Etiquetado: Donna Haraway

Braidotti/Haraway/Anzaldúa

[Me atreví a leer este texto en un congreso de Filosofía Moral en la Universidad de Ferrol, en la mesa de feminismos sobre figuraciones y conceptos elaborados por filósofas y pensadoras. Aránzazu Hernández Piñero, experta en Braidotti de la Universidad de Zaragoza, me hizo ver un mal uso del concepto de identidad en el texto: debería haber escrito «sujetos políticos», para referirme a un trascender la herida para realizar un agenciamiento político colectivo. También me hizo ver cierto encantamiento con el marco teórico decolonial de la que entonces eran mis maestras, Ochy Curiel y Yuderkis Espinosa. Tardaré mucho en volver a escribir algún texto de este tipo: qué difícil es para una practicante de la escritura urgente del periodismo, producida a partir de los materiales de otras, hacerse con la precisión conceptual y la autonomía de criterio que son el principio del pensar].

Me gustaría empezar dando las gracias a las organizadoras de la mesa por haber fijado su atención en la imaginación política y ética de las mujeres en este preciso momento en el que no dejamos de escuchar que no nos llega la imaginación para inventar las soluciones que necesitamos. Sin embargo, no pueden parecerme más fértiles y productivos los textos feministas que tomo en consideración para llevar adelante mi tesis, un intento de fundamentar una posible práctica del periodismo en las ontologías relacionales. Desde mi percepción muy mediada por lo mediático de las discusiones políticas entre académicos, me encuentro muchas veces con que filósofos y, en general, pensadores de lo político desarrollan ideas o plantean problemas que ya han sido tratados largamente por las filósofas y pensadoras feministas. Recientes debates que enfrentan dicotómicamente clase e identidad o ciertas exhortaciones a que la clase media abandone su pretensión de neutralidad y universalidad pocas veces (jamás que yo haya leído) tienen en cuenta las conceptualizaciones y desarrollos teóricos que las feministas inventaron para dar cuenta de la creciente complejidad con la que se despliegan las tramas de poder en el mundo. Esta fatal desconexión me convence aún más de que la imaginación que esperamos está ya entre nosotras, a la espera de ser encarnada.

Quisiera acercarme a las figuraciones del yo elaboradas por Gloria Anzaldúa, Donna Haraway y Rosi Braidotti precisamente desde este ángulo: como apuntes para futuros posibles a la espera de ser mayoritariamente valorados como tales. Al fin y al cabo tenemos entre manos lo que Remedios Zafra llama “movimientos hacia la fantasía”, dispositivos que permiten que imaginación, ética y política trabajen juntas. Me sitúo también en un querer pensar afirmativo que permita sortear la condición póstuma diagnosticada por Marina Garcés: se trata de la fascinación por el apocalipsis, el virus del fin del futuro que se ha instalado en la ideología dominante, la parálisis ante proceso de regresión acelerado en el que la muerte, el colapso o la extinción ocupa el centro y en el que solo es posible actuar y pensar para paliar la emergencia. En el contexto de la necropolítica neoliberal, con la subjetividad gerencial o del emprendedor que se autoexplota como destino de vida unánimemente producido (así lo diagnostica Wendy Brown en su ensayo El pueblo sin atributos), estas figuraciones feministas fuertemente arraigadas en cuerpos, biografías y territorios, ajenas en principio al universo de lo utópico, pueden parecernos utopías imposibles. Tal impresión nos da la medida no del tipo de imaginación de Anzaldúa, Haraway y Braidotti, sino de la clausura de modalidades para nuestra existencia. De hecho, Braidotti considera que las ficciones políticas desplegadas por las figuraciones de la imaginación feminista pueden ser más eficaces a la hora de reinventarnos que los sistemas teóricos.

