Etiquetado: Jacques Rancière
Un exorcismo del final de los Soprano
Esto es un intento de exorcismo del final de los Soprano (que me gusta la rabiosa actualidad). Hace más de seis meses que vi el último capítulo, un final al que jamás pensé que llegaría, pues en principio las seis temporadas de la serie me daban más pereza que la discografía de Bob Dylan. Y, sin embargo, la escena final me ha seguido rondando todos estos meses en un caso de retorno insistente que no es nada propio de mi memoria, inexistente. Me arrepiento de no haber visto la serie en su momento, probablemente por la misma razón que no he visto “Breaking Bad” ni tantas otras ficciones alrededor de la figura del mafioso: tengo un prejuicio muy instalado con las ficciones androcentradas o sobre universos necesariamente machistas. En honor a “Los Soprano” he visto “El irlandés” de Scorsese y me he aburrido como una ostra. Pero vuelvo a la escena final de “Los Soprano”, cuatro minutos que siguen en discusión una década después de su emisión (¿pero Toni muere o no muere?) y que terminan con un fundido a negro repentino de 10 segundos.
¿Qué poder tiene este final para volver a mi cabeza, forzándome a encontrarle un sentido no ya a la narración, sino a su insistente retorno? Parece como si la mente necesitara llenar ese vacío (ghosting) que impide cerrar debidamente una relación de muchas horas (son 86 capítulos de 60 minutos cada uno), en la que se ha producido una inversión emocional que requiere clausura. Sin ese alivio final aparece el fantasma y surge el desconcierto, la incertidumbre, la incomodidad, la inquietud que impide lo normal en el ficción de consumo habitual: pasar página y seguir con la siguiente. Con cada aparición, el fantasma de Toni Soprano reactiva el misterio de su existencia y de esta intensa relación que sostengo con él. ¿Qué es lo que no termina de llegar que me impide cerrarle la puerta?
La tranquilidad mental ante lo inacabado es, seguramente, síntoma de cierta complejidad o sofisticación en la educación narrativa. Las asilvestradas en la cultura mainstream, televisiva, hollywoodiense, probablemente tenemos incrustado en el cerebelo esta necesidad imperiosa de ponerle un “the end” aristotélico (planteamiento, nudo, desenlace) a todo. De hecho, las periodistas que trabajamos en las revistas y colorines varios sabemos que los reportajes que mejor prosperan (los que nos compran) son los que ofrecen determinados momentos de desolación, descubrimiento, satisfacción y cierre. Es la «tiranía de la trama» de la que habla Jacques Rancière en «El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna» (Casus Belli, 2015). Dice en la página 70:
«En el siglo XX, el periodismo es el gran arte aristotélico. Construye la realidad según un esquema de verosimilitud o de necesidad o, más precisamente, según un esquema que identifique la verosimilitud con la necesidad. Los reporteros enviados en busca de los habitantes pobres en las profundidades del país deben combinar, pues, los marcadores de la realidad individual que dan por cierto el relato con los significantes de la generalidad estadística que muestran esa realidad tal y como ya sabemos que es, conforme a lo que no puede no ser. Es esta identidad de lo verosímil y lo necesario lo que constituye el corazón de lo que se llama consenso».
En un informe elaborado por el equipo de investigación de The New York Times para averiguar qué tipo de periodismo funciona hoy se afirma que «la gente quiere historias con un comienzo claro, un desarrollo y, lo más importante, un final». Se trata de coger la masa informe de la experiencia y plantear un hilo narrativo que, mediante la herramienta de la adición y la sustracción (la selección), le dé un sentido a la cosa. «En un momento en que encender las noticias o desplazarse por Twitter se siente como un fuente inacabable de información, el deseo de leer historias que empiezan y acaban es particularmente agudo. En lo que parece un ciclo de noticias incesante e interminable, las personas quieren sentir que han llegado al final de una historia o que se han puesto al día con un tema. Buscan contenidos que tengan un punto final. Esto es particularmente importante con el desarrollo de historias de noticias: las personas sienten que a menudo son arrojadas a la mitad de la historia, sin contexto de lo que ya sucedió. (…) A través de nuestra investigación, escuchamos que las personas acuden a historias de sucesos por esta misma razón. Las personas dicen que disfrutan de la naturaleza contenida del contenido: saben que el misterio se resolverá al final. Cuando se trata de noticias, la gente también quiere ese sentimiento de que hay un final».
