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El sujeto moderno de Kant a Trump: una propuesta de liquidación descolonial
En noviembre de 2015, tres ejemplares de macho político-periodístico se enredaron a propósito de Kant. El ciudadano Albert Rivera, el líder de la gente Pablo Iglesias y el gran preguntador Carlos Alsina debatían en un coloquio en la Universidad Carlos III cuando, ante la pregunta de un asistente, mentaron el nombre de Kant en vano: cayeron en la trampa del name-dropping sin haber leído nada del de Königsberg y fueron el chiste nacional durante unas horas. Sin embargo, su querencia kantiana tiene sentido: existe una afinidad invisible, suspendida, automática que enlaza a estos hombres poderosos de hoy con los padres de la Modernidad del ayer. Ellos son, más o menos, el sujeto moderno que aquellos pensaron, su proyecto hecho carne. Encarnan la fe incuestionable en la ciencia y la tecnología, el culto al progreso y el crecimiento, el liderazgo individualista, la europasión imperial y la mirada cosificadora y extractiva. ¿Acaso una raza superior? Precisamente este artículo enlaza fantásticamente el sujeto de la Modernidad con el nazismo (aunque resulta descorazonadora su clausura de la posibilidad de otra cultura que no sea la hegemónica). En todo caso, entre sujetos omnipotentes andaba el juego de la filosofía y ahí siguen sus creaciones, dándose cabezazos contra las paredes cual boxeador ciego de golpes.
Sin ser yo nada de lo anterior, he pecado mucho de kantiana. He sido muy platónica, muy descartiana, muy hegeliana pero, sobre todo, muy kantiana. Me obnubilaba la idea de la idea y la idea del llevar dentro de la cabeza un mundo, una galaxia, un universo autosuficiente al que escapar. ¿Y el cuerpo? En el limbo de la invisibilidad blanco-burguesa. Encontraba en el heroico sujeto moral de Kant, ese caminante que mira un mar de nubes en el cuadro de Friedrich, el evidente camino de la regeneración de lo humano. Así, a lo universal. En plan Moral Wars. El imperativo categórico (lo humano como un fin, jamás como un medio) me confortaba tanto como el recuerdo del arroz con leche a la murciana que me hacía mi madrina. Pero el imperativo categórico, alimentado hoy I know por el marco cristiano-católico que alojaron en mi subconsciente de niña (la monja en mí), llevaba bicho. Algunas miramos lo que la mano agita ante nuestros ojos sin darnos cuenta de que, con la otra, nos han metido algo en el bolsillo.
La definición que más me gusta de ese bicho la encuentro en el hit de Nitezsche: «El que lucha con monstruos debe tener cuidado para no resultar él un monstruo. Y si mucho miras a un abismo, el abismo concluirá por mirar dentro de ti» (Más allá del bien y del mal, 1886: 146). Ya tenemos ahí el impulso de dominación y la obsesión, dos virtudes primordiales del bicho que me ocupa: el susodicho sujeto moderno. Nietzsche fue uno de sus más fieros críticos, asqueado por su separación y enfrentamiento a la naturaleza y su condena de soledad. Hay que amar a Nietzsche por dionisíaco y, sobre todo, por esta denuncia suya del hombre moderno, del sujeto moderno de la Ilustración. El que, por otra parte, seguimos hoy sufriendo en silencio, cual hemorroides de la subjetividad. Este sujeto peligroso es el hombre que mira, el genio, el creador, el científico observador que convierte todo lo que tiene frente a los ojos en objeto. El cosificador universal y dios controlador de todo lo que existe. Tal es su poder, que si cierra los ojos, el mundo desaparece. En palabras de James Cameron:
Muchos han sabido ver el peligro de este sujeto, una creación europea que tras devorar el mundo trata de engullirse a sí mismo. Sin embargo, las mejores definiciones del bicho las encuentro en los territorios arrasados por el colonialismo y la colonialidad (del poder, del género, del ser, de la democracia liberal), donde deconstruir a este engendro nuestro es una cuestión de vida o muerte. El retrato que hacen de nuestra desmesura, de cómo les arrojamos a la inhumanidad, es el abismo donde los monstruos miramos para reconocernos como el horror, el horror. En La hybris del punto cero (2005 ), el colombiano Santiago Castro Gómez explica cómo el avance