¿Qué puede esta imagen de Los Bridgerton?
La cultura popular es siempre un problema, excepto cuando estás en ella hasta las cejas. El debate acerca de si estamos ante un dispositivo narcotizante, un agente del sistema más o menos todopoderoso, o si supone una instancia de negociación en la que los públicos tienen su agencia no cesa. Emanuele Coccia lo dice hoy de manera muy interesante: nos encontramos en un “invisible comercio con los medios”. Cualquiera que sepa de los tratos del comercio entiende las sutilezas de los intercambios y de cómo, lo queramos o no, desnudan lo ideológico de los implicados una manera fuerte. Si trabajas en los medios de comunicación para el periodismo blando es muy difícil no caer en cierta atracción por el elitismo de la (¿extinta?) alta cultura: el menoscabo de nuestros textos en el campo periodístico es tan fuerte, que supone una especie de compensación de la autoestima profesional. Y al contrario: por pura autodefensa existencial o por militancia corporativa, puedes extender un cheque en blanco a lo puramente entretenido que, probablemente, tampoco hace justicia.
Todo esto viene por ‘Los Bridgerton’, una serie celebrada por su reparto diverso, con actrices y actores racializados, y por ofrecer una versión supuestamente rebajada del romanticismo de toda la vida. Al escribir un personaje como Penelope Featherington, una chica gorda terriblemente vestida de amarillo y cotilla secreta de la corte de la reina Charlotte, era inevitable verla, aunque la trama de los cortejos y enamoramientos aburra terriblemente. Lo que suele capturar de estas ficciones es la reproducción del lujo de la época: los salones, los jardines, los vestidos, las danzas, las pelucas y los carruajes. Contra todo pronóstico, en esta ocasión también me impactó una escena. Una imagen: lady Violet Bridgerton y lady Agatha Danbury riéndose a mandíbula batiente, directamente dobladas de la risa. La cámara no se equivoca: este es un momento íntimo, al que solo tenemos acceso de manera furtiva, desde el quicio de una puerta. Ninguna mujer de la corte, ninguna mujer debidamente femenina aún hoy, puede permitirse el lujo de reírse así: rompiéndose en dos.

Pongámoslo así: esa imagen (me) vale más que toda la serie. Y me impacta terriblemente que me haya impactado así. Inexplicablemente, mi sensibilidad saturada de imágenes se ha dejado capturar por esta escena, que además proviene deun lugar tan devaluado como el contenido fabril Netflix. Es de este hilo del que tiro, partiendo de esa idea de despegue que señala la risa femenina como indeseable, inapropiada o incluso peligrosa (la frase de Margaret Atwood: “Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las maten”). En realidad, todo el hilo que necesito ya lo ha ovillado la filósofa Emma Ingala en “¿Qué es lo que puede una imagen? La inclinación como forma de resistencia”, su contribución en ‘Fuera de sí mismas’ (Herder, 2020), un inspirador cónclave de filósofas contemporáneas que escriben en español.
Al hilo de Ingala, porque me limito a repetir algunas ideas que ella trama en un texto maravilloso, entiendo la importancia de reclamar la importancia de las imágenes, de la misma manera que los estudios culturales han reclamado el valor de todo lo popular. “¿Qué puede una imagen?”, se pregunta la filósofa, que siguiendo a Deleuze/Spinoza hace de la relación (aquí de la relación con las imágenes) la categoría ontológica fundamental. Descartada la devaluación de la imagen como un modo bajo de conocimiento, empobrecedor y reduccionista (de nuevo, Spinoza/Deleuze), Ingala acude a ‘La vida sensible’ de Emmanuel Coccia, donde este defiende que las imágenes constituyen un tercer territorio, un mundo intermedio, un exilio o un lugar «fuera de lugar” tanto de los sujetos como de los objetos. La vida sensible que urden las imágenes, afirma Coccia:
“Es el modo en que nos damos al mundo, la forma en la que somos en el mundo (para nosotros mismos y para los demás) y, a la vez, el medio en el que el mundo se hace cognoscible, factible y vivible para nosotros. Solo en la vida sensible se da el mundo, y solo como vida sensible somos en el mundo”.
La producción de lo sensible es tan central en la propuesta de Coccia, que lo humano ya no se caracteriza por lo racional y la capacidad de abstracción, sino por su capacidad para “sensificar lo racional”, o sea, por el poder de “encontrar la imagen justa, el justo sentido que permite hacer real lo que se piensa y se experimenta y que permite también liberarse de ello”. Ingala lo explica así: “El reino sensible de las imágenes permite al viviente actuar sobre las cosas, construir un ambiente, interactuar con él, operar fuera de sí, sobre los objetos y sobre otros vivientes”.
Otra filósofa que le da dignidad política a las imágenes es Andrea Soto Calderón, autora de “La performatividad de las imágenes” (Metales pesados, 2020). Soto Calderón parte de una crítica que no habla contra las imágenes, sino que “pueda generar imágenes que tengan una función curativa, que articulen miradas que no pasen por el consumo de objetos o por nuestra empatía con las mercancías”. Si las imágenes pueden generar nuevas formas de relacionarnos con el mundo, ya no son solamente un instrumento de manipulación. También pueden ser emancipatorias, capaces de profanar “la religión cultural que es el capitalismo, ese culto sin descanso en donde toda transformación simbólica no es más que consumo”. Dice:
“Es necesario levantar imágenes que puedan componer un vínculo con aquellos que solo tienen una imagen de sí mismos a través de los objetos, es decir, que no tiene forma de hacerse reconocer en un campo social que consumiendo objetos que le dan una identidad. En donde el consumo de marcas se convierte en un marcador de identidad.