“La gente también quiere ese sentimiento”. No se puede explicar mejor el giro emocional de la política y los medios de comunicación, desesperados por encontrarle una argamasa a la desintegración neoliberal.
La satisfacción emocional de un punto y final no me basta, sin embargo, para explicar porqué el fantasma de Toni resucita tan insistentemente en mi cabeza. Hay algo más que queda no dicho, una expectativa que no se resuelve, un vacío a la espera. Y confieso que he leído cuanto artículo he encontrado en la red sobre el final de marras. La mayoría de ellos elucubra con posibles pistas dejadas por David Chase a lo largo de la serie y que explicarían el fundido a negro como la muerte del patriarca Soprano. Pero, claro, a mí lo que me inquieta no es saber si Toni muere o vive, sino porqué ahora vive en mis pensamientos y en los de mucha otra gente, por ejemplo todos esos articulistas que tratan de buscar una sutura narrativa a un personaje que se queda, aparentemente, en el aire. ¿Qué pasa con ese fundido a negro? ¿Cuál es su función? ¿Qué significa?
Ese telón a traición, sin prolegómenos ni contemplaciones, me parece la genialidad definitiva, ya se trate de una metáfora de la muerte o un mero recurso audiovisual para quitarse de encima la responsabilidad de inventar un final. Me interesan más sus efectos en el plano material: la manera en la que interrumpe el flujo anestésico de la narración es brutal. Logra que experimentemos en propia carne el nivel de sugestión y de ensoñamiento que puede alcanzar un cerebro y cómo funciona el dispositivo de captura que ponen en juego las series de televisión, sobre todo si has sucumbido a la tentación de la sesión continua (el atracón). Da vértigo pensar la cantidad de operaciones mentales que el cerebro va realizando mientras te sumerges completa y pasivamente en las series. ¿Qué negociaciones, renuncias y conquistas se firman en el backstage de la evasión?
Estos meses de encuentros con el fantasma de Toni Soprano me han servido para racionalizar lo que «Los Soprano» ha hecho en mí o lo que yo he hecho de «Los Soprano», finalmente convertido en el dispositivo que ha desactivado uno de los mecanismos mentales más perversos de todos los que implanta la educación católica: el juicio moral. No solo por comprobar su grandiosa inconsistencia frente al carisma de un personaje que seduce mi subjetividad desde todos los frentes posibles, sino por expresar de una manera tan fuerte la conexión entre la imperiosa necesidad de cierre en la narración y la cuestión moral. Las espectadoras de andar por casa nos esperábamos salvación o ajusticiamiento final, como es habitual, pero no aparece el juez ni ruedan cabezas. ¿Por qué nos aferramos tanto a esta mecánica circo romano?
«Los Soprano» supone mucho más que una incursión narrativa en el universo cerrado de la mafia neoyorquina. Más bien se sirve de su potencial estético e histórico para que veamos cómo se producen los sujetos, sujetos sujetados a subjetividades fabricadas a partir de un molde que aquí pasa de padres a hijos, hasta que tiene lugar algún tipo de cuestionamiento provocando por los cambios en el contexto. La masculinidad de los mafiosos es imprescindible para llevar adelante el negocio de la extorsión sobre el que gira su medio de vida, pero no es un destino inexorable: en cualquier momento puede producirse una interrupción o sobrevenir un malestar que lleve a atrincherarse aún más en la sujeción o a replantearse lo aprendido. El margen de deriva, si existe tiempo y acomodo para ese trabajo, es enorme. Y probablemente supone darle la buhardilla al juicio moral y pasar al salón a lo político.
Soy consciente de que esta puede ser otra ingenuidad. Aún no me resigno a la vida que se centra en evitar el sufrimiento y perseguir el goce. Aún creo en la transformación, aunque sospecho que este impulso tiene más que ver con el catolicismo misionero que con el idealismo (el autoanálisis de la subjetividad no termina nunca). En «La compasión difícil» (Galaxia Gutenberg, 2019), Chantal Maillard escribe:
“Ni el perdón ni la compasión tienen ya sentido. Este es el lugar del Hambre. No hay actos, ni decisiones, ni causas, ni efectos. Tan sólo un agujero blanco que ha de colmarse y gime. Y el batiente, arriba, batiendo sobre la nada”.