científico a lomos de la física y las matemáticas causó un ansia de reformulación racionalista del mundo tal, que convenció a los filósofos del siglo XVII de que existe un lugar neutro y no contaminado de observación social. Descartes recomendó pues abandonar las viejas ideas sobre lo humano y volver a construir todo el conocimiento desde un punto cero: «El del comienzo epistemológico absoluto, pero también el del control económico y social sobre el mundo. Ubicarse en el punto cero equivale a tener el poder de instituir, de representar, de construir una visión sobre el mundo social y natural reconocida como legítima y avalada por el Estado. Se trata de una representación en la que los “varones ilustrados” se definen a sí mismos como observadores neutrales e imparciales de la realidad». Toda la antropología pragmática de Kant, tomada como filosofía primera por la antropología filosófica que estudiamos hoy las esforzadas sufridoras de la Uned, gira alrededor de un punto cero de la moral, un fundamento trascendental que garantice un estatuto de universalidad. Ser Masters del Universo.
El punto cero, en realidad, cobija al sujeto moderno. Varón, blanco, burgués, heterosexual, católico, impulsor del proyecto capitalista que convirtió Europa en el amo del mundo. “La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los hindúes amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores y en el fondo se encuentra una parte de los pueblos americanos”, dejó escrito nuestro filósofo favorito. Algo después, Hegel nos entregaría esta perla: “Los americanos viven como niños, que se limitan a existir, lejos de todo lo que signifique pensamientos y fines elevados… (…) En África nos encontramos con lo que se ha llamado la “edad de la inocencia”, en la que se supone que el hombre vive de acuerdo con Dios y la naturaleza. En este estado, el hombre no es todavía consciente de sí mismo…, este estado natural primitivo es en realidad un estado de animalidad. El paraíso era un parque zoológico en el que el hombre vivía en un estado animal de inocencia”. Sus pareceres en Filosofía de la historia (1830) niegan el tiempo de la civilización y la historia a más de medio mundo. Esta separación entre lo uno y lo otro por razones cromáticas arraiga en la ontología que funciona en una civilización: en la consideración del ser en lo que existe. En Occidente, estamos ontológicamente programados para considerar todo lo que no es uno, objeto, instrumento, posibilidad, beneficio o infierno. Por ello, no podemos hablar de la Modernidad que aún nos rige sin mentar su reverso tenebroso: la Colonialidad. El sujeto moderno no solo camina por las altas cumbres, se embelesa en sus propios pensamientos e inventa prodigios y maravillas. También expropia territorios ajenos, esclaviza, saquea y mata. De ahí que no podamos volver a escribir nunca más sujeto moderno sin adosarle su hermano invisible: sujeto moderno/colonial. Toda la ciencia que la Modernidad derramó sobre Europa se produjo a fuerza del oro y el trabajo esclavo que infringió Colonialidad. Y el sistema, con algunos ajustes cosméticos, sigue funcionando.
El venezolano Edgardo Lander habla en La colonialidad del saber, eurocentrismo y ciencias sociales (2000) de las múltiples separaciones que construyen al hombre occidental y, entre ellas, destaca la que operó Descartes (1696-1659), padre de la filosofía moderna:
Es sin embargo a partir de la Ilustración y con el desarrollo posterior de las ciencias modernas cuando se sistematizan y se multiplican estas separaciones. Un hito histórico significativo en estos sucesivos procesos de separación lo constituye la ruptura ontológica entre cuerpo y mente, entre la razón y el mundo, tal como ésta es formulada en la obra de Descartes. La ruptura ontológica entre la razón y el mundo quiere decir que el mundo ya no es un orden significativo, está expresamente muerto. La comprensión del mundo ya no es un asunto de estar en sintonía con el cosmos, como lo era para los pensadores griegos clásicos. El mundo se convirtió en lo que es para los ciudadanos el mundo moderno, un mecanismo desespiritualizado que puede ser captado por los conceptos y representaciones construidos por la razón.
