A vueltas con la identidad y la obediencia
Cuanto más me repito e interiorizo que eso que llamamos sujeto no existe más allá de la pura y dura materialidad, que nuestra subjetividad es un producto de los dispositivos del poder, que nos construyen y nos construimos con mayor o menor conciencia de nuestra capacidad para hacerlo, más concluyo que el asunto feminista que más me interesa es el de la obediencia. La teoría feminista desmonta los mecanismos que nos persuaden para que obedezcamos las reglas de la feminidad (las reglas de la inferioridad), mostrando de paso eso tan incómodo de ver y de reconocer como es la necesaria complicidad de las oprimidas, las que hemos naturalizado las reglas como benéficas, inevitables o incluso disfrutables. Una vez que dichos mecanismos alcanzan las meninges, todo es un sobresalto con el propio comportamiento y con la multitud de microfascismos que comienzas a detectar a tu alrededor. Es increíble la facilidad con la que los seres humanos acatamos las órdenes, cuanto más sutiles mejor, y las convertimos en nuestra fuente de feliz infelicidad. Estamos absolutamente confundidos y domesticados.
Chantal Maillard lo escribió como nadie en el gran e inagotable libro “La mujer de pie”:
«Es pertinente advertir que el yo, ese pronombre que adhiere al verbo y que señala como propios los actos que realizamos, se consolida con la repetición. En su ausencia queda una huella, una creencia. Sin ella nos sentimos desposeídos de “identidad”: vestido de tul que se tiñe del color de las emociones.
El tul es un tejido que se confecciona sin trama, tan solo mediante el entrecruzamiento de los hilos de la urdimbre. El especial torcido de los hilos permite obtener mallas muy variadas, tan variadas como puedan serlo las modulaciones senti-mentales. La mente tiene sus propios hilos: las cadenas de imágenes que segrega sin cesar. Del tipo de emoción que impregne el hilo dependerá su tono, de igual manera que de los pigmentos que se utilizan en el teñido de la seda dependen la pureza del color y su brillo.
Pero, y esto es lo más importante, por muy variada que sean las emociones son como el tul: sin trama. Nada hay bajo el velo, ningún yo. Según la densidad de la urdimbre el tejido dejará entrever la nada a la que viste o a la ocultará».
El feminismo que muchas vivimos como una vía hacia la subversión se despliega también en múltiples identidades que, por supuesto, se afirman a través de sus propios sistemas de reglas y consiguiente obediencia. Ahora mismo y desde hace ya algunos meses, he logrado un poco de tranquilidad frente a la tensión que obliga todo el rato a posicionarte admitiendo como únicas reglas las de la justicia encarnada en un cuerpo y una posición determinada. Hoy encuentro más paz en el caos de las de múltiples excepciones que en el orden de la teoría cerrada. Porque incluso cuando busco refugio último en ese anticapitalismo que vive en una nube sin Estado (autotrampa) encuentro siempre motivos para una fuga, una disensión, una contradicción. Es fácil dejarse capturar por el control, la claridad y la seguridad de la obediencia a unas reglas sin excepciones si nos negamos a cuestionar la existencia de la norma misma. ¿Por qué destruimos unas instrucciones para escribir otras? ¿Tanta necesidad tenemos de obedecer a etiquetas, procedimientos, fórmulas?
Jamás dejará de fascinarme la seductora manera en la que las mujeres somos disciplinadas en la obediencia desde nuestra misma infancia. Nos dicen que somos sometidas a la dictadura de la belleza del objeto y nos quejamos de que nuestros cuerpos han de entrar en un molde estándar, pero lo que en realidad se trabaja en nosotras es nuestra sumisión, el doblegar de nuestra voluntad, una suerte de domesticación radical que evita que pongamos en cuestión nuestra posición. Dicho de otra manera: nos programan para no disentir, para no cuestionar, para no plantear problemas. Nuestro fuerte son los protocolos más que la variaciones en la ruta. El confinamiento en el cuerpo y los cuidados no significa solamente que perdamos mucho tiempo en la consecución de unos objetivos intrascendentes, trampantojos en realidad, sino una quema de puentes mentales, la extracción de recursos de nuestra subjetividad. No se puede ser femenina sin ser obediente. Esta pedagogía de la sumisión, tan deudora de aquella otra que sin disimulos planteaba la Sección Femenina de la Falange Española, seguramente tiene que ver con la renuncia de muchas niñas a introducirse en campos profesionales donde detectar problemas y resolverlos es una cuestión central. Just guessing.