Entonces, ¿qué puede en mí esta imagen de Los Bridgerton? ¿Qué me hace decir? Sin duda, la escena posee unos valores estéticos estetizantes, en especial una luz que tiene más que ver con lo pictórico que con la habitual luminosidad plana de lo televisivo. Como hemos apuntado, conecta directamente con el imaginario subversivo de la risa y su veto a las mujeres: Freud sostuvo que no necesitábamos el humor por poseer una psique menos desarrollada que los hombres y esta ocurrencia llegó viva y coleando al siglo XXI, con aquel famoso artículo de Christopher Hitchens en ‘Vanity Fair?: ‘Why Women Aren’t Funny’ (2007). En realidad, la risa fue tan femenina como masculina antes de que se convirtiera en un nicho de mercado, desde el siglo XVIII. Entonces se impone un tipo de humor agresivo, centrado en ‘zascas’ y poco atento al ‘decoro’, que nada tenía que ver con el tipo de humor que era especialidad de las mujeres: el comentario ingenioso, muchas veces para convertir momentos de la rutina diaria en escenas cómicas.
Soto Calderon exhorta a los creadores a no anclarse en la representación a la hora de producir imágenes, pero seguramente no estaba pensando en una serie de Netflix cuando lo decía. Y, sin embargo, pese a todos los condicionamientos estético-políticos del streaming y las limitaciones de las narraciones que suministra, podríamos decir que esta imagen no hace imagen de la representación: hace realidad lo que pudo existir. Si pensamos en un momento de intimidad compartida entre una mujer blanca y una mujer negra en el siglo XVIII o XIX, no podremos ir mucho más allá de Escarlata O’Hara y Mammy en ‘Lo que el viento se llevó’. La jerarquía de la raza se rompe en la imagen que tenemos entre manos, aunque como suele ocurrir en los productos de entretenimiento la de la clase continúe inexpugnable.

Tenemos entra manos una imagen, poderosa como ahora sabemos, que retrata a sus protagonistas no en el apogeo de suhorizontalidad, sino totalmente inclinadas. Adriana Cavarero es la filósofa que ha explorado este desvío del ‘homo erectus’, independiente, autónomo y, por supuesto, ‘straight’ (en inglés, tanto recto como heterosexual). Explica Emma Ingala que inclinación remite a ‘kliné, ‘cama’, más cercana al instinto, a la naturaleza, las emociones y lo femenino. La rectitud no solo invisibiliza los vínculos y las dependencias (la vulnerabilidad), sino que “impone un patrón moral de oposición binaria entre lo recto y lo torcido”. ¿Qué pasaría si la imaginería de la rectitud no fuera hegemónica y pudiéramos figurar lo humano como inclinación? ¿Qué efecto tendría en nuestros deseos, compromisos éticos y posiciones políticas?
Cavarero evoca la imagen de la madre que se inclina para atender a su bebé, a la manera de las Madonnas de la pintura, para subrayar la cualidad de la vulnerabilidad que se inscribe en esta falta de rectitud. Sin embargo, vemos aquí otra versión de la inclinación que no subraya una relación vulnerable, al contrario: contemplamos una feminidad poderosa que rompe su verticalidad por el puro placer de la risa. Aquí, el desequilibrio de los sujetos no es tan problemático, pues aún pueden sostenerse la una a la otra para que la risa no las haga terminar por los suelos. Ese es otro sentido del poder que desprende esta imagen: la sugerencia de una corriente de solidaridad entre las dos mujeres que ríen juntas. Esa sororidad también es transgresora en una sociedad que aún nos empuja a competir las unas contra las otras.
Si la postura es productiva políticamente, reírse así es tan decisivo como cuidar. Acaso debemos preguntarnos por qué vivimos en un mundo en el que ambas cosas resultan tan difíciles de llevar a cabo. Sería una pregunta retórica, claro, porque lo sabemos demasiado bien: el individuo que se yergue para ser inexpugnable al mundo tiene mucho más miedo y resulta mucho más manejable que el que se entreteje con otros. “Fijar al Otro y a la relación en el reconocimiento comporta desposeer al sujeto de su flexibilidad y desconsiderarlo, por tanto, en calidad de sujeto dispuesto para lo ético, lo moral y lo político”, escribe en ‘El cuerpo en diálogo o de la inclinación’ la filósofa Begonya Saez Tajafuerce:
“Para Cavarero y Butler —así como para Arendt y Levinas—, esa desconsideración comporta una deshumanización por cuanto que omite el único reconocimiento posible, a saber, el reconocimiento de la asimetría, fundada en el carácter dependiente de todo sujeto y, por tanto, no solo de la imposibilidad sino de la impropiedad del reconocimiento en cuanto tal, es decir, en cuanto cancelación de la obligación moral —o responsabilidad— para con el Otro y para con su vida”.