Borderlands/La Frontera, la autobiografía poético-política que Gloria Anzaldúa publicó en 1984, es un relato sobre el proceso de conquista de la propia subjetividad de una mujer chicana, lesbiana y pobre que tiene que lidiar con la colonialidad (del ser, del poder, del saber), el malestar en la propia cultura originaria, el racismo, la insuficiencia de la lengua materna (ni buen inglés ni buen español), el rechazo a lo queer o la explotación laboral. Finalmente llega a la figuración de La Nueva Mestiza o mujer-puente: aquella que construye su identidad y su conciencia política a partir de sus luchas y de su múltiple origen racial, lingüístico e histórico, que lucha contra el sexismo y el machismo y que se propone romper con los binarismos sexuales, las diferencias raciales y las definiciones excluyentes que restringen a las mujeres, sus identidades y sexualidades. Lo interesante de La Nueva Mestiza es su tránsito permanente entre identidades diversas que necesitan ser negociadas constantemente para entenderse y aceptarse y entender y aceptar lo ajeno. Esta cualidad móvil, esta fluidez, pone hoy de manifiesto la paradoja de un mundo global en estado líquido en el que una consideración diversa de las identidades continúa siendo problemática. De hecho, la fragilidad creciente de nuestras condiciones de existencia nos convierte a la mayoría en seres abocados a vivir en algún momento de nuestra vida algún tipo de experiencia de frontera. Por ejemplo, al pasar de la clase media al precariado; o al encontrarnos en la tesitura de romper el pesado marco de la heteronorma; o al convertirnos en migrantes y extranjeros y ser víctimas del clasismo y la xenofobia.

La epistemología fronteriza de Anzaldúa posee hoy un alcance que supera con creces el territorio en el que ella se pensó. Podemos acercarnos a ella como una pedagogía que nos muestra una salida posible en situaciones en las que nos vemos desarraigados, obligados a romper nuestros marcos de pensamiento, o como una forma de relación con el mundo: podemos convertirnos en mujer-puente. Para Anzaldúa, cada acto de conocimiento supone tender un puente y cruzar, pues entrar en contacto con los otros no queda más remedio que abandonar momentáneamente el territorio de nuestros significados familiares y transitar a un terreno nuevo donde solo es posible y productivo escuchar, observar y transformarse. En Borderlands Anzaldúa confiesa que su esperanza de transformación primera está depositada en las mujeres, en que “la mano izquierda, la de la oscuridad, lo femenino, lo primitivo” sea capaz de “distraer el impulso diestro, indiferente, racional, suicida que, sin control, podría convertirnos a todos en lluvia ácida en una fracción de milisegundo”.

Donna Haraway, bióloga estadounidense muy conocida por el Manifiesto ciborg publicado precisamente el mismo año que Borderlans, puede estar en las antípodas vitales de Anzaldúa, pero como ella recurre a la frontera a la hora de construir su relato biopolítico. En Las promesas de los monstruos: Una política generadora para otros inapropiados/inapropiables, publicado en 1989, Haraway escribe: “Todos estamos en zonas fronterizas quiasmáticas, en áreas liminales en las que se están gestando formas nuevas y tipos nuevos de acción y responsabilidad en el mundo”. En esta frase se concentra lo esencial del pensamiento monstruoso de Haraway: la constitución de nuestro cuerpo como frontera abierta y la responsabilidad y el poder que de ello se deriva. La frontera pasa de territorio concreto que encarna una subjetividad determinada, a metáfora de una posible experiencia vital en la que somos conscientes de que nuestra esencia es afectar y ser afectados. Somos frontera abierta al ensamblaje con humanos y no humanos, ya sean orgánicos, animales, o tecnológicos. Y al ensamblarnos de esta manera con lo que parecía inapropiado e inapropiable devenimos monstruos que poseen un enorme poder regenerador. Dan vida a la vida. Logran existencias dignas de ser vividas.