Esta total separación entre mente y cuerpo dejó al mundo y al cuerpo vacío de significado y subjetivizó radicalmente a la mente. Esta subjetivación de la mente, esta radical separación entre mente y mundo, colocó a los seres humanos en una posición externa al cuerpo y al mundo, con una postura instrumental hacia ellos. Se crea de esta manera, como señala Charles Taylor, una fisura ontológica, entre la razón y el mundo, separación que no está presente en otras culturas. Sólo sobre la base de estas separaciones –base de un conocimiento descorporeizado y descontextualizado– es concebible ese tipo muy particular de conocimiento que pretende ser des-subjetivado (esto es, objetivo) y universal.
Pero, cuidado, porque esta separación radical defendida por Descartes y alimentada por el escepticismo del pensar, de la duda permanente, no era tan original como pensamos: con la empresa colonizadora española de los siglos XV y XVI, génesis del capitalismo y la colonialidad racista, ya se desarrolló un ego conquistador caracterizado por la sospecha permanente acerca de la inhumanidad/casihumanidad de los desconocidos pobladores que salían a su paso. Tiene sentido que, ante la posibilidad de una acumulación de riquezas jamás antes posible en la historia, el sujeto premoderno elija cosificar su objeto de deseo para justificar la extracción, el despojo, la esclavitud y el espolio de todo. Lo cuenta el dominicano Nelson Maldonado-Torres en Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto (2007):
La certidumbre del sujeto en su tarea de conquistador precedió la certidumbre de Descartes sobre el “yo” como sustancia pensante (res cogitans), y proveyó una forma de interpretarlo. Lo que sugiero aquí es que el sujeto práctico conquistador y la sustancia pensante tenían grados de certidumbre parecidos para el sujeto europeo. Además, el ego conquiro proveyó el fundamento práctico para la articulación del ego cogito. Dussel sugiere esta idea: “El “bárbaro” era el contexto obligatorio de toda reflexión sobre la subjetividad, la razón, el cogito” (1996, p. 133). Pero, tal contexto no estaba definido solamente por la existencia del bárbaro o, más bien, el bárbaro había adquirido nuevas connotaciones en la modernidad. El “bárbaro” era ahora un sujeto racializado. Y lo que caracterizaba esta racialización era un cuestionamiento radical o una sospecha permanente sobre la humanidad del sujeto en cuestión. Así, la “certidumbre” sobre la empresa colonial y el fundamento del ego conquiro quedan anclados, como el cogito cartesiano, en la duda o el escepticismo.
