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Vivir del cuerpo (retomando a Cristina Pedroche y sumando a María Pombo)

De todo lo que me ha enseñado el feminismo, me ha sorprendido muchísimo descubrir o, más bien, darme cuenta de que cuando hablamos, siempre hablamos del cuerpo. De un cuerpo situado en una edad, una raza, un género, un sexo, una clase, una ciudad, una nacionalidad, una capacitación, una ideología, una subjetividad, una sensibilidad, unos deseos… Incluso en el discurso más abstracto y descorporeizado que podamos imaginar, el de las matemáticas, el de los derechos humanos, el de las cláusulas de apertura de una cuenta bancaria, toparemos con un cuerpo de por medio. En realidad, con una serie de cuerpos que se topan entre sí produciendo las relaciones mismas en las que, precisamente, nos hacemos cuerpo. Surgimos en el fenómeno, como nos explica Karen Barad.

Más acá de estas cuestiones de ético-onto-epistemología (porque, como dice Donna Haraway, “importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué historias crean mundos, qué mundos crean historias”), el cuerpo es nuestro medio de vida. Tanto, que prácticas repetitivas como la profesión nos van disciplinando el cuerpo, desgastándolo tanto como la vida misma. Nuestra cultura, eso sí, impone una consideración distinta de las prácticas de trabajo en función de qué parte del cuerpo sea inequívocamente necesaria para la acción. Ahora mismo, vemos cómo trabajos artesanos que antaño apenas eran valorados se consideran (se pagan) cada vez más, sobre todo si entran en la cadena de valor del mercado neoliberal. El uso de las manos está al alza. Sin embargo, el trabajo cognitivo de los periodistas se paga a un precio ínfimo, síntoma de que el saber técnico del periodismo está dejando de ser útil a la sociedad. El uso del cerebro se va a resentir con la llegada de la inteligencia artificial, al menos en sus tareas más previsibles. Sin embargo, en Japón ya se paga más de 125 euros por una hora de conversación.

El prestigio o desprestigio del cuerpo varía en función de qué uso le demos, eso es algo que vemos claramente en el trabajo sexual/prostitución. Su desprestigio es una constante desde el mundo griego y desde entonces viene funcionando una jerarquía que abarca desde las ‘pornai’ esclavizadas por un ‘pornoboscós’ o proxeneta hasta las cultas e independientes ‘heteras’ como Aspasia, muy cercanas a la figura de la geisha o de ciertas escorts de lujo que acompañan hoy a los más ricos. Se percibe, sin embargo, cierto movimiento en la consideración social de la prostitución/trabajo sexual en una doble dirección. Por abajo, por así decirlo, la organización sindical de la prostitución sitúa esta manera de ganarse la vida como una cuestión política, que se considera dentro del mismo marco liberal de autodeterminación que rige, por ejemplo, en el feminismo continental. La libertad para vivir del cuerpo en esta modalidad es un argumento principal, pero también otras consideraciones sociales como la falta de derechos o la relación de la prostitución con la Ley de Extranjería, como mecanismo de producción de cuerpos disponibles para los trabajos más forzados.

El debate entre Sócrates y Aspasia

El debate entre Sócrates y Aspasia, de Nicolas André Monsiaux.

 

Por arriba, lo que parece producirse es una glamurización de la prostitución a través de uno de los canales masivos de producción de consenso cultural que aún tenemos en pie: la televisión. No me refiero a películas y series, aunque algo tiene que ver en todo esto que la ficción nos plantee tan insistentemente pensar sobre el asunto con productos más o menos estetizados (Harlots, The Deuce, The Girlfriend Experience, La Veneno o Secret Diary of a Call Girl, que yo recuerde). Me refiero a Telecinco, donde cada vez más insistentemente se cuenta con escorts como personajes de reality y se habla del trabajo sexual abiertamente y sin recurrir muchas veces al marco moralizante automatizado. También en espacios de prestigio audiovisual (?) como ‘La Resistencia’ hemos visto a escorts, hombres y mujeres. La televisión da entrada no a la prostituta de calle o proletaria, pero sí a la escort súper producida (siliconas, bótox, extensiones) con clientes en, por ejemplo, Dubai. Otro estrato de esta glamurización de la prostitución se realiza a través del fetichismo tecnológico: ahí está toda esa fuerza de trabajo corporal que se despliega en la plataforma Only Fans, mínimamente desprestigiada y máximamente publicitada.