Esta didáctica de la obediencia me resulta inseparable en la evidencia de la identidad y la explosión de las políticas identitarias que vivimos hoy a rebufo de los nacionalismos y neofascismos varios. La construcción de una identidad al uso ha de servirse sí o sí de la obediencia a las normas que le dan acceso. El factor acatamiento resulta increíblemente importante a la hora de asumir políticamente una identidad, que se demanda como una posición extrañamente fija. Por eso Lena Dunham no puede adelgazar una vez que se ha constituido como gorda y abanderada del movimiento político por la diversidad de cuerpos. De ahí que Emma Watson no pueda mostrar las tetas una vez que se ha puesto traje de chaqueta para hablar sobre el entendimiento de los géneros ante la Asamblea de Naciones Unidas. Imposible que una feminista lleve velo, tal y como marcan las normas del feminismo hegemónico. Por descontado que este mismo feminismo repudiará los discursos que renuncien a reformar el Estados y aboguen por otro tipo de organización político-social. La urgencia del etiquetado de nuestra relaciones sentimentales tiene el mismo objetivo: identificar, constreñir, adjudicar una posición de la que se pueda extraer una suerte de identidad afectiva que promover o castigar. Intuyo que la militancia en las políticas de la identidad le viene de perlas al Estado, ya que favorece muchísimo la vigilancia de sus miembros. Cada vez tengo más claro lo necesario que resulta sacar todo lo que nos es preciado de los espacios de supervisión social y estatal.
Si hoy se visibiliza tan ordinariamente la relación necesaria entre obediencia e identidad es, probablemente, porque la distinción entre géneros está muriendo. Ojalá este pudrirse de las reglas de lo masculino y lo femenino sea otro indicativo del fallecer del capitalismo, un sistema de organización económica y social que se anunció con el exterminio masivo de las brujas, indomables mujeres con saberes no controlados ni por la ciencia ni por la Iglesia. Con el capitalismo, las normas de los géneros se volvieron las cadenas que llevamos puestas aún hoy, por mor del catolicismo, del control social o de la sumisión autoinflingida en favor de la aceptación de los otros. Paradójicamente, el mismo neoliberalismo que produce un enorme culto a la individualidad, castiga automáticamente la diferencia, condenada al desprecio y la marginación. El sistema permite (e incluso puede llegar a premiar en según qué círculos) ser feminista, gorda, bisexual, andrógina, lesbiana y hasta antisistema, siempre que el cuerpo que se atribuya tales identidades sea sexy, bello, vestido a la moda, rico. Una posición excelente para medir la hipocresía del sistema se sitúa en los cuerpos transexuales, musulmanes, gitanos o negros. Cuanto mayor sea la marginación que se destina a una determinada posición, más moda, más sex appeal y más riqueza requiere para su reconocimiento social.
Este reconocimiento por la vía del consumo me parece, sin embargo, menor. Es cierto que la realidad global de los flujos, económicos, migratorios, financieros, sentimentales, afecta también a la normativa arcaica del sistema sexo-género, que afloja en sus márgenes y en las generaciones más jóvenes para que puedan respirar el espíritu de sus tiempos. Pero estas identidades más dúctiles que sueñan con ser fluidas, estas posiciones en tránsito que hoy observamos en los más jóvenes, siguen muchas veces sujetas a la misma pedagogía de la obediencia que ató a las mujeres, ya que su ruta no incluyó el territorio del activismo político sino que responde a la expansión de los límites del culto al individuo. Me temo que la flexibilidad de las identidades bajo el neoliberalismo no es política, sino comercial. De ahí que me parezca tan importante y tan necesaria la experiencia política del transfeminismo como uno de los pocos lugares donde aún puede deconstruirse la didáctica de la obediencia al sistema heterocapitalista todo. ¿Será por su potencial subversivo que las llamadas feministas TERF, feministas de la poltrona, objeten de manera tan furibunda su integración en el feminismo?
Me desarman estas mujeres temerosas del peligro de disolución de la categoría “mujer” a manos de hombres supuestamente emboscados en lo queer y no cis. Encuentro en su actitud un sospechoso paralelismo con esa población anglosajona que, ante la pérdida del suelo identitario y la esperanza en una vida mejor que ha traído esta globalización a medias que nos han vendido, reaccionan a la defensiva, de la peor manera posible, casi autolesionándose: votando a Trump, votando Brexit. Estas mujeres, estas feministas cargadas de textos y de razones, no han leído a Joan W. Scott, quien en “El género: una categoría útil para el análisis histórico” hace ya 30 años escribía lo siguiente:
«La aparición de nuevas clases de símbolos culturales puede dar oportunidad a la reinterpretación o, realmente, a la reescritura del relato edípico, pero también puede servir para reinscribir ese terrible drama en términos todavía más significativos. Los procesos políticos determinarán qué resultados prevalecen -políticos en el sentido de que diferentes actores y diferentes significados luchan entre sí por alcanzar el poder. La naturaleza de ese proceso, de los actores y sus acciones, sólo puede determinarse específicamente en el contexto del tiempo y del espacio. Podemos escribir la historia de ese proceso únicamente si reconocemos que «hombre» y «mujer’ son al mismo tiempo categorías vacías y rebosantes. Vacías porque carecen de un significado último, trascendente. Rebosantes, porque aun cuando parecen estables, contienen en su seno definiciones alternativas, negadas o eliminadas».