Enrique Dussel, el sabio argentino, llama a esta manera de pensar europea en la que entre el sujeto que conoce y el objeto conocido solo puede existir una relación de exterioridad y asimetría «ontología de la totalidad», y con ella explica el bloqueo de toda posibilidad de intercambio de conocimientos entre culturas en Occidente, puesto todo lo que no pertenece a Europa, todo lo que es exterior, se clasifica como barbarie. A esta «ontología de la totalidad», Dussel suma el «mito eurocéntrico de la modernidad», la pretensión que identifica la particularidad europea con la universalidad y en el que se funda la «falacia desarrollista», según la cual todos los pueblos de la tierra deberán seguir las etapas de desarrollo marcadas por Europa con el fin de obtener su emancipación social, política, moral y tecnológica. La civilización europea es el fin de la historia mundial. Viva Hegel y viva Fukuyama. Cerremos esta irrupción del espanto de la Colonialidad en el gozoso relato de la Modernidad con una cita de La poscolonialidad contada para niños (2005), de Santiago Castro-Gómez, en la que comenta Imperio, de Hardt y Negri:
La Ilustración pretendía legitimar, a través de la ciencia, la instauración de aparatos disciplinarios que permitieran normalizar los cuerpos y las mentes para orientarlos hacia el trabajo productivo. En este proyecto ilustrado de normalización el colonialismo encajó como anillo al dedo. Construir el perfil de sujeto «normal» que el capitalismo necesitaba (blanco, varón, propietario, trabajador, ilustrado, heterosexual) requería la imagen de un «otro» ubicado en la exterioridad del espacio europeo. La identidad del sujeto burgués en el siglo XVII se construyó, a contraluz, mediante las imágenes que cronistas y viajeros habían difundido por toda Europa de los «salvajes» que vivían en América, África y Asia. Los valores presentes de la «civilización» fueron afirmados a partir de su contraste con el pasado de barbarie en el que vivían quienes estaban «afuera». La historia de la humanidad fue vista como el progreso incontenible hacia un modo de civilización capitalista en el cual Europa marcó la pauta sobre las demás formas de vida. El aparato trascendente de la Ilustración procuró construir una identidad europea unificada y, para ello, recurrió a la figura del «otro colonial» (Hardt y Negri 2001:149).
Todo este abundar en la subjetividad moderna/colonial viene a cuento de dos extraordinarios artículos que he leído esta semana en websites digitales (benditos sean): un fantástico análisis sobre la crisis del estado nación que nos remite fatalmente a la imagen de un mundo que se consume mientras Trump, Putin y demás sujetos imperiales tocan la lira; y el relato definitivo acerca de las razones del advenimiento de Trump y su manera de operar, escrito por Wendy Brown. Ambos describen cómo todo tipo de emociones negativas (miedo, ansiedad, humillación, rabia, frustración) nos remiten a una versión máximamente empoderada (imperial) del sujeto moderno y terminan empujándonos a buscar seguridad en figuras autoritarias, esquizofrénicas, “fascistas solares” que prometen salvarnos del apocalipsis mientras nos destruyen. El primero habla, directamente, de gangsterismo estatal. El segundo, de un “neoliberalismo Frankenstein” que ha mutado las democracias liberales en regímenes autoritarios, plutocráticos y etnonacionalistas. Se nos fue el monstruo trascendental del progreso a toda costa de las manos y, en vez del atildado caminante que se regodea en su espiritualidad contemplativa, ahora nos encontramos con algo muy parecido a Shadow King: un parásito predador de todo lo que existe.
En 1989, Feliz Guattari escribió lo siguiente en Las tres ecologías:
Hoy menos que nunca puede separarse la naturaleza de la cultura, y hay que aprender a pensar «transversalmente» las interacciones entre ecosistemas, mecanosfera y Universo de referencia sociales e individuales. De la misma manera que unas algas mutantes y monstruosas invaden la laguna de Venecia, las pantallas de televisión están saturadas de una población de imágenes y de enunciados «degenerados». Otra especie de alga, que en este caso tiene que ver con la ecología social, consiste en esa libertad de proliferación que ha permitido que hombres como Donald Trump se apoderen de barrios enteros de New York, de Atlantic City, etc., para «renovarlos», aumentar los alquileres y expulsar al mismo tiempo a decenas de millares de familias pobres, la mayor parte de las cuales están condenadas a devenir homeless, el equivalente aquí de los peces muertos de la ecología medioambiental. También habría que hablar de la desterritorialización salvaje del Tercer Mundo, que afecta conjuntamente a la textura cultural de las poblaciones, al hábitat, a las defensas inmunitarias, al clima, etcétera. Otro desastre de la ecología social: el trabajo de los niños, ¡que hoy día es más importante que en el siglo XIX! ¿Cómo recuperar el control de esta situación que hace que constantemente estemos al borde de catástrofes de autodestrucción?