El mecanismo capitalista de la glamurización, con ayuda de la magia digital, es capaz de prestigiar las expresiones lujosas de la prostitución y convertirlas en objetivo de lo aspiracional, como un trabajo que sí premia directamente la dedicación a las placenteras tecnologías de la belleza y el culto al cuerpo que tanto se han democratizado. Estaríamos ante un mercado de trabajo que gira en torno a un determinado tipo de cuerpo, demandado por igual en las redes sociales, los programas de Telecinco, los ‘reality shows’, los bolos de las discotecas, Only Fans y, seguramente, muchísimos negocios que busquen este tipo de reclamo. Este cuerpo, caracterizado por una exacerbación de los caracteres sexuales secundarios en hombres y mujeres, era una excepción en el espacio ‘mainstream’ hace un par de décadas, cuando Yola Berrocal era observada como una extravagancia o un fenómeno friki.

 

Podemos comprobar fácilmente la potencia de este mecanismo capitalista de la glamurización con acento ‘tech’ en el mundo de las influencers, una figura en principio denostada (recordemos: en 2007 era vulgares ‘mujeres anuncio’) que en tiempo récord se ha reposicionado como relevo de las actrices y famosas en el mundo de la publicidad y la moda. Fijémonos, por ejemplo, en María Pombo y su reciente maternidad, convertida en contenido mercantil en su perfil de Instagram, a través de una serie de publicaciones y vídeos que han rebasado los límites fijados hasta la fecha para la exhibición de la circunstancia postparto. El momento íntimo del encuentro entre madre y bebé, antaño fotografiado por las revistas en un posado calculado, se transforma hoy en un elemento más del show que no termina jamás. No llega a mostrar el parto como hicieron varias Kardashians, pero difunde unas escenas íntimas que cuesta contemplar en un espacio comercial. Estaríamos ante una exhibición de la intimidad que podría entrar en el territorio pornográfico de Only Fans, un tipo de porno en el que la contraparte masculina duerme en un sofá al fondo mientras la madre desgrana su felicidad con niño en pantalla. Mientras, los regalos de las marcas esperan su ‘unboxing’ en casa.

 

Paradójicamente, una mujer que debe entregar su cuerpo y su bebé al consumo de contenidos online disfruta de un prestigio considerable en nuestra sociedad, hasta el punto de figurar en la gama alta de las revistas que comercializan con la ideología de género, como ‘Hola’ o ‘Telva’. Sin embargo, la posición de María Pombo y otras influencers no es tan distante de las desprestigiadas ‘cam girls’ que se dejan ver previo pago. Pensemos en cuál es la visibilidad de mujeres jóvenes con fortuna y apellido que también salen en ‘Hola’ o ‘Telva’: ¿qué sabemos de Ana Cristina Portillo Domecq, Victoria López-Quesada y de Borbón o Isabella Ruiz de Rato? Cuanta menos visibilidad o más anonimato, mayor poder. Pareciera como si el prestigio aspiracional y la popularidad de las mujeres no tuviera ya que ver con méritos dignos de universalizarse, sino que funcionan como factores llamados a disciplinar la entrada del cuerpo femenino en el mercado de los contenidos virales. Cuantos más, mejor.

A la vista de lo que está sucediendo en los perfiles de Instagram y TikTok de algunas de estas mujeres, la aparición anual de Cristina Pedroche al frente de las campanadas sin vestido resulta ya viejísima. Como un resabio extemporáneo de aquel “¡que vienen las suecas!” que hacía arremolinarse a los señores españoles frente a los biquinis de las rubias veraneantes en el final del franquismo. De tan siglo XX, hasta resulta enternecedor. Quién pillara el destape. Lo de ahora es infinitamente más perverso.

