicado y que merezca más compañía que el de la transexualidad: mujeres encerradas en hombres (o al revés) que, cuando se vean realmente como son querrán, con suerte, ser simplemente personas. Personas que han de pasar por mucho más sufrimiento para llegar, si pueden y les dejan, a la misma meta. Algunas quizá soporten la sensación de inadecuación (quisiera saber si se puede ejercitar la aceptación puramente mental en los asuntos de identidad corporal), operación tras operación, hasta el final de sus días.

Cómo resolver el problema semántico de no querer ser ese hombre ni esa mujer, ni el hombre ni la mujer. Y cómo hacerlo sin que lluevan las (terribles) acusaciones de ‘mala feminista’ que acechan en cada esquina a las que estamos más equipadas para pensar la vida que para vivirla. ¿Se puede ser biológicamente una mujer y socialmente una persona, una unidad, una vida? ¿Podríamos desterrar lo sexual como contenido principal de un espacio simbólico insoportablemente reduccionista y empobrecedor? ¿No estamos dotados, los seres humanos, para emitir en otras frecuencias, más enriquecedoras? ¿Acaso no sabemos construir un un sistema de valores común que nos integre más allá de la ficción de los géneros? Los que tratamos de desprogramarnos sí sabemos que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Nos une casi todo a los que disentimos, resistimos, denunciamos y rechazamos el sistema (capitalista) y el sistema del sistema (lo heteropatriarcal). Tanto nos une que aquí sí que sucede como quería Borges, y podemos ser todos los hombres, todas las mujeres y toda la escala de grises entre ambos.