El día de la marmota del 8 de marzo y otros fantasmas
Estoy preocupada por mi posición. Es una preocupación insidiosa que me lleva a la duda constante sobre lo que percibo y pienso y, como consecuencia, a cierta parálisis. Dudar es un artículo de lujo en mi profesión. Una periodista no cree en dudar, cree en que las herramientas que le han enseñado a usar producen verdad, objetividad o, en el peor de los casos, la mejor versión de la realidad. La consistencia, el rigor y la fiabilidad de los textos periodísticos dependen exclusivamente del convencimiento que la periodista tenga en que todo eso es posible. Al otro lado, la gente lo que quiere son certezas. La utilidad de los medios de comunicación, lejos de la clásica función de perro del poder, es reforzar lo que los lectores ya saben y reproducir el orden social ad infinitum.
Me reafirmo en la pobreza de mi filtro en una conversación reciente que mantengo con un amigo estimado. Hablamos del Ayuntamiento de Madrid y de sus políticas culturales, un ente al que en principio supongo el aura benéfica del que usa la retórica política que asegura devolver la cultura a la ciudadanía. Mi visión ciertamente burguesa de todo el asunto pinta de bonitos colores iniciativas como Patio Maravillas o librerías como Traficantes de Sueños, dos espacios de los que salen (por lo visto) muchas personas que hoy tienen voz a la hora de impulsar la vida cultural de Madrid desde su ayuntamiento. Mi estimado amigo, proletario cultural y cada vez más pobre, me abre los ojos a otro cuadro: el de la imposición de un concepto de “cultura” que proviene exclusivamente de universitarios con posibles, con toda la carga que ese sesgo conlleva. En los barrios, las asociaciones caen como moscas porque el Ayuntamiento de Carmena exige el pago de licencias, impuestos y tasas varias. No sólo el contenido de la cultura está en entredicho (es cultura cualquier libro impreso pero no lo es una charla de autoayuda, de cocina o macramé), sino también la posibilidad de que suceda al margen de la clase social designada para ello. La apuesta cultural de las élites progres pasa por el producto cool listo para ser deglutido por el mercado y las redes, no por una cultura que se manifiesta como red de sujeción y relación de afectos. Sometida al control administrativo, no se protege la cultura que no pasa por caja ni es detentada por los que pueden. De hecho, cuanto más pobre es un trabajador de la cultura, menos posibilidades tiene de que se escuche su discurso dentro del sistema. La condición de supervivencia en la pobreza de un proletario cultural es, precisamente, abandonar el territorio de privilegio que es la cultura.
Qué paradójica y perversa es la situación de las clases medias empobrecidas durante esta crisis: aunque hoy soy una trabajadora pobre de la cultura, con ingresos que no llegan al salario mínimo ni me permiten prescindir de la ayuda familiar, mi educación en el privilegio sólo me hace notar la injusticia de mi propia situación y me impide cuestionar la injusticia del sistema mismo. Soy una ciudadana políticamente desactivada, incapaz de percibir otra demanda que no sea la de recuperar el propio estatus. Qué bien le viene al mercado que sólo se cuestione la sobrevenida austeridad que nos impone y no su funcionamiento mismo. Paradoja añadida: qué fácil es ser vegetariano, animalista, pacifista, y qué difícil es practicar la no violencia (simbólica) cuando no has sabido o podido educarte para comprender la realidad desde una mirada que no sea la tuya. Es en este sentido que la teoría feminista es liberadora: posee las técnicas y herramientas precisas para que percibamos racional y sentimentalmente tanto el sometimiento que invisibiliza el sistema como el privilegio que nos mantiene sobre otros.
Por esta y otras recientes buenas conversaciones, y por la TFM que escribo sobre el asunto, cuestiono constantemente la manera en que me informo y trabajo. En las redes, recibo información filtrada por mí o para mí. En los textos, me sirvo de las opiniones expertas y los libros que he seleccionado yo misma. ¿Cómo no va a resultar miope todo lo que escribo si yo misma lo soy? Encuentro que mi práctica profesional ha estado dirigida por la tendencia mental a cobijarse en las ideas que nos refuerzan y desechar las que nos retan: la realidad, explicada para unas pocas como yo. Estas dudas sobre el propio filtro se suman a ciertas condiciones que dificultan aún más la tarea de construir un relato más o menos justo sobre los acontecimientos. Por un lado, resulta cada vez más complejo desentrañar las líneas-fuerza mediante las que el poder nos doblega: la red de intereses al fondo del cuadro resulta invisible o se invisibiliza. Además, nuestro interlocutor, el-otro-lector, ya no es una como una misma, sino que se ha convertido en un ente diverso y multifacético, aunque las instancias de representación no quieran aún enterarse de ello. Por otro, cada vez es más raro que los periodistas salgamos de la redacción o de la habitación para escribir nuestros textos. Nos falta el input de la realidad, lo resolvemos todo por teléfono, por mail o por Skype. En la calle, el azar se encarga de romper los márgenes del propio filtro y deja pasar la mirada del vecino, el policía o una que pasaba por allí. Cocinados desde la mesa, los textos terminan tan filtrados que apenas llegan a sucedáneo insípido: todos decimos lo mismo todo el rato. En los peores casos no se trata ya de encontrarse las mismas ideas y opiniones una y otra vez, sino de leer directamente traducciones de artículos cocinados en otros medios. Todos los días leo en las webs españolas de información artículos de The Guardian, Independent, New York Times, The Atlantic, Salon y similares.