Encuentra las diferencias con lo de Antena 3 y Cristina Pedroche

Aquí un empresario chino de máquinas de ferias que, para promocionar su producto, ha decidido introducir una mujer como si fuera un premio más. Una chica con poca ropa como reclamo comercial. Como cebo. Como presa. Como objeto. Como decoración. Como reducción. Como silencio. Como muñecas de carne y hueso. Empresarias de sí mismas. O eso creen ellas.

 

Mira quién habla

Un año después, me entero de que los machos al mando de las cadenas de televisión vuelven a colocarnos las bragas de Cristina Pedroche y compañía junto a las uvas. El asunto no tiene, en fin, mucho recorrido, más allá de lamentar la sumisión de las mujeres a los ritos de liberación que nos permite el sistema heteromacho. Sigue dando mucha lastimica comprobar cómo se usa el cuerpo de las mujeres para que piquen los de siempre. Carnaza burda para hacer una audiencia a la que los ejecutivos de las cadenas consideran aún más burda.Mientras, la protagonista clama que es libre, como el sol cuando amanece, como el mar. Lo cierto es que todas caemos en la trampa de conformarnos con ocupar mínimos espacios de descompresión que ya no van a ningún sitio. Ese acomodo a la protesta controlada, prevista y fácil que lava la conciencia mientras seguimos tranquilamente con nuestras vidas da mucho que pensar. Precisamente ayer escuché a Almudena Grandes que habríamos de negarnos a celebrar el 8 de marzo, y tiene toda la razón.

 A partir del minuto 22.

Me interesa, a un año vista de las bragas de Pedroche, explorar un poco más el peliagudo asunto de la representación. Pero no tanto cómo se nos representa, aspecto este de sobras estudiado, analizado, denunciado y ya con cierto grado de sensibilización general, sino quién representa. Quién se arroga el papel de describir el mundo, quién toma la palabra y la voz y para qué. Desde qué posiciones toma una la palabra para representar al otro y si la posición de una tiene finalmente que ver con la manera en que represento el mundo. Se trata de cuestionar al autor y de poner sobre la mesa los privilegios que le impiden representar éticamente según qué sujetos o asuntos. Las feministas estamos cansadas de hacerlo cuando impugnamos la historia escrita por los hombres. También nos han leído la cartilla a nosotras mismas desde el feminismo negro, desde el musulmán o la teoría poscolonial. Es imposible separar quién habla de qué se dice. La objetividad atenuada a la que se aferra el relato periodístico no existe. Todos los discursos están tan absolutamente mediados por la subjetividad de quien los produce, que no queda otra que revisar al propia posición, exponerla en lo posible y reconocer hasta donde puede llegar y cómo nuestra capacidad para representar al mundo.

Últimamente me he cruzado con algunos ejemplos que pueden encajar en este cuestionamiento de la representación que me ocupará los próximos meses. Voy con un ejemplo nimio, producto de una buena voluntad irreflexiva creo yo. Es el caso de la activista Yolanda Rodríguez, que buscaba la colaboración de mujeres con cuerpos no normativos (casi siempre eufemismo por gordas) para un proyecto. En este anuncio juegan dos factores: que la propia artista es una mujer con un cuerpo totalmente normativo, que sale en las revistas de moda y que encaja totalmente en los cánones de la belleza que impone el mercado, aspecto este que favorece que ocupe un espacio en los medios que no es tan accesible para otras activistas o artivistas; y también que este asunto de las tallas, los cuerpos y los kilos cotiza al alza en la bolsa de las ansiedades femeninas y los medios están deseosos de recibir contenidos que, dentro de los márgenes de la protesta sensata de lo que hablábamos antes, demanden libertad para que las mujeres puedan ser como son. Creo que una suma de todos estos factores puede explicar que Domínguez haga un llamamiento a “mujeres que NO cumplan el estereotipo joven+blanca+talla 38” precisamente con la foto de una mujer joven, blanca y talla 38.