El arte contemporáneo ya ha comenzado a ensayar monstruos como los soñados por Haraway el siglo pasado. Un ejemplo es el proyecto Coro de mejillones, de la ingeniera y artista australiana Natalie Jeremijenko. Jeremijenko utiliza la inteligencia natural de estos animales que cierran su concha cuando detectan una toxina como el plomo o el zinc de la siguiente manera: mediante unos sensores, logra que una señal se transmita al ordenador cada vez que se abren o se cierran y traduce la señal en notas musicales. Así podemos conocer la calidad de nuestras aguas gracias al cántico en diferido de los mejillones. En el ensamblaje monstruoso entre los mejillones y el saber de Jeremijenko no existe un destino salvífico ni un progreso, sino “interacción permanente y multiforma mediante la que se construyen mundos y vidas”. Emerge de este tipo de articulaciones otro tipo de autoridad que no emana de ningún estatus ontológico ni de ningún poder para representar, sino de la relacionalidad social. Es precisamente la legitimidad proviniente de la relacionalidad la que pone en peligro a las poblaciones originarias que defienden sus territorios del extractivismo corporativo y estatal. Su íntimo lazo con la selva, el bosque o la ribera les permite trascender la lógica representativa de la tecnociencia, y aparecer ante todos no ya como objetos, sino como sujetos investidos de esta nueva autoridad capaz de conformar lo que Haraway considera “colectivos poderosamente articulados”.

Haraway asegura que estos monstruos pueden lograr cosas asombrosas, de ahí que se hayan convertido en objetivo de la necropolítica: en 2016, 201 activistas defensores de la tierra murieron en 24 países latinoamericanos; en 2017, 217. Solo en México, los asesinatos de indígenas y activistas han aumentado un 400%, pero los países donde estos activistas corren más peligro son Brasil y Colombia. El caso que puso este asunto en la agenda mediática mundial fue el de la hondureña Berta Cáceres, víctima de varios atentados hasta que fue tiroteada solo un año después de haber recibido el Premio Goldman, conocido como el Nobel Verde. La investigación se saldó con la detención de nueve personas, entre ellas un exviceministro de Recursos Naturales y Ambiente y el presidente ejecutivo de la Empresa Desarrollos Energéticos S.A. (DESA), que desarrolla proyectos hidroeléctricos en el país. Los sectores mas violentos son, además del energético, la agroindustria y la minería.

Rosi Braidotti no piensa ajena a los efectos destructivos del capitalismo, sino precisamente contra ellos. Elabora su figuración del sujeto posthumano desde un mundo en el que se ha deshecho la dicotomía entre naturaleza y cultura, con un nivel de mediación tecnológica jamás visto, una panhumanidad conectada, plantas y animales modificados genéticamente, vulnerabilidad, epidemias, violencia xenófoba, éxodos, guerras y amenaza de extinción global: una situación de frontera civilizatoria. Su propósito es que abandonemos hábitos de pensamiento históricamente sustentados en favor de una “visión descentrada y multiestratificada del sujeto en cuanto identidad dinámica y mudable situada en un contexto cambiante”.

El sujeto posthumano no solo rompe definitivamente con el sujeto descartiano y kantiano, con el ciudadano de la Modernidad, sino también con la supremacía de la cultura y las significaciones en los procesos de subjetivación: no existe en ellos la captura de una neutralidad preexistente por parte de una razón trascendental eurocéntrica, una normatividad heterosexual o ninguna otra ubicación estática. El poder se distribuye de maneras distintas en la subjetividades que, a su vez, producen múltiples formas de resistencia. No se trata de que el contexto histórico y los códigos culturales no tengan papel en la conformación de subjetividades, sino que son sometidos a una constante revisión actualización y transformación. De alguna manera, el sujeto posthumano trata de ponerse a la altura de este tiempo acelerado y fluido abrazando el aquí y ahora con el mismo deseo vitalista que Spinoza desplegó cuando escribió “nadie sabe lo que el cuerpo puede”.

