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Beyoncé, la excelencia en el capitalismo y el apropiacionismo cultural

[Este reportaje se publicó en ‘Mujer Hoy’ el sábado pasado; cuelgo aquí una versión sin cortes]

Cuando Beyoncé ultimaba los detalles de su actuación en el festival de Coachella, una aparición histórica que la convertiría en la primera mujer negra que logra ser cabeza de cartel en el festival más viral del mundo, preguntó a su madre qué opinaba de su puesta en escena. Tina Lawson no le ahorró sus dudas: “Le dije que la audiencia blanca de Coachella iba a confundirse con todas esas referencias a la cultura negra que quería hacer, que no las iban a comprender”. La contestación de su hija, tajante, marca una diferencia considerable en cuanto a empoderamiento personal y autoestima entre una generación y otra. “He trabajado muy duro para conquistar una voz propia. En este momento de mi carrera siento que tengo que hacer lo que es mejor para el mundo, no lo que es más popular”. Tres meses después podemos ir atando cabos acerca de lo que Beyoncé se trae entre manos, más allá de dignificar su herencia cultural: llevarla a los lugares en los que fue negada. El videoclip de Apeshit, el primer hit del disco que acaba de lanzar junto a su marido, Jay Z, muestra a la pareja paseándose por el museo del Louvre como por su casa. Apropiándose, literalmente, del mayor símbolo del poder político y cultural de la vieja y blanca Europa. Al final del vídeo, los Carters posan hieráticos y con cara de póker frente a la no menos enigmática Gioconda. “No puedo creer que lo hemos conseguido”, canta ella.

 

El asalto a la blanquitud expresada en siglos de arte intensamente acumulados en el Louvre es puramente simbólico: en las negociaciones de despacho, la pareja demostró su admiración por las obras y misión del museo y pagó los reglamentarios 15.000 euros diarios que permiten el acceso privado a sus salas. De hecho, el Louvre ya anuncia una visita guiada de 90 minutos que abunda en las obras que los Carters eligieron para aparecer en Apeshit, entre ellas la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo, la Gran Esfinge de Tanis o Retrato de una negra, pintado en 1800 por Marie Guillemine Benoist. Frente a él, los Carters performan la vía por la que las élites negras, de los Obama a Oprah Winfrey, han logrado la emancipación de la mirada blanca: el dinero. Beyoncé posa con un atuendo que remite al de la mujer del cuadro, pero estampado con el inconfundible y barroco print de Versace. Es estos tiempos de capitalismo acelerado, es el dinero lo que iguala, siempre por arriba. El sueño emancipatorio de Beyoncé es personal e intransferible, pero aspiracional para el resto de mortales negras.

¿Temerá Tina Lawson de nuevo por su hija ante esta ostentación de poderío? Probablemente, pese a que su posición como máxima estrella del entretenimiento global la convierte en una figura inexpugnable. Además, su objetivo de elevar el estatus de la saqueada cultura urbana negra coincide con una innegable obsesión del mainstream con todo lo afroamericano. Hoy, lo cool (o, mejor dicho, el swag) está de lado de las estrellas negras, que además figuran en número creciente en las listas de los mejor pagados. Allí están Sean Combs (Diddy), Beyoncé, Drake, The Weeknd y LeBron James. Entre los 100 personajes más influyentes elegidos por Time este año encontramos más afroamericanos que nunca: Viola Davis, Simon Biles, RuPaul, John Legend, Colson Whitehead, Leslie Jones, Alicia Keys, Donald Glover, Barry Jenkins, Chance the Rapper… La demografía estadounidense favorece el fin del monocultivo cultural: la generación millenial, la que marca los valores y tendencias que triunfan, está compuesta en un 42% por personas no blancas, sobre todo latinos (22%) y afroamericanos (14%). La consultora Nielsen los caracteriza como ambiculturales: capaces de transitar entre su cultura de origen y la estadounidense, de servir de puente y de mezclarlas. Como consumidores, su potencial de gasto no deja de aumentar: según datos del Selig Center for Economic Growth de la Universidad de Georgia, ha pasado de 320 millones de dólares al año en 1990, a 1,2 billones de dólares en este (un 275% más). Para Nielsen, la influencia de la cultura negra es tal, que cualquier campaña de marketing que pretenda funcionar tiene que incluir sí o sí mensajes específicos para la juventud afroamericana.