 

¿Cómo explicar el esteticismo sumiso de este anuncio? Probablemente en la posición de la misma activista. Una mujer gorda, negra y mayor de 50 años jamás hubiera puesto esa foto. Yo hubiera puesto este vídeo, hallazgo de Millana:

Mi segundo ejemplo, también traído a mi archivo por Millana, tiene que ver con una periodista de la revista Pícara y, por tanto, feminista. Isabel Gracia vive en Bolivia donde trabaja como periodista, no sé si porque aquí es muy difícil ya publicar dada la crisis de los medios y la cantidad de periodistas que mendigamos por las redacciones. Parece que, con bastante facilidad, logró publicar una doble página en el principal periódico del país sobre la situación de las reclusas bolivianas, de las mujeres encarceladas. Es cierto que, en la facultad y en las redacciones, nos enseñan que basta con dominar las herramientas del oficio para ejercerlo. Qué error. Lo paga y con creces esta tal Isabel Gracia, «blanca, flaca, rubia», que es entrevistada en su programa de radio por María Galindo, probablemente la activista feminista más relevante de Latinoamérica. No os perdáis el audio, porque no se puede decir más claro.

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A pesar de ser feminista, Isabel Gracia no encaja demasiado bien que le echen en cara que no ha sabido reconocer y asumir su privilegio. Para vergüenza de los colectivos “mujer”, “periodista” y “feminista”, la colaboradora de Pícara decide denunciar.

El tercer ejemplo me lo acabo de encontrar en el muro de facebook de Chris Werckmeister, amiga desconocida pero con la que comparto frecuentemente el mismo punto de vista al respecto de este asunto del privilegio blanco. Se trata de un post de Stacey Patton, profesora asistente de Periodismo en una universidad americana y mujer negra. Patton pone de manifiesto cómo los medios de comunicación, al aplicar la lógica capitalista y convertir las noticias y los textos periodísticos en productos, sin una implicación real, sustancial y ética en las injusticias que representan, acaban resultando los obscenos proxenetas de la muerte de los demás. Se trata de vender más, de hacer más dinero a costa de la desigualdad, la injusticia y la muerte, no de cuestionar al sistema que lo produce ni de exigir su reforma. Por eso Patton se niega a escribir para un medio otro texto sobre porqué los policías blancos matan a los negros: «Not this time. I will NOT be your intellectual Mammy. I’s real tired».

Por todo esto, no es extraño que los refugiados de Calais hayan plantificado esta foto que, una vez más, recojo del muro de Daniela Ortiz, otras de las personas que me ayudan a revisar mi propio privilegio.


La foto no sólo habla de los ladrones de cuerpos, de esos fotógrafos que venden su material a medios racistas, sino también de la inutilidad de los medios de comunicación para sensibilizar al respecto de la situación de estas personas. Si la tumba del Periodismo se está cavando en algún sitio, es en los campamentos de Calais, en las aguas del Mediterráneo y en nuestra verja.

Las bragas de Cristina Pedroche no nos dejan ver el bosque

Hace algunos meses, conversando con Michelle Jenner, la actriz de Isabel, le pregunté cómo había llevado la época en la que se convirtió en la Lolita oficial del país, con todas las revistas fotografiándola invariablemente en ropa interior mes tras mes. Se lo pregunté sobre todo porque no me pareció una chica que militara en lo erótico-festivo, ni siquiera tuve la impresión de que lo sexual se expresara terriblemente en ella (efectivamente: me confesó que era alérgica a maquillaje, tacones y objetivización en general y que le iba más el princesismo que el sex appeal). Me interesaba saber si aquello fueron las ganas de triunfar, la inconsciencia de la juventud, la insistencia de los medios de comunicación o qué. Jenner me contestó no sólo que no se arrepentía, sino que mi actitud le parecía viejuna. Ella aceptó el juego del juguete erótico como una fase más de su carrera, divirtiéndose all the way, sin mayores planteamientos. Cierto es, como ella decía, que no hacía mal a nadie y menos a ella, pues las fotos “siempre fueron bonitas”. Y gracias a aquel enorme buzz a su alrededor tuvo acceso a papeles que otras menos dotadas de gracias por la naturaleza ni olieron. Todo esto viene al caso de las campanadas de Cristina Pedroche.