La exactitud de su diagnóstico hace ya 30 años da escalofríos… Pero, ¿esto es lo que hay? ¿Debemos seguir jugando esta partida orquestada por un rey loco? ¿Nos abandonamos al automatismo y la inercia que nos provocan los dispositivos? Este nihilismo, este apocalipsis, esta condición póstuma (Marina Garcés dixit) que nos envuelve y nos paraliza se retroalimenta de la negatividad que nos genera pensar que estamos abocados a la autodestrucción. Es el mismo sujeto que inventó la máquina del supuesto progreso el que, devorado por su propia obra, se repliega sobre sí mismo y cierra los ojos para no ver más que donde pisa. ¡Sálvese quien pueda! Ahora que es nuestra la carne que combustiona en la máquina sacrificial capitalista, cerramos la persiana por escapismo, por desesperación, por depresión y, sobre todo, por miedo. Nada existe más ciego que el miedo y nadie sabe más de miedo que las mujeres racializadas. El miedo es un lugar central de pensamiento y de acción, no en vano las zapatistas llamaron a su encuentro en Chiapas del 8 de marzo refiriéndose directamente al miedo. Lo cuenta la investigadora mexicana Sylvia Marcos: «Su invitación decía: «Si ustedes no tienen miedo o tienen miedo pero lo controlan, vengan». Las zapatistas ya están aceptando y construyendo a partir del hecho de que tenemos miedo. Rompamos ese miedo, dicen las zapatistas. Te das cuenta de la sabiduría que hay ahí y que se explica por su propio proceso de subjetivación: ellas viven en un territorio permanentemente hostigado, con matanzas y desapariciones constantes. Ellas viven con miedo, pero lo controlan y se organizan». Cargar con el miedo y el dolor sin derrotarlo, simplemente asumiéndolo, ha sido en la cultura popular tarea del héroe guerrero y conquistador, qué ironía. Frank Herbert escribió para Dune una letanía esclarecedora: “I must not fear. Fear is the mind-killer. Fear is the little-death that brings total obliteration. I will face my fear. I will permit it to pass over me and through me. And when it has gone past, I will turn the inner eye to see its path. Where the fear has gone, there will be nothing. Only I will remain”.
Con el miedo en el cuerpo y la muerte en los talones también aquí importa más comprender el giro descolonial: allí donde vamos a hacernos cargo del racismo de nuestra tradición cultural, de nuestra civilización toda. La teoría descolonial es la hoguera de San Juan que nosotros mismos hemos prendido, un lugar de purificación que también es pira de sacrificio. Yo también creo como Yuderkis Espinosa que el feminismo blanco tiene que autodestruirse para continuar. Hemos de sumarnos al espanto que, en la mirada descolonial, sustituye al asombro como impulso filosófico. Maldonado-Torres (La descolonización y el giro descolonial, 2008) describe el pensar descolonial en los siguientes términos: «El pensador en este caso no busca meramente hallar la verdad sobre un mundo que se le aparece como extraño, sino determinar los problemas de un mundo que se le aparece como perverso y de hallar las vías posibles para su superación. La búsqueda de la verdad aquí está inspirada no por el desinterés teórico, sino por la no-indiferencia ante el Otro, expresado en la urgencia de contrarrestar el mundo de la muerte y de acabar con la relación naturalizada entre amo y esclavo en todas sus formas. La teoría surge en este caso con un ‘telos’ o finalidad definida: esta es la restauración de lo humano o la construcción del mundo del Tú, tal y como Fanon lo plantea (1973:192). La pregunta del qué y para qué conocer queda respondida aquí en términos de la oposición a la muerte del Otro y la posibilidad de la generosidad y el amor como superación de divisiones jerárquicas naturalizadas».