Está claro que la inteligencia empresarial y creativa de Beyoncé es enorme: su combinación de esteticismo fashionista y simbolismo político la sitúa en un terreno lo suficientemente seguro como para no resultar antisistema, pero sin renunciar a conectar con la rabia y la energía de movimientos como Black Lives Matter. Jugada maestra: riesgo cero. Su objetivo no pasa por inflamar ninguna revolución, sino por reapropiarse de la excelencia, la superioridad, la supremacía artística y escénica: demostrar que desde la negritud se puede hacer lo mismo, mejor. Para ello ha sabido leer como nadie el anhelo de cambio social, belleza y esperanza de toda una generación y lo ha volcado en su propuesta visual, cada vez más compleja en cuanto a capas de significados políticos y referencias culturales. Mientras sus letras siguen agitando el hipnótico universo del sueño americano (dinero, coches de lujo, mansiones, jets privados, ropa cara…), en concierto cita a Malcolm X o los Panteras Negras. Pura expresión de la contradicción a la que se enfrenta hoy el mundo rico: ¿podemos seguir reclamando una sociedad más justa sin plantearnos la necesidad de asumir ciertas facturas?

La estética hipnotizante de los videoclips de Beyoncé siempre ganarán la partida a la política posible. Su pluscuamperfecto cuerpo de baile y sus seductoras coreografías son anestesiantes, lo mismo que el incesante vaivén de estilismos, a cual más sofisticado y sexy. En 2014, Vanessa Friedman, crítica de moda en The New York Times, dictaminó que Beyoncé era “una leyenda del rock, pero no de la moda”. ¿Qué opinará ahora? Estamos ante la única estrella del showbussiness global que no parece entrar en el juego de parasitación con el que las grandes marcas colonizan a las actrices, al revés: se sirve de ellas. Su sombra es tan, tan alargada, que en vez de rendirse a lo que se lleva, encumbra lo que ella decide llevar. Por ejemplo, Palomo Spain. Ni la todopoderosa industria de la moda logra doblegar del todo a la diva, a la que se le conocen dos debilidades recientes: Olivier Rousteing, director creativo de Balmain, y el italiano Alesandro Michele, su homónimo en Gucci. Pocas veces respalda insistentemente un creador no afroamericano. Sin embargo, en Coachella compartió canción y escenario con J. Balvin, toda una bendición a la alianza entre la gente negra y la latina de Estados Unidos frente a la violencia policial y estatal.

Mucho más directo en su alusión a la problemática existencia de los afroamericanos es Kendrick Lamar, el primer rapero que recibe el Pulitzer dedicado a la música. Lamar figura junto a Beyoncé en el podio de artistas que pugnan por la excelencia de las claves estéticas de su cultura, en este caso el hip hop. Está considerado como el Bob Dylan del siglo XXI por tratar la vida afroamericana contemporánea sin esconder injusticias. Nada de tópicos sobre tiroteos y champagne: realismo poético. Un dato definitivo: por primera vez en la historia, en los Estados Unidos se ha vendido más hip hop y R&B que rock, dos géneros dominados por músicos de color. En los últimos Grammy, Jay Z y Kendrick Lamar monopolizaron las nominaciones. No por casualidad Lamar es el responsable de la banda sonora de Black Panther, otro fenómeno cultural afroamericano que ha impactado enormemente en los deseos del público mayoritario: estamos ante la tercera película de mayor recaudación en la historia de la taquilla estadounidense, solo superada por Star Wars. Episodio VII: el despertar de la fuerza (2015) y Avatar (2009). La crítica americana, desconcertada, no se termina de explicar la asistencia masiva de público negro a las salas, pero el mensaje está claro: cuando una cultura invisibilizada y saqueada se ve representada con dignidad, el júbilo es total. Y ahí están Déjame salir (2017) o Figuras ocultas (2016) para demostrarlo.