«La filosofía es una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia mediante el uso del lenguaje”, escribió Wittgenstein. Viene al caso porque quería escribir no sobre mi frustración profesional sino acerca de dos conceptos manejados por filósofos contemporáneos que me han servido para poner un poco de distancia crítica tanto en mi consumo de medios como con mi práctica periodística. Me han ayudado, por así decirlo, a desencantarme de los textos (los que vendo y los que me vendo) y a verles las trampas. Son fallas, grietas o, directamente, agujeros negros, que tienen que ver con la creciente polarización y fomento del conflicto por parte de los medios para vender más. El falso enfrentamiento y la viralidad que este produce hacen creer al público que se les presenta un dilema, cuando en realidad no existe tal. Un buen ejemplo son los distintos “escándalos” que jalonan la gestión de la concejalía de cultura madrileña (de los Reyes Magos a los titiriteros), oportunos trampantojos de una discusión mediática acerca del elitismo con piel de oveja de su pensar general. En el estudio “Manufactoring Conflic? How Journalists Intervene in the Conflict Frame Building Process”, realizado por Guus Bartholomé, Sophie Lecheler y Claes de Vreese, de la Universidad de Holanda, se confirma el papel de los periodistas como perpetradores necesarios de esta ficción de guerra sorda que, en realidad, eclipsa la auténtica guerra que se libra en otros lugares. Los periodistas preferimos el cómodo ejercicio de comentar la retórica de los políticos y los movimientos partidistas, tan proclive a los clics del público, que poner el foco en los asuntos y espacios donde se producen los roces y han de intercambiarse necesariamente ideas y valores.
El primero de estos conceptos que pueden ayudar a desbrozar la maraña de intereses en los textos periodísticos es “liminalidad”, un término que no había leído en mi vida y que me llegó primero desde la teoría poscolonial y luego desde la antropología cultural. En definición no especializada, significa “umbral”, viene del latín “limen” (¿amalgama? ¿membrana?) y evoca la ambigüedad, la desorientación, la indeterminación. El diccionario antropológico lo presenta como “el estado ambiguo del ser entre estados de ser”. Es interesante saber de la génesis académica de esta palabra para darse cuen de cómo avanza la ciencia social, cómo los nuevos investigadores retoman o reformulan o emprenden a partir de sus maestros (cómo me cuesta, acostumbrada a valerme de lo último que pillo, entrar por este aro de leer la tradición). El inventor de “liminalidad” fue el etnógrafo de origen alemán fundador de la etnografía francesa Arnold van Gennep (1873-1957). En su libro más famoso, “Los ritos de paso” (1909), señalaba las tres fases que caracterizan cualquier rito de este tipo, preliminal, liminal y postliminal, en un proceso de reajuste imbricado en el corazón del cambio social de cualquier grupo humano. Van Gennep incidía en que el progreso de un iniciado de un estatus a otro gracias a un rito de paso no es abrupto, sino que requiere de ese intermedio que llama “liminalidad”.
Víctor Turner (1920-1983), un antropólogo escocés que estudió los ritos de la tribu ndembu de Zambia, retomó este concepto de “liminal” en su libro “El proceso ritual” (1967). Turner aseveró que el estado liminal no era simplemente un momento crepuscular en las transformaciones rituales, sino también un periodo de poder especial y peligroso, que tenía que ser restringido y canalizado para proteger el orden social. En esta fase, el sujeto (imaginemos a un futuro jefe de la tribu que va a ser instituido como tal) es marginado del grupo y despojado de los atributos de su posición primigenia, sin llegar aún a poseer los que le corresponden como jefe. Estamos en una especie de limbo en el que no funcionan las leyes, las costumbres, las convenciones o el ceremonial. Lo habitual es que las personas en este estado sean despojados de vestimenta para mostrar su humildad y ausencia de estatus, propiedad o rol y se comporten de manera pasiva a la hora de aceptar cualquier castigo, al que se someten sin queja. Han de ser reducidos a una especie de uniformidad para ser a continuación revestidos de sus nuevos poderes. Estamos fuera del tiempo y fuera de la estructura social: en la frontera.