Otro elemento clave del sujeto posthumano de Braidotti es su relacionalidad, un factor que alcanza valor ontológico y fundamenta una ética afirmativa y la política que de ella pueda extraerse. La interconexión de cada cuerpo con todo lo que le rodea y afecta se rige por el principio de sostenibilidad de todo el conjunto relacional, que termina alcanzando a una comunidad ampliada a lo global. De ahí que, para mantenerse dentro de los umbrales de sostenibilidad, Braidotti proponga una serie de marcos dinámicos en los que experimentar las relaciones, entre los que se encuentran el principio de no rentabibilidad, el énfasis en lo colectivo, la aceptación de contaminaciones virales, o el papel central de la creatividad. La dimensión creativa, visionaria, profética, metafórica es el corazón de este proyecto y se activa desde la afirmación, la innovación y la radicalidad feminista y poscolonial.

La propuesta de Rosi Braidotti ha suscitado muchísimas críticas, entre ellas la de una impotencia política producida una posición puramente academicista. Sí se admite su utilidad para producir microprácticas para la vida cotidiana, pero se consideran inútiles si no van acompañadas de un proyecto de macropolítica global. Son objeciones que, acaso dentro de una consideración de lo político muy centrada en lo institucional y lo macroeconómico, parecen esperar algún tipo de rentabilidad inmediata o a gran escala de dispositivos poético-políticos que buscan afectar de otra manera. Son críticas que, además, se realizan muchas veces desde el exterior de las epistemologías feministas debido a la desconexión con la producción filosófica de las mujeres de la que hablamos al principio.

En general, se suele admitir la contribución del pensamiento feminista a las reflexiones que incumben a la categoría género, pero fuera de ese dominio es difícil disputar la voz. Esta centralidad de género es especialmente importante en el feminismo español, quizá porque el primero es un ingrediente esencial en las políticas públicas progresistas y el desarrollo y operatividad del segundo tuvo mucho que ver con el impulso que recibió del partido socialista durante los años 80 y 90. Cuesta abrir el par feminismo-género de forma que emerja la utilidad política de los otros feminismos, esos que exploran las diferencias encarnadas que trascienden el concepto jurídico de igualdad o la potencia emancipadora de las ontologías relacionales, los análisis antirracistas y las herramientas situadas, como ocurre en el feminismo decolonial, negro, chicano o caribeño. Sin embargo, una consideración fuertemente política de las epistemologías situadas y sus figuraciones podría ampliar el horizonte de lo posible para las mujeres, sobre todo ante la amenaza de lo que la filósofa italiana Ida Dominijanni llama “espectralización del feminismo”, en el que este se limitaría a reaparecer una y otra vez como un fantasma vacío de significado con el objetivo de domesticar nuestros deseos y naturalizar el orden de las cosas.

Contra la espectralización del feminismo, y también contra el régimen anestésico de la sensibilidad que produce la inmersión mediática, podría funcionar el antídoto de un feminismo reconstruido a partir de connotaciones fuertes, que recurra a herramientas conceptuales que ofrezcan resistencia a su captura por parte del aparato neoliberal. Unas herramientas que bien pudieran provenir de los conocimientos situados de las figuraciones poético-políticas del yo que crean las pensadoras materialistas y de frontera. Asumir como eje los saberes concretos surgidos de la ubicación precisa de los sujetos en lucha no significa arrumbar unas agendas por otras, sino visualizar exactamente para qué nos reunimos sin dar a nada ni a nadie por sentado. Reconocer la expresión situada de subjetividades que responden creativamente ante el imaginario común, reelaborando sus deseos, expectativas y demandas desde su posición de sujeto concreta, quizá pueda hacer que el feminismo deje de ser percibido como lucha sectorial y se ofrezca a todos en todo su potencial emancipador. Un feminismo capaz de acoger a las mujeres-puente que llevan años entre nosotros. Mujeres como Natalia Andújar, profesora y activista que publicó en su cuenta de Facebook una reflexión que hubiera podido firmar Gloria Andalzúa:

Cansada del concepto de identidad, de los discursos identitarios. Cansada de la manera estanca en la que hoy en día teorizan lxs intelectuales, en la que asignan espacios y maneras de sentir ajenas a nuestra propia realidad. Cansada de lxs expendedores de carnets, de lxs que tienen el poder de nombrar y clasificar, de lxs que nos reducen a ser una etiqueta, un concepto simple, no permeable, inmóvil, razonable y racional. Cansada de no encajar en ninguno de esos lugares llenos de geografía vacía, que solo cobran sentido fuera de sus fronteras porque sin ellas dejan de existir. No vivo en la frontera, soy frontera. Mujer y musulmana. Feminista y musulmana. Española y migrante. Francesa y extranjera. Madre y maternidad mestiza. Urbana y amputada de la naturaleza que me habita. Charnega y catalana. Racional e hipersensible. Egoísta y entregada. Soy y no soy. Aspiro a que las fronteras desaparezcan, pero si es para crear nuevos centros invasivos, me quedo en mi frontera, con sus travesías tortuosas y pasajes solo aptos para equilibristas pero con la certeza de poder disfrutar algún día de la libertad que nos ofrece la montaña elevada. Ese lugar que atraviesa las barreras creadas por los hombres y nos lleva a un estar profundo, que se comunica a través de un lenguaje universal que nos habla de nosotrxs entre ecos silenciosos de eterna respiración. Solo en la práctica diaria del equilibrio podremos encontrar el camino recto.

A vueltas con la identidad y la obediencia

Cuanto más me repito e interiorizo que eso que llamamos sujeto no existe más allá de la pura y dura materialidad, que nuestra subjetividad es un producto de los dispositivos del poder, que nos construyen y nos construimos con mayor o menor conciencia de nuestra capacidad para hacerlo, más concluyo que el asunto feminista que más me interesa es el de la obediencia. La teoría feminista desmonta los mecanismos que nos persuaden para que obedezcamos las reglas de la feminidad (las reglas de la inferioridad), mostrando de paso eso tan incómodo de ver y de reconocer como es la necesaria complicidad de las oprimidas, las que hemos naturalizado las reglas como benéficas, inevitables o incluso disfrutables. Una vez que dichos mecanismos alcanzan las meninges, todo es un sobresalto con el propio comportamiento y con la multitud de microfascismos que comienzas a detectar a tu alrededor. Es increíble la facilidad con la que los seres humanos acatamos las órdenes, cuanto más sutiles mejor, y las convertimos en nuestra fuente de feliz infelicidad. Estamos absolutamente confundidos y domesticados.

 

Chantal Maillard lo escribió como nadie en el gran e inagotable libro “La mujer de pie”:

«Es pertinente advertir que el yo, ese pronombre que adhiere al verbo y que señala como propios los actos que realizamos, se consolida con la repetición. En su ausencia queda una huella, una creencia. Sin ella nos sentimos desposeídos de “identidad”: vestido de tul que se tiñe del color de las emociones.

El tul es un tejido que se confecciona sin trama, tan solo mediante el entrecruzamiento de los hilos de la urdimbre. El especial torcido de los hilos permite obtener mallas muy variadas, tan variadas como puedan serlo las modulaciones senti-mentales. La mente tiene sus propios hilos: las cadenas de imágenes que segrega sin cesar. Del tipo de emoción que impregne el hilo dependerá su tono, de igual manera que de los pigmentos que se utilizan en el teñido de la seda dependen la pureza del color y su brillo.

Pero, y esto es lo más importante, por muy variada que sean las emociones son como el tul: sin trama. Nada hay bajo el velo, ningún yo. Según la densidad de la urdimbre el tejido dejará entrever la nada a la que viste o a la ocultará».