¿Cómo defender una posición de cambio (un sujeto revolucionario, escribiría en el otro siglo) si esta ha de adscribirse a unas normas, a una obediencia? ¿Dónde podemos encontrar más desobediencia que en cierta posición de las mujeres trans? ¿Dónde más disolución y reconstrucción, en un sistema simpoético muy cerca de como lo sueña Donna Haraway, de la identidad sexual y de género? Hoy, cuando lo otro, a veces encarnado en mujeres, está produciendo tantas tensiones en lo político, parece que se abren otros antagonismos en disputa que no son recibidos con el mismo deseo. La irrupción del otro en el otro por antonomasia resulta tan disruptiva como la aparición de exiliados de guerra en nuestras fronteras: la primera reacción es negarlo, expulsarlo, anularlo. Así, en la construcción del sujeto político “mujer feminista” se sigue la llamada “lógica masculina” que Jorge Alemán define como “una identidad lograda en la medida en que expulsa lo que la amenaza”. No parece que esta lógica masculina entregada a la expulsión de lo distinto sea la idónea en los espacios para el cambio social y político, donde la atomización y la fluidez de identidades y adscripciones, construidas a partir de cuerpos que se reconstruyen constantemente en contacto con lo otro, previene de la existencia de una hegemonía y un consenso obligatorio.
Puede que en la teoría podamos rechazar la dictadura de las identidades, pero la realidad está transitada por cuerpos en los que se inscriben las líneas del poder que le corresponden a sus identidades, ya sea su género, su orientación sexual, su clase, su raza, edad, eligión, adscripción política, nacionalidad, diversidad corporal o funcional, etc. El antropólogo Luis Díaz Viana habla de “identidades de bricolage”, porque estamos constantemente tejiendo y destejiendo nuestro suelo identitario, e insiste en la necesidad de buscar “identidades que sean válidas para el futuro” en vez de “identidades esenciales”. Quizá debiéramos acatar la necesidad de identidades duras allí donde aún se reclama el mínimo de la justicia social y admitir que conforme ascendemos por la pirámide del poder conviene flexibilizar nuestro aferrar identitario. ¿Cómo sino podemos pedir a los hombres devenir mujer y a las mujeres y los hombres devenir musulmanas, precarias o pobres hasta proyectarnos en la circunstancia menos privilegiada de nuestra sociedad? ¿Cómo si no es con una identidad débil, nómada, podremos devenir vaca, cerdo y hasta devenir agua, para entender que nuestros gestos producen círculos concéntricos de afectación que se pierden más allá de nuestra percepción inmediata y son, a su vez, afectados?
Este asunto del role-taking, de ponerse en el lugar del otro, además de un concepto de la psicología, resulta central en la filosofía práctica. Lo leo en la revista Haser, en un fantástico artículo escrito por Alicia de Mingo Rodríguez, de la Universidad de Sevilla. De Mingo explica que ponerse en el lugar del otro es vital en situaciones hermenéuticas donde el sujeto racional y ético no solo ha de ejercer el privilegio de comprender el sentido común de un “nosotros”, sino que ha de ser “inquietado por lo que se refiere a la potencial insuficiencia de un role-taking no ejercitado en una esforzada práctica”. Ponerse en el lugar del otro no puede ser un fin en sí mismo ni encubrir desviaciones, perturbaciones y disensos. Esta investigadora propone que el ponerse en el lugar del otro suponga una “decepción terapéutica” o una “decepción programada” que permita perfeccionar la herramienta como una virtud, en el camino del reconocimiento del otro como un otro diferente, potencialmente disidente y conflictivo que, a su vez, puede reconocernos y que, en ningún caso, podemos suplantar ni puede suplantarnos. En su conclusión, De Mingo pone el foco en la mayor dificultad que enfrentamos a la hora de poner en práctica y perfeccionar esta virtud: no depende de la buena voluntad de uno, sino que requiere de la adquisición de cierto conocimiento expresivo.
“Sin embargo, en algunas ocasiones, y en ello se constata que se trata de un problema epistémico, y no tanto de buena o mala voluntad, simplemente no se repara en que el “ponerse en lugar del Otro” debe operar contando con la capacidad expresiva del Otro mismo, es decir, que sólo puede operar eficazmente si previamente en verdad se ha aceptado y accedido a su diferencia, como tal, antes de e incluso más allá de la posibilidad del consenso”.