[Por cierto: si alguna jubilada del sistema productivo como yo está leyendo estas líneas, le recomiendo el capítulo que adjunto a continuación del libro de Turner sobre los símbolos. Su análisis del rito al que se somete a las jóvenes casaderas ndembu muestra la extraordinaria riqueza simbólica de la cultura de esta tribu de Zambia: es una belleza. Te hace dudar muy mucho de la supuesta superioridad cultural con la que hoy se comporta la tribu occidental. Aquí va el link.
Vuelvo a encontrarme con la liminalidad en los textos de Homi Bhabha, figura central de la crítica poscolonial junto con Edward Said y Gayatri Spivak y autor en los 90 de “El lugar de la cultura” y “Narrando la nación”. Bhabha y sus colegas tratan de deconstruir las formas textuales mediante las que se lee al otro colonial, al salvaje, al aborigen, al indio, al negro. Se preguntan cómo se produce el conocimiento sobre estos seres humanos etiquetados como distintos, para desvelar las historias distorsionadas que circulan como Historia y poner sobre la mesa su trascendencia a la hora de configurar saberes académicos que circulan en un solo sentido: del centro a la periferia, sin camino de vuelta. Hoy no se puede entender la realidad ni la producción cultural ni artística sin mínimas nociones de teoría poscolonial. Por suerte, las tesis que deambulan por internet nos permiten enterarnos de estos asuntos en una extensión y lenguaje asequibles. En “Multiculturalismo y crítica poscolonial: la diáspora artística latinoamericana 1990-2000”, de Elizabeth Marín Hernández, doctoranda de la Universidad de Barcelona, encontramos un capítulo que puede servir para iniciarse en los misterios de la mirada poscolonial. Este es el link.
Bhabha elabora varios conceptos críticos a la hora de desentrañar el discurso colonial: la ambivalencia, el estereotipo como fetiche, el mimetismo y la hibridación. La hibridación es el resultado de la constante negociación de valores que se produce en los lugares de frontera. No hay, por tanto, esencias puras, sino un proceso constante de llegar a ser. A los críticos de la teoría poscolonial les interesa mucho este espacio liminal, estos “in between’ donde colono y colonizado negocian constantemente sus posiciones e identidades: si los estudios culturales ‘imperiales’ colocaban el corazón de una comunidad, el lugar de sus esencias identitarias, en el centro del territorio, Bhabha los descentra hacia los márgenes, pues es allí donde esas esencias son retadas, mordidas, cuestionadas y subastadas en las interacciones entre comunidades distintas. La nación y la identidad se elabora en espacios liminales, en las fronteras, en lo indeterminado. Allí están cobrándose los sentidos y alcanzándose los significados.
Al concepto de liminalidad como lugar peligroso y fronterizo, un lugar periférico y poco presente en los textos, quiero sumarle la defensa del disenso que hace el filósofo Jacques Rancière (Argel, 1940), del que he leído “El viraje ético de la estética y la política”. Se trata de una conferencia dictada en 2005 en la Universidad de Artes y Ciencias Sociales de Santiago de Chile, en la que el autor desvela la función de la ética como práctica aniquiladora del disenso, de la discusión de pareceres y de la convivencia con la diversidad. La ética no como juicio moral sobre las operaciones del arte o las acciones de la política, sino como lejía que borra la distinción entre el ser y el deber ser, entre el hecho y el derecho. El consenso que busca la “comunidad política despolitizada” no deja espacio para los otros e identifica disenso con violencia, razón que justifica el uso de otra violencia mayor, estatal, justificada por la ética del consenso. En su análisis, esta ética perversa del consenso se manifiesta en dos formas aún inexpugnables en la conversación de los medios: el humanitarismo y la “justicia infinita” que lucha contra el terrorismo. El viraje ético no sólo es el apaciguamiento del disenso en el orden consensual, sino la demonización de dichos disensos.