El feminismo que muchas vivimos como una vía hacia la subversión se despliega también en múltiples identidades que, por supuesto, se afirman a través de sus propios sistemas de reglas y consiguiente obediencia. Ahora mismo y desde hace ya algunos meses, he logrado un poco de tranquilidad frente a la tensión que obliga todo el rato a posicionarte admitiendo como únicas reglas las de la justicia encarnada en un cuerpo y una posición determinada. Hoy encuentro más paz en el caos de las de múltiples excepciones que en el orden de la teoría cerrada. Porque incluso cuando busco refugio último en ese anticapitalismo que vive en una nube sin Estado (autotrampa) encuentro siempre motivos para una fuga, una disensión, una contradicción. Es fácil dejarse capturar por el control, la claridad y la seguridad de la obediencia a unas reglas sin excepciones si nos negamos a cuestionar la existencia de la norma misma. ¿Por qué destruimos unas instrucciones para escribir otras? ¿Tanta necesidad tenemos de obedecer a etiquetas, procedimientos, fórmulas?

Jamás dejará de fascinarme la seductora manera en la que las mujeres somos disciplinadas en la obediencia desde nuestra misma infancia. Nos dicen que somos sometidas a la dictadura de la belleza del objeto y nos quejamos de que nuestros cuerpos han de entrar en un molde estándar, pero lo que en realidad se trabaja en nosotras es nuestra sumisión, el doblegar de nuestra voluntad, una suerte de domesticación radical que evita que pongamos en cuestión nuestra posición. Dicho de otra manera: nos programan para no disentir, para no cuestionar, para no plantear problemas. Nuestro fuerte son los protocolos más que la variaciones en la ruta. El confinamiento en el cuerpo y los cuidados no significa solamente que perdamos mucho tiempo en la consecución de unos objetivos intrascendentes, trampantojos en realidad, sino una quema de puentes mentales, la extracción de recursos de nuestra subjetividad. No se puede ser femenina sin ser obediente. Esta pedagogía de la sumisión, tan deudora de aquella otra que sin disimulos planteaba la Sección Femenina de la Falange Española, seguramente tiene que ver con la renuncia de muchas niñas a introducirse en campos profesionales donde detectar problemas y resolverlos es una cuestión central. Just guessing.

Esta didáctica de la obediencia me resulta inseparable en la evidencia de la identidad y la explosión de las políticas identitarias que vivimos hoy a rebufo de los nacionalismos y neofascismos varios. La construcción de una identidad al uso ha de servirse sí o sí de la obediencia a las normas que le dan acceso. El factor acatamiento resulta increíblemente importante a la hora de asumir políticamente una identidad, que se demanda como una posición extrañamente fija. Por eso Lena Dunham no puede adelgazar una vez que se ha constituido como gorda y abanderada del movimiento político por la diversidad de cuerpos. De ahí que Emma Watson no pueda mostrar las tetas una vez que se ha puesto traje de chaqueta para hablar sobre el entendimiento de los géneros ante la Asamblea de Naciones Unidas. Imposible que una feminista lleve velo, tal y como marcan las normas del feminismo hegemónico. Por descontado que este mismo feminismo repudiará los discursos que renuncien a reformar el Estados y aboguen por otro tipo de organización político-social. La urgencia del etiquetado de nuestra relaciones sentimentales tiene el mismo objetivo: identificar, constreñir, adjudicar una posición de la que se pueda extraer una suerte de identidad afectiva que promover o castigar. Intuyo que la militancia en las políticas de la identidad le viene de perlas al Estado, ya que favorece muchísimo la vigilancia de sus miembros. Cada vez tengo más claro lo necesario que resulta sacar todo lo que nos es preciado de los espacios de supervisión social y estatal.