Esta trinidad apoteósica no han surgido de la nada. En Broadway, Hamilton, se convirtió en el gran fenómeno cultural de 2015 y 2016, con Pulitzer y Grammy: fue el primer musical enteramente concebido en clave hip hop y con un casting mayoritariamente compuesto por actores y bailarines negros. En televisión, Orange is the New Black (2013), Cómo defender a un asesino (2014), Black-ish (2014) o Empire (2015), donde los personajes negros ya no son subsidiarios de la blanquitud, abrieron la puerta para las triunfantes Atlanta (dos Emmys), Insecure, Queen Sugar o The Chi. Según datos de Nielsen, las cadenas de televisión estadounidenses detectaron un aumento del 255% de los anunciantes centrados en la audiencia negra entre 2011 y 2015. “Las narrativas en las que esta identidad es fuerte están cruzando fronteras y planteando temas importantes a una audiencia diversa”, confirma Andrew McCaskill, vicepresidente de la consultora. De hecho, las series que más citan el racismo y la brutalidad policial son las mayoritariamente negras, con showrunners y guionistas de color. La resolución de conflictos en el cruce cultural, el menos en la ficción televisiva, avanza a pasos agigantados. Un 73% de blancos no hispanos y un 67% de hispanos estadounidenses reconocen que la cultura afroamericana influye en los gustos, modas y valores de la generalidad de la población, de nuevo según Nielsen. El efecto contagio es evidente desde hace años en la moda, donde el reinado del ‘street wear’ tiene mucho que ver con las estéticas urbanas negras del hip hop. Dicho de otra manera: si hoy las mujeres podemos llevar zapatillas sin ser tachadas de poco elegantes se lo debemos, en gran parte, al culto a las sneakers de la comunidad negra y a cómo ha filtrado hasta las grandes firmas del lujo. Más aún: la reivindicación de las curvas que hoy alivia a tantas mujeres en todo el mundo comenzó con las bloggers y celebrities latinas y afroamericanas, estrellas curvilíneas como Nicki Minaj, Danielle Brooks o Amber Rose. Es comprensible que la generalidad de mujeres del sur conecten más con este tipo de mujer que con la lánguida y andrógina chica que se sube a las pasarelas.

Sin embargo, la industria de la moda no ha sido precisamente justa con la cultura que está reanimando su negocio: saquea sus señas de identidad callejera, pero no contrata ni modelos ni diseñadores negros. En realidad, se produce una cultura negra, pero sin negros. Por eso el twerking no estuvo bien visto hasta que no lo bailó Miley Cyrus, los grillz dentales eran cosa de pandilleros hasta que se los puso Madonna y el trasero XXL se revalorizó tras aterrizar en las Kardashians. Las uñas largas, profusamente decoradas y consistentemente incomprendidas hasta hace nada, acaban de ser sancionadas por Vogue y se suman a la larga lista de trasvases cosméticos desconectados culturalmente. Este robo de ideas no es nuevo: Elvis no hubiera existido sin Chuck Berry, de la misma manera que para que el hip hop se convirtiera en un género dominante tuvo que liderarlo primero un blanco: Eminem. Madonna llevó el voguing al número uno, pero también se lo apropió sin citar su origen: la ball culture de Harlem, reuniones para bailar en las que la comunidad negra, queer y gay se afirmaba en su identidad marginada. Desde fuera, quizá no podamos entender las quejas que se le presentan a Big Little Lies, una serie totalmente blanca que, sin embargo, ha colocado en el número uno de ventas una banda sonora compuesta por clásicos negros del soul y el r&b. Es imposible comprenderlas sin tener en cuenta la experiencia concreta de violencia y postergación que subyace a casi todas las manifestaciones importantes de la cultura negra. ¿Es posible asumirla desde cuerpos blancos sin vaciarla de toda esa carga de dolor? ¿Resulta oportuno divorciar totalmente la cultura de la experiencia vivida para consumirla acríticamente? Amandla Stenberg, actriz de Los juegos del hambre, tenía 16 años cuando planteó en un vídeotrabajo de clase una pregunta que resume perfectamente la cuestión: “¿Qué ocurriría si America amara a la gente negra tanto como ama su cultura?”.

¿Es Beyoncé feminista?