No esperemos, de momento, tal generosidad. La cuenta pendiente es larga y nuestras intenciones, poco claras. Enfrentadas a la potencia epistemológica de la teoría descolonial, a la fuerza de su verdad y a su poder terapéutico, las europeas no podemos más que escuchar, retribuir en lo posible y dar un paso atrás. No dejar de mirarnos en el espejo que nos espanta, pero hacernos cargo de nuestra herencia y operar en nuestra tradición. Qué deshonestidad toda traducción que se sirva de la colonialidad para no mencionar, expresa y primeramente, el racismo. Qué ligereza pretender interseccionalidad en las bases mientras el reparto de poder sigue siendo exactamente el mismo en los despachos. Qué fraude acudir a la diversidad sin asumir la multiplicidad de agravios que operan en una matriz de dominación (según la entiende Patricia Hills Collins). El impulso predador del sujeto moderno/colonial llega hasta las mismas conceptualizaciones que han de procurar alivio a los ya despojados de las mismas. Es necesario asumir un lugar de enunciación encarnado en nuestro cuerpo y entender sus límites: ¿Hasta dónde llega mi entender dada mi experiencia como mujer, europea y blanca? No más allá de mis zapatos. El punto de vista feminista de Sandra Hading y la corrección-puntualización de Chandra T. Mohanty hace tiempo que ha teorizado el privilegio epistémico de las miradas que se elevan desde el mismo suelo o desde el puro subsuelo.
El universalismo ciego que nos ha traído hasta aquí supone una desmesura cruel. Por fin identifico esa hybris en el feminismo que hoy se vocea desde tantos lugares y gracias a mujeres que encuentran en él cierto alivio rápido. En realidad, la primera vez que sentí que algo andaba mal, muy mal, en mi pensar fue al leer a prostitutas latinoamericanas en sus perfiles de Facebook. Con la claridad de un rayo supe que, por convincente que sea un marco teórico elaborado con las más finas hierbas de la campiña francesa (el abolicionismo que lleva por bandera el llamado feminismo radical), resulta indefendible la pretensión de trasplantarlo a fuerza de universalismo ciego. ¿Quién puede arrogarse el poder de determinar cómo debe sobrevivir una mujer en Perú, Colombia, Brasil o Barcelona? De ninguna manera yo misma: ¿acaso no contribuyo yo con mi trabajo de periodista a perpetuar un sistema de dominación (la maldita moda) tan poderoso simbólica y económicamente como el de la prostitución? ¿Quién y desde qué lugar dictamina las condiciones de supervivencia de una mujer? ¿Por qué unas estamos bendecidas para navegar como podamos las sucias aguas del capitalismo mientras otras tienen que preocuparse de que no les pinchen el salvavidas? Quién, dónde, cómo. Lugar de enunciación, territorio, política. Una vez que identificas al sujeto moderno/colonial de la Ilustración, se deshilachan sus productos y subproductos. Amelia Valcárcel dijo que «el feminismo es el hijo no deseado de la Ilustración». Las feministas blancas nos centramos en «no deseado» (el lugar de la víctima) pero podríamos detenernos en que, deseado o no, somos progenie de un paradigma desmesurado, desencarnado, desterritorializado. Dice Sylvia Marcos:
La comunidad no tiene que ver con la identidad. Tiene que ver con el territorio. Compartes el territorio. Eso es lo que nos han tratado de enseñar los zapatistas. Cuando te dicen tu territorio es el edificio donde vives, ¿qué te estás diciendo? Pues que vivirás con gente de muchos lados, pero lo importante es que compartís un territorio. Aunque sea urbano. Ahí es donde hay que construir la política y la transformación. Es la Modernidad la que está matando esa responsabilidad colectiva de cuidarnos unos a otros en los territorios. Por eso para mí la Modernidad no es recuperable en ningún caso.