Si hoy se visibiliza tan ordinariamente la relación necesaria entre obediencia e identidad es, probablemente, porque la distinción entre géneros está muriendo. Ojalá este pudrirse de las reglas de lo masculino y lo femenino sea otro indicativo del fallecer del capitalismo, un sistema de organización económica y social que se anunció con el exterminio masivo de las brujas, indomables mujeres con saberes no controlados ni por la ciencia ni por la Iglesia. Con el capitalismo, las normas de los géneros se volvieron las cadenas que llevamos puestas aún hoy, por mor del catolicismo, del control social o de la sumisión autoinflingida en favor de la aceptación de los otros. Paradójicamente, el mismo neoliberalismo que produce un enorme culto a la individualidad, castiga automáticamente la diferencia, condenada al desprecio y la marginación. El sistema permite (e incluso puede llegar a premiar en según qué círculos) ser feminista, gorda, bisexual, andrógina, lesbiana y hasta antisistema, siempre que el cuerpo que se atribuya tales identidades sea sexy, bello, vestido a la moda, rico. Una posición excelente para medir la hipocresía del sistema se sitúa en los cuerpos transexuales, musulmanes, gitanos o negros. Cuanto mayor sea la marginación que se destina a una determinada posición, más moda, más sex appeal y más riqueza requiere para su reconocimiento social.

Este reconocimiento por la vía del consumo me parece, sin embargo, menor. Es cierto que la realidad global de los flujos, económicos, migratorios, financieros, sentimentales, afecta también a la normativa arcaica del sistema sexo-género, que afloja en sus márgenes y en las generaciones más jóvenes para que puedan respirar el espíritu de sus tiempos. Pero estas identidades más dúctiles que sueñan con ser fluidas, estas posiciones en tránsito que hoy observamos en los más jóvenes, siguen muchas veces sujetas a la misma pedagogía de la obediencia que ató a las mujeres, ya que su ruta no incluyó el territorio del activismo político sino que responde a la expansión de los límites del culto al individuo. Me temo que la flexibilidad de las identidades bajo el neoliberalismo no es política, sino comercial. De ahí que me parezca tan importante y tan necesaria la experiencia política del transfeminismo como uno de los pocos lugares donde aún puede deconstruirse la didáctica de la obediencia al sistema heterocapitalista todo. ¿Será por su potencial subversivo que las llamadas feministas TERF, feministas de la poltrona, objeten de manera tan furibunda su integración en el feminismo?

Me desarman estas mujeres temerosas del peligro de disolución de la categoría “mujer” a manos de hombres supuestamente emboscados en lo queer y no cis. Encuentro en su actitud un sospechoso paralelismo con esa población anglosajona que, ante la pérdida del suelo identitario y la esperanza en una vida mejor que ha traído esta globalización a medias que nos han vendido, reaccionan a la defensiva, de la peor manera posible, casi autolesionándose: votando a Trump, votando Brexit. Estas mujeres, estas feministas cargadas de textos y de razones, no han leído a Joan W. Scott, quien en “El género: una categoría útil para el análisis histórico” hace ya 30 años escribía lo siguiente:

«La aparición de nuevas clases de símbolos culturales puede dar oportunidad a la reinterpretación o, realmente, a la reescritura del relato edípico, pero también puede servir para reinscribir ese terrible drama en términos todavía más significativos. Los procesos políticos determinarán qué resultados prevalecen -políticos en el sentido de que diferentes actores y diferentes significados luchan entre sí por alcanzar el poder. La naturaleza de ese proceso, de los actores y sus acciones, sólo puede determinarse específicamente en el contexto del tiempo y del espacio. Podemos escribir la historia de ese proceso únicamente si reconocemos que «hombre» y «mujer’ son al mismo tiempo categorías vacías y rebosantes. Vacías porque carecen de un significado último, trascendente. Rebosantes, porque aun cuando parecen estables, contienen en su seno definiciones alternativas, negadas o eliminadas».