En una galaxia muy lejana, como en 2014, me devanaba yo mucho los sesos con la cuestión de si Beyoncé era feminista o no: las revistas me encargaban muchos articulitos sobre la repentina visibilización de celebrities feministas y no tenía nada claro lo que estaba pasando. Como en el periodismo freelance los plazos te empujan a coger el dinero y correr, me limité a fluir con el flow. Sin embargo, la duda se quedó en algún sitio de mi cerebro como un lugar problemático más trascendente que la concesión o no concesión del carnet de feminista a una famosa. Lo que no terminaba de encajar en mi cabeza era lo siguiente: ¿qué sentido tiene que las periodistas feministas publiquemos textos sobre el feminismo de las famosas o el feminismo del empoderamiento en los medios? ¿Estamos traicionando el ideario feminista o a las feministas mismas al someter una ideología de emancipación a las lógicas de unos productos que, en último término, proponen cierto tipo de sometimiento? No le encontraba sentido a nada.

Para resolver la cuestión, quise que mi trabajo de fin de máster (el Máster en Género y Diversidad que hice en la Universidad de Oviedo) versara sobre el asunto. Por fin tuve una excusa, esta académica, para pensar la cuestión, hasta donde yo puedo pensarla por mi posición ciertamente implicada personalmente. Probablemente una investigadora académica que no trabajara en los medios hubiera llegado a otras conclusiones, acaso más severas. En mi caso no solo ha pesado mucho la necesidad de encontrar un sentido a la manera en que me gano la vida, sino la voluntad pensada y asumida de no escribir para la impotencia y la tristeza, sino a la búsqueda de grietas que nos permitan ir haciendo algo de luz sin quebrar nuestra supervivencia. Y aunque en el fondo mis conclusiones son una carta de amor al periodismo (una carta de amor muy sutil y silenciosa, como las escribimos las norteñas adustas), a la vez pienso que ya se han cerrado prácticamente todas las oportunidades de contar historias con potencial para el cambio en la prensa mainstream y en la mayoría de los nuevos soportes digitales. La noticia-denuncia se ha comido la crónica y el reportaje donde aún podía ponerse sobre la mesa un poco de complejidad.

Una versión corta de mi trabajo de fin de master se acaba de publicar en la revista «Investigaciones Feministas». Os pongo el link por si os interesa echarle un vistazo. Me llena de orgullo y satisfacción ser capaz de firmar en Cosmopolitan y en las revistas científicas (je, je: Caballo de Troya). El mundo académico no tienen nada que envidiarle al periodismo en cuanto al surrealismo de su mecánica extractiva y competitividad salvaje. Por eso, la investigación que pensé como una ventana que se abría, ha terminado en puertas que se cierran. Empezaremos el año haciendo borrón y cuenta nueva hacia lo desconocido. Haya paz.

http://revistas.ucm.es/index.php/INFE/article/view/54975/52658

 

El feminismo blando de la globomedia: cómo nos venden la moto

Pico como tonta en el cebo filosófico de El País y rompo el compromiso conmigo misma de no leer periódicos hasta las elecciones. Error. La lectora con escrúpulos que llevo dentro encuentra enseguida argumento para su cabreo. Se trata del enésimo artículo sobre pop y feminismo, que ocupa portada en las páginas de chascarrillos intrascendentes de El País (revista del sábados) en vez de hacerse hueco en el de análisis concienzudo de los domingos. Consecuentemente, el periodista, al que supongo agotado como lo estamos muchos de tanto llenar y llenar líneas ya no sabemos de qué ni a qué precio, se las apaña para llegar al final del texto colocando opiniones de unos y de otros sin aclarar una cuestión que, y eso sí que es díficil, tampoco ha sido directamente planteada. Para el caso, lo importante es que los cuerpos-reclamo de Beyoncé, Rihanna y Nicki Minaj salen a toda página y que la palabra feminismo sirve de aliño y percha enrollada para el racial pack. Dame veneno que quiero morir. Dame veneno.