“La comunidad política es, así, tendencialmente transformada en comunidad ética, es decir, en comunidad de un solo pueblo, donde todo el mundo supuestamente cuenta. Esta cuenta choca solamente con un resto problemático, al que denomina excluido. Pero hay dos maneras de plantear la exclusión misma. En la comunidad política, el excluido es un actor conflictivo, que se hace incluir como sujeto suplementario, portador de un derecho no reconocido o testigo de la injusticia del derecho existente. En cambio, en la comunidad ética, este suplemento ya no tiene lugar de ser, porque todo el mundo esta incluido. El excluido, entonces, no tiene estatuto. Por un lado, es simplemente el enfermo, el retardado, a quien la comunidad debe tender una mano que lo socorre. Por otro lado, se convierte en el otro radical, aquel que nada separa de la comunidad, salvo el simple hecho de ser extranjero en ella, y que por tanto la amenaza al mismo tiempo en cada uno de nosotros. La comunidad nacional despolitizada se constituye, entonces, en la duplicidad entre el servicio social de proximidad y el rechazo absoluto del otro”.
Con estas herramientas en mente, la liminalidad y el disenso, resulta mucho más fácil realizar una mirada crítica a los textos periodísticos y desactivar los trampantojos que buscan envolvernos en su ficción de conflicto y falso progreso. Por ejemplo, la llamada celebración del 8 de marzo: ¿dónde podemos fijar los espacios-frontera donde encontramos ese disenso, el flujo de pareceres encontrados, el roce de posturas, vistos los conflictos que nos muestran hoy los medios? ¿En la censura por parte de Facebook de la promoción de un libro sobre masturbación femenina? (Sigo dándole vueltas a cómo la media-macho se ha apresurado a aprovechar la oportunidad de hablar del tema -mujer y cuerpo les pone siempre- y a las instancias que lo han ignorado) ¿En los textos y carteles machistas que se lanzan al ruedo público todos los años? ¿En el enésimo recuento de las violencias que no se atreve a exponer la violencia de las instrucciones de la feminidad (el “silencio administrativo” de la media acerca del régimen de la heterosexualidad también es graciosísimo)? ¿En los relatos de manifestaciones y reuniones de mujeres que claman por el aceptadísimo gap salarial? No parece que sean estos lugares de disenso sino de consenso general… Y, sin embargo, son los que llenan año tras año los contenidos de “celebración” del “Día de la Mujer”, sin apenas moverse un paso más allá ni acá. El 8 de marzo está más muerto que muerto, a efectos mediáticos. Es otro corta-pega más. Ha sido deglutido por el sistema de la misma manera que deglutió lo eco y deglutirá el animalismo: eliminando cualquier traza de subversión que implique cuestionar el régimen de poder y de representación. Seguimos enredadas en el cuerpo (qué bien le viene esto a todo el mundo), como si este no se hubiera disuelto ya en un continuo biológicamente diverso. Seguimos otorgando el estatus de la interlocución a los machistas, como si fuera ese camino ya trillado el único que quisiéramos o supiéramos andar. Usamos los medios como plataforma de queja, de exorcismo anual del malestar de las de siempre (entre las que me incluyo), hurtando ese espacio a la visibilidad de las mujeres en tierra de nadie: las viejas, las locas, las pobres, las prostitutas, las cuidadoras, las migrantes, las enfermas, las sin techo, las explotadas (¡arriba esas Kellys!)… Qué oportuno que los discursos del poder se afanen por convencernos de que nosotras también podemos “asaltar los cielos” (todos esos reportajes sobre mujeres ejecutivas y lideresas en el Ibex 35: basta ya), en vez de crear y narrar nuestro propio cielo sin necesidad de asaltos, techos, fronteras, muros, verjas.
Desalojar el disenso y ocultar los espacios de liminalidad (los márgenes) está hoy en la agenda de todos los medios de comunicación, necesitados como están de los clics de una mayoría que se busca a sí misma en los textos. Las víctimas y las representadas coinciden a mayor gloria de la caja mediática. Dice Rancière: “Lo que sucede ahora en Europa –lo que llamamos un consenso– es que estamos configurando lo real extrañamente como algo de lo cual no se puede escapar. Todo es visible, claro y no se puede hacer otra cosa salvo lo que hacen nuestros gobiernos. Por supuesto, pienso que hay una lucha muy importante para romper con el monopolio de la descripción del mundo. Ciertamente la filosofía y el arte pueden funcionar en eso si la gente quiere usarlos para reconfigurar la inteligibilidad del mundo vivido. De todos modos, creo que deben ser modestos. Si quieren ser eficientes, los artistas y los filósofos deben ser conscientes de los límites de lo que pueden hacer”.