¿Cómo defender una posición de cambio (un sujeto revolucionario, escribiría en el otro siglo) si esta ha de adscribirse a unas normas, a una obediencia? ¿Dónde podemos encontrar más desobediencia que en cierta posición de las mujeres trans? ¿Dónde más disolución y reconstrucción, en un sistema simpoético muy cerca de como lo sueña Donna Haraway, de la identidad sexual y de género? Hoy, cuando lo otro, a veces encarnado en mujeres, está produciendo tantas tensiones en lo político, parece que se abren otros antagonismos en disputa que no son recibidos con el mismo deseo. La irrupción del otro en el otro por antonomasia resulta tan disruptiva como la aparición de exiliados de guerra en nuestras fronteras: la primera reacción es negarlo, expulsarlo, anularlo. Así, en la construcción del sujeto político “mujer feminista” se sigue la llamada “lógica masculina” que Jorge Alemán define como “una identidad lograda en la medida en que expulsa lo que la amenaza”. No parece que esta lógica masculina entregada a la expulsión de lo distinto sea la idónea en los espacios para el cambio social y político, donde la atomización y la fluidez de identidades y adscripciones, construidas a partir de cuerpos que se reconstruyen constantemente en contacto con lo otro, previene de la existencia de una hegemonía y un consenso obligatorio.

Puede que en la teoría podamos rechazar la dictadura de las identidades, pero la realidad está transitada por cuerpos en los que se inscriben las líneas del poder que le corresponden a sus identidades, ya sea su género, su orientación sexual, su clase, su raza, edad, eligión, adscripción política, nacionalidad, diversidad corporal o funcional, etc. El antropólogo Luis Díaz Viana habla de “identidades de bricolage”, porque estamos constantemente tejiendo y destejiendo nuestro suelo identitario, e insiste en la necesidad de buscar “identidades que sean válidas para el futuro” en vez de “identidades esenciales”. Quizá debiéramos acatar la necesidad de identidades duras allí donde aún se reclama el mínimo de la justicia social y admitir que conforme ascendemos por la pirámide del poder conviene flexibilizar nuestro aferrar identitario. ¿Cómo sino podemos pedir a los hombres devenir mujer y a las mujeres y los hombres devenir musulmanas, precarias o pobres hasta proyectarnos en la circunstancia menos privilegiada de nuestra sociedad? ¿Cómo si no es con una identidad débil, nómada, podremos devenir vaca, cerdo y hasta devenir agua, para entender que nuestros gestos producen círculos concéntricos de afectación que se pierden más allá de nuestra percepción inmediata y son, a su vez, afectados?

Este asunto del role-taking, de ponerse en el lugar del otro, además de un concepto de la psicología, resulta central en la filosofía práctica. Lo leo en la revista Haser, en un fantástico artículo escrito por Alicia de Mingo Rodríguez, de la Universidad de Sevilla. De Mingo explica que ponerse en el lugar del otro es vital en situaciones hermenéuticas donde el sujeto racional y ético no solo ha de ejercer el privilegio de comprender el sentido común de un “nosotros”, sino que ha de ser “inquietado por lo que se refiere a la potencial insuficiencia de un role-taking no ejercitado en una esforzada práctica”. Ponerse en el lugar del otro no puede ser un fin en sí mismo ni encubrir desviaciones, perturbaciones y disensos. Esta investigadora propone que el ponerse en el lugar del otro suponga una “decepción terapéutica” o una “decepción programada” que permita perfeccionar la herramienta como una virtud, en el camino del reconocimiento del otro como un otro diferente, potencialmente disidente y conflictivo que, a su vez, puede reconocernos y que, en ningún caso, podemos suplantar ni puede suplantarnos. En su conclusión, De Mingo pone el foco en la mayor dificultad que enfrentamos a la hora de poner en práctica y perfeccionar esta virtud: no depende de la buena voluntad de uno, sino que requiere de la adquisición de cierto conocimiento expresivo.

Sin embargo, en algunas ocasiones, y en ello se constata que se trata de un problema epistémico, y no tanto de buena o mala voluntad, simplemente no se repara en que el “ponerse en lugar del Otro” debe operar contando con la capacidad expresiva del Otro mismo, es decir, que sólo puede operar eficazmente si previamente en verdad se ha aceptado y accedido a su diferencia, como tal, antes de e incluso más allá de la posibilidad del consenso”.