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Lo político es personal

Llevo meses dándole vueltas al aserto de Kate Millet (en Sexual Politics, 1970), el que llevó al debate político temas supuestamente íntimos como el cuidado, las costumbres sexuales o las tareas domésticas, resituándolos como espacios en los que se expresan relaciones de dominio, espacios de sometimiento para las mujeres. Ahora que se comienza a desdibujar este mapa de poder, con nuevas generaciones de mujeres y hombres compartiendo tareas, fluyendo entre prácticas sexuales y relacionándose con el afecto sin tantas reglas ni tensiones, siento la urgencia de voltear el mantra e insistir en que lo político es personal, es identidad, es ética, es dignidad.

No hay nada más personal que lo político. Es la piel bajo la que bombea el corazón, es la materia de la que está hecho cada horizonte y posiblemente sea también el propio destino. Lo político expresa el amor que uno tiene para sí y para los otros, la confianza que ha sabido darse o le han dado y la que merece de otros. La generosidad, la bondad y el miedo son métricas de lo político. Nadie puede esconderse de lo político, porque hasta esconderse políticamente es propio de una determinada configuración personal. El alma no está en los ojos ni en la glándula pineal, sino en el impulso político expresado en la anchura que le damos a la vida.

De vez en cuando, lo político toma la forma de voto. Y es un privilegio que esto suceda, porque significa que quien vota ejerce su ser político sin miedo, sin manipulaciones ni cálculos. Imposible saber cuántos se expresaron a través del miedo en Weimar y cuántos mostraron el monstruo político que les habitaba. ¿Va antes el miedo o el fascismo? Alguno ya predice que el temor es hoy síntoma prefascista: primero te inoculan el virus y luego, tú mismo lo exorcizas en la carne de los demás. En todo caso, lo político termina siendo muy muy personal, y el voto, un retrato fotográfico del alma. Cuanto más miro el mapa de los votos, ese gran manchurrón azul, más me digo: qué negra tenemos el alma en España, qué negra y qué pobre, qué mal nos han traído al mundo y qué poco hemos sabido entenderlo.

En plena emergencia social, con sanidad y educación desmantelándose, con el terror neoliberal del TTIP encima y un mercado laboral que ya sólo admite esclavos, muchos se refocilaron en su autosatisfacción en vez de sentir la necesidad de los otros. Mi sillón, mi día de piscina, mi ideología, mi rechazo hacia tal o cual candidato, mi enchufe debido, mi vagancia, mi pose… Toda la gama de posibilidades, desde el desprecio, la indiferencia y la dejadez hasta los variados grados de psicopatía, aparecen impresionados en el voto. Qué poco hay más personal que un voto. Apenas nada que hable mejor del tipo de mundo que cree habitar cada uno: una selva en el que los más grandes se comen a los más pequeños o un lugar en el que la prioridad de los fuertes es cuidar de los vulnerables.

Es muy triste el alma del que no sabe cuidar del otro, cuánta emoción, cuánta intensidad, cuánta vida se pierde. Los votos del miedo a perder y de la desesperación por conservar son, para mí, una expresión exacta de qué es quién. Acaso lo político no sea sólo personal sino lo único que ha de contabilizarse como realmente personal. ¿Y el miedo, el miedo que dicen que tenemos? Maquillaje. Camuflaje. Vergüenza.

¿Es el feminismo el antónimo del machismo? Facediálogo con Lidia Falcón

Aunque parezca de fácil respuesta, la pregunta no tiene nada de perogrullo. Aquí va cómo Lidia Falcón  me baja de mi guindo con sus pacientes explicaciones: os cuelgo la conversación Facebook con en la que Falcón le da la vuelta a mi opinión acerca del asunto. Le da la vuelta con mucha razón, aunque yo trate de imponerme en aras de una realidad social más igualitaria imaginaria que siempre llevo entre ceja en ceja. Lo cierto es que el sistema de género no se ha relajado sino que es hoy más estricto que hace 20 años, con lo que renunciar al discurso de la lucha de poder porque algunas creamos que muchos hombres han dado un paso atrás no sé si es muy útil…

Viene también al caso este post de algo que escuché en un documental sobre la historia del Feminismo que vi en RTVE durante la avalancha de contenidos reivindicativos que nos echan en marzo (el big data feminista lo llama expresivamente Krmen Freixa). No me acuerdo quién era la mujerque decía que el gran problema del feminismo era que se autodestruía con cada ola o cada salto generacional. De alguna manera no hemos logrado hacer de transmisoras de un conocimiento necesario (al menos yo no tuve la suerte de recibir ningún mensaje en este sentido), con lo que cada generación no encuentra tierra sembrada si no que ha de volver a arar el surco. Lo escribe también Kate Millet es este descorazonador artículo sobre su pobreza de medios y las dificultades para publicar:

(…) «Elizabeth está muerta ahora y yo debo vivir para contar la historia, esperando decirle a otra generación algo que quisiera que sepan sobre la larga lucha de la liberación de la mujer, algo acerca de la historia de Estados Unidos y la censura. Quizás pueda también tener la esperanza de explicar que el cambio social no llega fácil, que las pioneras pagan un precio alto y una soledad innecesaria por aquello que sus sucesoras toman por hecho. ¿Por qué las mujeres parecen particularmente incapaces de observar y honrar su propia historia? ¿Qué vergüenza secreta nos hacen tan obtusas? Ahora tenemos una laguna entre la comprensión de una generación y la siguiente, y hemos perdido mucho de nuestro sentido de continuidad y camaradería».

Siento la falta de las feministas de generaciones más mayores en los foros de las jóvenes, no veo en ellos demasiada interacción intergeneracional y sí cómo nos reafirmamos las unas a las otras en nuestras iguales. Y también sé de la falta de sus enseñanzas en los lugares donde nos enseñan. Es imposible mantener una tradición que no conoces o a la que accedes a través de una revista o un blog, necesariamente limitados cada uno a su razón de ser particular.

Este post lo cuelgo pensando en Sara Moros, que en un comentario en este blog se preguntaba si sería conveniente buscar una palabra alternativa a feminismo que «no espantara» a los hombres que ven en ella connotaciones negativas. No creo que el problema sea realmente la palabra, sino lo que conlleva de cesión de poder. ¿Está dispuesto el hombre blanco heterosexual y rico (y la mujer blanca heteronormativa y rica) a ceder su posición de poder a la hora de imponer su propio discurso, sus valores, su cultura? Tsk, tsk.

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