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En realidad, tanto monta monta tanto que menganita o futanita enseñe las bragas en la tele, en tanto que futanita y menganita son muy libres de hacerlo y nosotros de apagar la maldita televisión. El asunto no tiene nada que ver con la libertad individual de ser una individua cuya valía pública radica en que enseña las bragas (r.e.s.p.e.c.t. siempre a la libre elección). Lo que me da que pensar es este razonamiento tramposo que se les presenta a las mujeres jóvenes en los medios de comunicación: lo que va a ocurrir aquí no tiene nada que ver contigo, con lo que eres tú, con tu persona, sino con una cesión temporal de tu cuerpo a una empresa privada por el bien de ambos. Por supuesto, el medio de comunicación se beneficia de que la mujer joven tiene aspiraciones, deseos y ansias de triunfo que van a poner en suspenso cualquier precaución que pudiera tener con la cesión absoluta de su cuerpo y sus circunstancias. Digo pudiera tener porque seguramente muchas no han llegado a plantearse ningún tipo de cuestión acerca de la responsabilidad que pesa sobre cualquiera que tenga acceso a los medios de comunicación. Sobre la trascendencia de lo que haces, dices y escribes. Probablemente tampoco sea consciente de cómo cada vez que una mujer joven con talento enseña las bragas, decenas de profesionales pierden la oportunidad de ser contratadas, publicadas o premiadas en favor de un colega que siempre será percibido como más racional, equilibrado y autorizado en la materia. O, si es consciente, se la pela. Ya digo que eso de que “no tiene nada que ver con lo que eres tú, con tu persona” es falso. Dice, y mucho.

Pero volvamos a los auténticos malos de esta película: los medios de comunicación. Lo verdaderamente perverso del asunto no es que saquen de vez en cuando a una Pedroche. No. Es que lo hacen una y otra vez, incesantemente, en programas, anuncios, vídeos. En el telediario, el concurso, la serie y hasta con las minivestidas jóvenes de la primera fila del público. Las presentadoras de La Sexta siempre han sufrido una puesta en escena cercana a la de una vedette de revista (creo que han ido empoderándose por el camino las pobres y probablemente haya tenido también que ver con el asunto de que varias ya son madres de familia), pero había que ver en TVE a esa Igartiburu congelada en rojo mientras que su Ramonchu se guarecía en su casposa capa española. El mensaje televisivo es invariable: las mujeres tienen el cuerpo y los hombres, la palabra. La mujer ha de ser admirada; el hombre, escuchado. Ella es el objeto que acompaña y él, el sujeto que conduce.

Es interesante reflexionar sobre cómo estos medios de comunicación que se valen de las mujeres jóvenes o de las mujeres que no han desarrollado una ética personal y profesional para perpetuar el confinamiento femenino al cuerpo, pueden emitir a renglón seguido una campaña institucional contra la violencia de género y quedarse tan anchos. No salgo de mi asombro al pensar en que nadie le pide cuentas a los directivos de la televisión de todas las cadenas por la hipocresía y el doble rasero que demuestran. Jamás le he escuchado a Gloria Lomana una manifestación en este sentido. Ni a ninguna otra mujer con poder en la tele. ¿Acaso porque ellas se sitúan ya fuera de este juego perverso de la carne? Qué poca sororidad y qué poca responsabilidad. ¿Cómo es posible que las asociaciones de televisión estén a punto de censurar programas como Sálvame porque, supuestamente, “son un mal modelo para los niños”, y nadie levante al menos una ceja cuando las trabajadoras jóvenes son tratadas como ganado más o menos parlante? Y lo peor: ¿cómo pueden dejarse hacer esas mujeres de la tele con estudios, que leen el periódico, van a tertulias de la radio y hasta escriben novelas para Planeta, sabiendo que colaboran en un sistema ideológico-simbólico que sustenta la violencia?