Si un analista dominguero con mediano fuste hubiera tenido que escribir un artículo sobre esta insistente aparición de la palabra feminismo en los lugares más insospechados del showbussiness contemporáneo, ¿qué hubiera escrito? Me gustaría muchísimo saberlo. ¿Cómo explicarían este extraño fenómeno las mentes avezadas en desmontar los contextos para explicar los procesos? Sin caer en la tentación de arrogarme la propiedad del movimiento (aunque, padre, confieso que ante estas cosas se me viene a la mente el segundo mandamiento), cuál es el contenido de este feminismo que nos arrojan desde lugares donde el igualitarismo brilla por su ausencia? ¿Dónde encontrar explicación a porqué este cúmulo de cuerpos hiperexpuestos abanderan el feminismo? Como (ex)lectora de periódicos, me deben un contexto. No el blah, blah, blah de corte y pega de rigor. Amigos de El País: si regaláis libros de filosofía a vuestros lectores, ¿por qué publicáis textos que podrían servirle a Cuore?

Pero volvamos a la cuestión. Esta semana también me topo con mil y una alabanzas hacia una nueva campaña de la marca Dove, que se quiere feminista por alentar a las niñas a aceptar su pelo rizado. Según estudios llevados por Dove, tan sólo cuatro de diez niñas sienten que su cabello rizado es hermoso. Sin embargo, el mensaje es enviado en general a todas las mujeres del mundo para que den el ejemplo y sientan seguridad en sí mismas, y de su belleza natural, sin importar los estándares que dicta la sociedad”. La anterior campaña de Dove, «Love your curves”, abrió la veda de la publicidad-autoayuda para las marcas que quisieran investirse de ángel guardián de las mujeres. Una pena que el mundo nos haya educado para no aceptar caramelos de extraños: más que preocuparse por el bienestar mental de las mujeres, Dove se avalanza sobre un nuevo grupo consumidor detectado por los estudios de mercado que son las mujeres con baja autoestima. Su tamaño es enorme, gigante, pues el sistema capitalista que premia la belleza, la juventud y la delgadez se encarga de producir gran cantidad de mujeres llenas de ansiedad por no encajar en el inalcanzable estándar. Total: nos venden empowerment por la vía de un jabón.

El caso de Dove es bastante paradigmático del toco mocho que el mercado, sus marcas y los medios de comunicación que se sustentan en ellas nos están colocando. La web Sheknows ha bautizado el fenómeno como femvertising (femenine+advertising) y lo describe como aquel por el cual las mujeres demandan más compromiso de las marcas que consumen. Estas producen mensajes que alientan a chicas y mujeres a quererse y a apreciar sus cuerpos porque un 52% de su público cuenta que les influye cómo la marca retrata u trata a las mujeres y porque un 94% de las mujeres cree que la manera en que los anuncios convencionales representan a la mujer es dañino. Nike, Hanes, Olay, Dove, Always, Pantene, Playtex, Covergirl, Underarmour o Sears han puesto en marcha campañas de este estilo. Personalmente recomiendo el de leche Kaiku sin lactosa. No hay palabras. No hay que ser Einstein para sospechar el timo que cobijan estos mensajes publicitarios: dado que la marca no puede respaldar la agenda feminista que busca la representación de distintos cuerpos de cualquier edad porque para vender ha de asociarse siempre a la belleza normativa, la sustituye por un difuso mensaje de autoayuda que no llega ni a feminismo light y lo hace pasar por un compromiso cierto con el igualitarismo. No way, Dove y todos los demás.

El asunto no tendría mayor trascendencia sino fuera porque la idea de que el feminismo se limita al acomodo en el propio cuerpo por parte de las mujeres no estuviera calando tan fuertemente. No seré yo la que diga que la cuestión no es importante, ahora bien. Parece que interesa al sistema convertir lo que siempre ha sido una lucha colectiva, pública, política en un dilema individual, íntimo, psicológico, que la mujer ha de resolver sirviéndose de los benéficos productos y mensajes que el mercado les pone a su disposición. Así, entretenidas en la tarea de amarnos a nosotras mismas, apenas sí nos enteramos de lo que pasa en la plaza pública de la política, que es de lo que se trata. Al patriarcado siempre le ha obsesionado confinarnos en el espacio reducido de lo privado. ¿Qué hay más reducido y privado que el propio cuerpo convertido en cárcel que, encima, debemos amar?