Deshacer la modernidad y encarnar lo político supone, en la propuesta de las filósofas materialistas feministas, retroceder hasta el siglo XVI y leer a Spinoza, Nietzsche, Foucault y Deleuze en vez de optar por la vía kantiana. El sujeto que nos encontramos en este universo no tienen nada que ver con la apisonadora moderna: no es unitario, no es trascendental, no está solo. Dejamos atrás la pesadilla de lo humano y comenzamos a visualizarnos en lo posthumano, como materia enlazada con toda la materia animada que existe a nuestro alrededor, ensamblados a todo tipo de prótesis materiales y mediados inevitablemente por la tecnología. Esa unidad de pensamiento moderna, esa conciencia egomanía sobre la que ha girado la manera en que nos visualizamos desde siempre, se rompe en mil pedazos. La inteligencia se derrama sobre todo lo vivo y lo no vivo y alcanza infinitas formas y resultados en insospechadas alianzas. El reencuentro con la inteligencia de lo vivo se abre ya paso en los productos de la cultura. En Aniquilación (Alex Garland, 2018), una bióloga (Natalie Portman) vive en propia carne la transmisión de adn entre todo lo vivo, una versión terrorífica de los monstruos y las alianzas de especies compañeras que desde hace tiempo teoriza otra bióloga, Donna Haraway. Resulta tremendamente sugerente que el director opte por elucubrar sobre una entente de especies distintas desde lo terrorífico y no desde lo esperanzador. ¿Acaso no es lo humano lo máximamente terrorífico? ¿No es mucho más escalofriante que nos estemos hibridando con el plástico que llega a nuestros intestinos a través del agua o con el glifosato de los herbicidas?
Tenemos que seguir vigilando nuestro bolsillo cuando miramos lo que se agita ante nuestros ojos. El entretenimiento y la cultura se han convertido en frentes privilegiado de la guerra del capitalismo avanzado pues operan suave y directamente en nuestra subjetividad. Necesitamos identificar, visibilizar y contrastar los significados que nos suministran y descentrarlos en mil interpretaciones para no dejarnos afectar tantísimo por ellos. Sospechemos de las seducciones que clasifican, jerarquizan y nos apartan. Comprometámonos con las políticas afirmativas y alegres que producen afirmación y alegría contra el miedo. Es una de las exhortaciones que realiza Rosi Braidotti en Por una política afirmativa. Itinerarios éticos (2018): «La afectividad juega un papel clave, ya sea en el trabajo de Haraway sobre el cíborg o en mi reflexión sobre el sujeto nómada. En ambas perspectivas está la invención de un nuevo estilo conceptual, que se niega a comprometerse en críticas negativas fines en sí mismas, prefiriendo en cambio partir de relaciones positivas y potenciadoras con textos, autores e ideas. El acento cae sobre el estilo cognitivo empático o de la profunda afinidad: es la capacidad de compasión que junta la potencia del entendimiento y la fuerza de resistir en sintonía con las personas, con toda la humanidad, con el planeta y la civilización en su conjunto. Se trata de una capacidad extrapersonal y transpersonal que debería ser conducida al abrigo de cualquier intento de universalista. La empatía arraigaría en la inminencia radical del sentido de pertenencia y responsabilidad hacia una comunidad, un pueblo y un territorio. Esta línea de una ética transversal produce un estilo teórico particular».
Que no nos importe la incomprensión. Marshall Berman escribe en Aventuras marxistas. Todo lo sólido se desvanece en el aire (1999).
La humanidad no puede aguantar demasiada realidad, incluso en el mejor de los tiempos; cuando la realidad es vergonzante o sombría, es aún más difícil de encarar. Un grupo social bajo presión es tan propenso a desarrollar mecanismos de defensa como un individuo en terapia; a exhibir las más elaboradas estrategias de resistencia (Freud) y ponerse la más gruesa e impermeable armadura de carácter que uno puede encontrar (Reich), para eludir el enfrentamiento con hechos desconcertantes. El paciente puede no escuchar cuando se le explica el argumento más revelador, o puede repetida y convenientemente olvidar, o puede gritar improperios muy alto en un esfuerzo de ahogar cualquier pensamiento perturbador que le surge de repente.