Veo, además, cómo este enclaustramiento se replica en órdenes distintos al íntimo por parte de mujeres supuestamente empoderadas. En octubre pasado leí un artículo interesante titulado “Las conferencias de mujeres poderosas ya no empoderan a nadie”, acerca del la saturación que tenemos ya de ver a las mismas profesionales de éxito dando conferencias y protagonizando simposios que no sirven más que para lavar la cara de las empresas y llenar el bolsillo a las que se prestan al juego. Las charlas sobre empoderamiento se han convertido en otro producto del mercado y la ética de las mujeres que cobran por impartir unas charlas que no van a ningún sitio queda aquí puesta en cuestión. Esas mujeres no tendrían que quedarse en la zona de confort que les provee una audiencia rendida y necesitada, sino forzar la conversación con las empresas para lograr mejoras políticas concretas. Son ellas las que han de romper el techo de cristal y abrir brecha. Son ellas las que han de producir las condiciones que permitan a las mujeres que pagan por escucharlas perseguir su sueño. Seguir ordeñando la vaca del feminismo en petit comité sirve lo mismo que comprar jabones Dove para gustarse más a una misma.

Entre unas cosas y otras, nos desactivan. O nos desactivamos. Es menos comprometido y fastidioso apuntarse al feminismo de baja intensidad, a esa hipnótica autoayuda mente-cuerpo, que militar, reunirse, manifestarse, recoger firmas, plantearse objetivos ambiciosos, presentarse a unas elecciones, ejercer sin traicionar las propias convicciones. Al final, entretenidas en la misma vanidad que nos ha tenido presas por los siglos de los siglos, con una seguridad que se sostiene sobre unos ejes cada vez más precarios, rehuimos cualquier discurso que nos supone poner en cuestión nuestra manera de pensar o de obrar. Descalificamos las ideas que no provienen del paternalismo que sólo nos exige adornar y nos creemos la letal cantinela de que si no hemos logrado lo que soñábamos ha sido porque no somos lo suficientemente buenas. Es cierto: no somos tan listas ni tenemos tanto talento. Pero somos más bellas. Y estamos enamoradas de nosotras mismas. Tenemos la autoestima por las nubes. Ja-ja.

Mientras aprendemos a ser bellas dentro de los estándares de la sensatez rectora, a amar nuestra cara naturalmente maquillada y a sentirnos bien en nuestra piel (¡qué perverso quien nos haya enseñado lo contrario!) gracias a los consejos de tantas marcas, revistas y programas de la tele, suceden cosas como esta:

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Es cuando menos curioso que mientras Emma Watson lee sus discursos bienintencionados, no lo dudo, pero escasos de concreciones, las mujeres que se sientan en las mesas de negociación se vean tan desasistidas de poder e influencia. ¿Por qué no son estas mujeres las que dan los discursos? ¿Qué propósito tiene dejar que una jovencita abandere una causa de la que le dejan saber poco más que eslóganes? ¿Por qué a las instituciones no les interesa dar la palabra a las feministas reales?

Nadie parece querer tomarse en serio el feminismo (la igualdad). La palabra va, como la falsa moneda, de mano en mano. La manosean las celebrities, la moda, las revistas, los telediarios, las instituciones… pero queda en un mero adorno vacío. Las famosas y las marcas se llenan la boca con un feminismo vacío de contenido porque ese es el único que la globomedia patriarcal está dispuesta a respaldar. No-se-pue-de-cues-tio-nar-quién-de-ten-ta-el-po-der. A las mujeres nos vamos despertando del sueño de las idénticas, nos conceden el sucedáneo del feminismo de autoayuda que confina a la mujer en el armario de su propio yo; el de la hipersexualidad falsamente subversiva que modela a las mujeres para la mirada masculina; o el inocuo consuelo del feminismo de salón de las conferenciantes profesionales y académicas. ¿Cómo va El País a tomarse el feminismo (la igualdad) en serio, a contravenir el discurso oficial elaborado por el sistema que le sustenta? El feminismo, para El País y para todos los demás periódicos, es un chascarrillo, una broma, una extravagancia de las mujeres que no va a ninguna parte.

Ese es el compromiso que tiene el sistema para terminar con la violencia de la desigualdad. Un chiste.